Cuando el gobierno de Ricardo Lagos, a partir del 2003, empezó a anunciar el proyecto del Transantiago, muchos santiaguinos se mostraron esperanzados. Mal que mal era difícil algo peor que el servicio que brindaban las micros amarillas: lento, sucio, incómodo, peligroso, antiguo, contaminante, ruidoso. La imaginación no daba para concebir algo peor.
No obstante, a las 24 horas de inaugurado el Transantiago, el 10 de febrero del año pasado, sí fue concebido lo peor: horas de espera en los paraderos, verdaderos gallineros donde la gente debe estar hacinada a todo calor esperando micro; amontonados como ganado en los vagones del metro y con la idea de las “seis personas por metro cuadrado” murieron más de seis personas en lo que era el orgullo de la ciudad. Todo ese desencanto se resume en la frase: “Salimos del sartén para caer a las brasas”.
A un año de funcionamiento del Transantiago, han quedado en evidencia las deficiencias e irresponsabilidades técnicas de los funcionarios encargados del diseño e implementación del sistema. En este aspecto sorprende el silencio mostrado por Germán Correa, uno de los principales responsables de la idea.
Es completamente cierta la necesidad de renovar el sistema. Lo vergonzoso es la manera en que se hizo: con la prepotencia de gente que se cree totalmente dueña de la verdad y la razón, y sin consultar ni escuchar a los trabajadores del sector, a las pequeñas y medianas empresas que cada día sacaban adelante el sistema; ni menos aún al público usuario.
El Transantiago se ha convertido en lo peor de
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