Una mirada no convencional al modelo económico neoliberal, las fallas del mercado y la geopolítica de la globalización
lunes, 19 de mayo de 2025
¿La rusofobia, una enfermedad epidémica británica?
Robert Skidelsky, Sin Permiso
En 1836, el filósofo liberal John Stuart Mill afirmó que el Gobierno de Lord Melbourne estaba afectado por la “enfermedad epidémica de la rusofobia”, un pánico irracional que había provocado un aumento innecesario del gasto en defensa.
La disidencia de Mill socava la visión de la historiografía convencional de que la rivalidad anglo-rusa del siglo XIX era una contienda puramente geopolítica —el llamado Gran Juego— por el control de Asia Central, siendo el motivo de Gran Bretaña proteger su Imperio indio contra el avance ruso hacia el océano Índico. Para Gran Bretaña, apoyar al decadente Imperio otomano se consideraba crucial para la defensa de la India.
En la reelaboración de Jonathan Parry de la historia del siglo XIX, la recurrente convicción británica de que Rusia era intrínsecamente expansionista se debía menos a cualquier proyecto concreto ruso que a la creencia liberal democrática de que las autocracias eran expansionistas y agresivas por naturaleza. En resumen, las raíces de la rivalidad eran ideológicas, no geopolíticas, y los choques de intereses (que existían) se interpretaban en términos civilizatorios.
Los registros del siglo XIX también muestran que la rusofobia era recurrente más que continua, con intensos episodios de indignación moral interrumpidos por alianzas funcionales y compromisos. Pero la hostilidad ideológica subyacente de los británicos hacia la autocracia rusa impedía cualquier calidez en la relación o confianza en su permanencia.
Esto me parece una lente esclarecedora a través de la cual se puede ver toda la historia de las relaciones anglo-rusas desde la década de 1830 hasta la actualidad. La rusofobia británica no es una constante ininterrumpida, sino un repertorio duradero de ideas e imágenes que políticos, soldados y periodistas invocan repetidamente cuando se dan tres condiciones: incompatibilidad ideológica, fricciones imperiales o de seguridad y utilidad política interna.
En el siglo XIX, los dos motores de la rusofobia eran el lobby de defensa indio y la indignación liberal por la brutal represión rusa del levantamiento polaco de 1830 y el levantamiento húngaro de 1848. Los exiliados polacos y húngaros en Londres alimentaron la imagen popular de Rusia como el bárbaro aspirante a policía de Europa. La guerra de Crimea de 1854-1856 refractó las lejanas acciones rusas a través de las ansiedades imperiales británicas y la moralidad liberal. La crisis balcánica y la segunda guerra afgana de 1878 son ejemplos de extralimitaciones alimentadas por la rusofobia.
La alianza bélica con la Rusia imperial entre 1914 y 1918 terminó con la Revolución Bolchevique y el susto de la Carta de Zinóviev, que le costó al Partido Laborista las elecciones generales de 1924. El bolchevismo, más que la autocracia, se convirtió entonces en la amenaza contra la que había que protegerse. La alianza angloamericana con Stalin que derrotó a la Alemania nazi en 1945 se hundió con el famoso discurso de Churchill en Fulton, Misuri, en 1946, en el que declaró: “Desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, un telón de acero ha descendido sobre el continente”. Los años 1946-1991 vieron la institucionalización de la rusofobia en la alianza de la OTAN, pero también la distensión en la década de 1970, haciendo eco de los ciclos de epidemias morales y pragmatismo del siglo XIX.
La caída del comunismo, el fin del control ruso sobre Europa del Este, la disolución del Pacto de Varsovia y la desintegración de la propia Unión Soviética dieron lugar a la luna de miel de la década de 1990, basada en la creencia de que Rusia se había unido por fin al mundo civilizado. Pero esto no sobrevivió a la década de 2000. El caso Litvinenko en 2006, los ciberataques, la incursión rusa en la recién independizada Georgia en 2008, la defensa de la multipolaridad por parte de Putin y sus ataques a la expansión de la OTAN, así como el temor a la dependencia energética de Rusia, provocaron el primer pico de rusofobia poscomunista.
La anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014 revivió el lenguaje victoriano (“el oso ruso”, “el Gran Juego 2.0”, libertad contra autocracia). El envenenamiento de Skripal en 2018 consolidó la desconfianza pública. La rusofobia a gran escala resurgió con la invasión de Ucrania por parte de Rusia en 2022, con Gran Bretaña a la cabeza en el armamento de Kiev, la imposición de sanciones económicas y la prohibición de los intercambios culturales y deportivos. Con ello se reavivó el conocido grito de que Europa occidental debía rearmarse para defenderse de un Putin al que se comparaba habitualmente con Hitler.
La cruda narrativa de la rusofobia plantea la pregunta que planteó John Stuart Mill en 1836: ¿Hasta qué punto están justificados los temores a la expansión rusa y en qué medida se ha utilizado la rusofobia para justificar los programas de rearme? La Rusia del siglo XIX era sin duda una autocracia, pero buscaba “vecinos débiles” en lugar de conquistas. Los británicos y los estadounidenses veían la Guerra Fría como una batalla ideológica entre la democracia y el totalitarismo, mientras que los soviéticos, con la experiencia de dos invasiones de Alemania, estaban principalmente interesados en establecer zonas de amortiguación en Europa del Este contra lo que Stalin creía que sería un inevitable ataque liderado por Estados Unidos. Los Estados Unidos, alentados por los grupos de presión letones, ucranianos y polacos en Washington, creían que la insistencia soviética en convertir Europa del Este en una esfera de influencia era solo el preludio de un intento de someter a toda Europa. (Sobre estas percepciones erróneas, véase la reseña de Sheila Fitzpatrick sobre el libro de Sergey Radchenko To Run the World: The Kremlin's Bid for Global Power y Vladislav Zubok, The World of the Cold War 1945–1992).
Hoy se emplea exactamente el mismo razonamiento erróneo para justificar el rearme de Europa. Las zonas de amortiguación y las esferas de influencia pueden resultar repugnantes para nuestro “orden internacional basado en normas”, pero no presagian objetivos expansionistas peligrosos. Es lógico sospechar de las intenciones de Putin sin caer en la idea de que nunca se detendrá.
En conclusión: la rusofobia en Gran Bretaña se entiende mejor como un síndrome recurrente desencadenado por la convergencia de la ideología, las fricciones en materia de seguridad y los incentivos internos, y no como una respuesta racional a amenazas objetivas. Su historia pone de manifiesto el atractivo que tienen para las democracias la retórica moral, el uso instrumental del miedo y la capacidad última de la diplomacia dura para restablecer las relaciones. Reconocer la naturaleza repetitiva de la rusofobia puede ayudar a los responsables políticos a evitar el pánico, sin dejar de estar alerta y recordando que ni la hostilidad acrítica ni el reinicio ingenuo serán “permanentes”.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario