martes, 11 de marzo de 2025

La «autonomía estratégica» europea y la guerra proxy


Nahia Sanzo, Slavyangrad

“La administración Trump tardó solo cuatro semanas en romper el aislamiento internacional de Moscú y llevar a funcionarios rusos a Riad para negociar el futuro de Ucrania, sin la participación del gobierno ucraniano ni de los aliados europeos. Antes de eso, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, descartó la posibilidad de que Ucrania se uniera a la OTAN o recibiera garantías de seguridad estadounidenses, trasladando de hecho la responsabilidad de la defensa de Ucrania a Europa. Al ofrecer las concesiones más importantes por adelantado, Hegseth renunció a una valiosa influencia de Estados Unidos antes incluso de que comenzaran las negociaciones”, escribía la semana pasada un artículo publicado por Foreign Policy y que se enmarca en la visión europea de los acontecimientos. Rusia estaba aislada, un argumento que no se sostiene salvo si únicamente se toma en cuenta a los países occidentales, y la actuación de Donald Trump ha roto con ese trabajo que habían realizado la UE y la administración Biden. Lo mismo puede decirse de las dos acusaciones que el artículo vierte sobre Pete Hegseth, que según esta versión eliminó como arma de negociación dos aspectos que simplemente no eran realistas: la adhesión de Ucrania a la OTAN y la integridad territorial.

En la visión idílica de los países europeos y Ucrania, las sanciones y el aislamiento obligarían a Rusia a librar una guerra sin garantías que le colocaría entre la espada y la pared ante la necesidad de aceptar los términos dictados por Kiev. Para conseguirlo, era preciso un éxito en el contraofensiva de 2023, con la aproximación prevista a Crimea, que habría causado un caos interno entre las tropas y el comando ruso, que habría suplicado la paz para mantener la península a cambio de abandonar todo lo demás. Desde hace al menos tres años, Bruselas ha decidido vivir en la burbuja creada por su propaganda, al margen de la realidad que marca el frente y que, como recordaba un exdiplomático francés, es la base sobre la que se gestan los acuerdos de paz en guerras en las que no hay un claro vencedor y un vencido. Los eslóganes sobre la integridad territorial de Ucrania, que mantienen solo creyentes acérrimos como Pedro Sánchez, pero que ha limitado incluso Emmanuel Macron, son el reflejo de los deseos y no de la realidad. Eliminar la integridad territorial de la lista de exigencias a Rusia es solo una muestra de realismo. Al igual que la cuestión de la OTAN, una Rusia que no ha sido militar, económica y políticamente derrotada jamás va a aceptar la expansión de la Alianza a su frontera con Ucrania ni va a ofrecerse a devolver a Kiev el control de Crimea, un territorio estratégico que habría que entregar a Ucrania contra la opinión de la inmensa mayoría de la población.

Hegseth no eliminó las herramientas más potentes que Estados Unidos tenía a su disposición para lograr concesiones por parte de Moscú, sino que pronunció en voz alta algo que las autoridades europeas no querían oír, que una paz negociada no puede dar a Kiev la victoria completa a la que siguen aspirando Kaja Kallas, Úrsula von der Leyen y la Oficina del Presidente de Ucrania. Esa certeza, unida a la insistencia estadounidense de que sean los países europeos los que se hagan cargo de las garantías de seguridad y el coste de su implementación, ha provocado la histeria europea, consciente de que lograr su objetivo de derrotar a Rusia o seguir debilitándola eternamente con una guerra sin fin -objetivo que Bruselas compartía con el equipo de política exterior de Biden, pero no de Trump- pasa por un acuerdo impuesto sobre Moscú o la continuación de la guerra. El equilibrio de fuerzas actualmente existente, al que habría que añadir la hostilidad que Trump ha demostrado sentir por Volodymyr Zelensky, hace imposible la primera opción, aunque ha tenido que ser un expresentador de Fox News sin ninguna experiencia quien haga despertar al establishment político europeo, dispuesto a mantener el sueño durante un tiempo más.

Pese a las sonrisas exultantes con las que la semana pasada se anunció ese plan ReArm Europe, con el que el viejo continente quiere invertir 800.000 millones de euros en su seguridad -o en su inseguridad- y el hecho de que las televisiones nacionales hayan comenzado ya a hablar de la potenciación de la industria militar como motor del crecimiento, esos planes a futuro son inciertos y no cubren las necesidades actuales de una guerra de alta intensidad en la que es Estados Unidos quien suministra el material más sofisticado y que equilibra ligeramente el campo de batalla. En la guerra no todo pasa por las armas más caras y menos accesibles o los blindados de última generación -se ha visto a ambos bandos utilizar transporte de uso civil o drones comerciales y este mismo fin de semana, las tropas rusas han logrado infiltrarse tras la línea enemiga a través de un gasoducto subterráneo-, pero la pérdida de aquel material que los países europeos no producen o fabrican en pequeñas cantidades que no pueden competir con las necesidades de la guerra pone en cuestión cualquier plan europeo de autonomía estratégica que implique la continuación de la guerra de Ucrania sin la tutela estadounidense.

“Es muy difícil para los franceses no decir os lo advertimos”, escribía ayer el exembajador francés en Naciones Unidas Gérard Araud, que respondía a una noticia titulada “Financial Times informa que muchos gobiernos europeos sienten «remordimiento por décadas de compras de armas estadounidenses que los han dejado dependientes de Washington»”. La preocupación es compartida con Canadá, donde esta semana David Pugliese escribía sobre el control que supone por parte de Estados Unidos que los aliados de la OTAN hayan invertido en aeronaves F35. Lo mismo puede decirse de aquellas armas que, pese a ser producidas en los países europeos, cuentan con componentes estadounidenses o precisan de la inteligencia suministrada por Washington para su uso. Es el caso de los Storm Shadow, con los que Boris Johnson aspiraba a sustituir a la aviación en la famosa contraofensiva que iba a romper el frente de Zaporozhie para presentarse a las puertas de Crimea. Por el momento, la autonomía estratégica de los países europeos -a excepción de Rusia, a la que ni Bruselas ni Londres consideran europea- sigue dependiendo de Estados Unidos. De ahí que la aportación de Washington sea una parte importante del plan anglo-francés con el que Londres y París quieren conseguir que Rusia acepte sin capacidad de negociar unos términos inaceptables (que implicarían la presencia de tropas de la OTAN en Ucrania sin que se produjera ningún tipo de reconocimiento sobre su soberanía en ninguno de los territorios ucranianos) o la continuación de la guerra. Este último escenario, según la primera ministra de Dinamarca menos peligroso que la paz, está siendo visto como una buena guerra en lugar de una mala paz y es tremendamente útil a la hora de justificar que el peligro que viene del este requiere el estratosférico aumento del gasto militar que solo es posible a base de recortes.

Parte de esa inversión en defensa estará destinada a continuar suministrando armamento a Ucrania para crear en Kiev una versión militarizada del país a costa del empobrecimiento de la población. Además de adquirir armamento para sus arsenales, el gasto militar europeo tendrá que sufragar el aumento del tamaño del ejército ucraniano, como ya ha declarado Zelensky. Su aspiración, que será equivalente a su exigencia de financiación, es contar con un ejército equiparable al de la Federación Rusa en tamaño y potencia, con un coste que Kiev no tiene intención ni capacidad de sufragar. Finalmente, la nueva financiación de defensa tendrá que cargar también con el coste y el funcionamiento de la misión de paz o de disuasión con la que varios países de la OTAN liderados por Francia y el Reino Unido pretenden plantar simbólicamente su bandera en Ucrania para garantizar el control del país, presentar la frontera rusoucraniana como la división entre la libertad y la barbarie y mantener, como lo hicieran los acuerdos de Minsk, la preparación de la guerra.

“Si la guerra termina antes de 2029 o 2030, haría posible que Rusia utilizara sus recursos técnicos, materiales y personales para construir una amenaza contra Europa antes”, afirmó el director de la inteligencia alemana. En otras palabras, es preciso mantener lo que tanto Boris Johnson como Marco Rubio han llamado recientemente guerra proxy contra Rusia durante cinco años más para garantizar un desgaste suficiente. Las palabras de Bruno Kahl han provocado la ira de Yulia Timoshenko, en fase inicial de su enésimo intento de regresar al poder, que ha afirmado que las declaraciones confirman “lo que no queríamos creer”, “que alguien ha decidido pagar con las vidas de centenares de miles de ucranianos y con la destrucción del Estado ucraniano la causa de debilitar a Rusia”. Para Occidente, las vidas ucranianas importan únicamente si es para continuar luchando por su causa.

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