Después de dos años del discurso de Scholz sobre el "Zeitenwende" (punto de inflexión) alemán, Alemania se está convirtiendo en un grave factor de inestabilidad y en un símbolo de la decadencia del continente europeo.
Roberto Iannuzzi, Il Fatto Quotidiano
El modelo alemán ya no funciona. La mayor economía de Europa (alrededor del 24% del PIB de la UE) está en recesión, y no es un fenómeno temporal: el PIB de Alemania no ha crecido desde hace unos siete años.
Sin embargo, no es sólo la economía la que no funciona. El canciller Olaf Scholz encabeza el gobierno más impopular de la historia moderna del país: más de las tres cuartas partes de los alemanes están descontentos con sus acciones.
En las recientes elecciones regionales en Turingia, la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) alcanzó el 32,8%, convirtiéndose en el primer partido. Un resultado ligeramente inferior (30,6%) se obtuvo en la cercana Sajonia, otro estado federado de la antigua Alemania Oriental.
Otro partido considerado "antisistema", el BSW dirigido por Sahra Wagenknecht y el izquierdista Die Linke, formación de izquierda ahora en crisis, obtuvo muy buenos resultados (15,7% en Turingia, 11,8% en Sajonia).
Crucial para el ascenso de la extrema derecha, en particular, fue el llamado “verano de inmigración” de 2015, cuando llegaron a Alemania más de un millón de refugiados, en su mayoría de Siria devastada por la guerra.
Incluso como resultado de las políticas de austeridad del gobierno y la degradación de la infraestructura, una parte sustancial de la población alemana consideraba que los crecientes problemas sociales eran una competencia de suma cero entre nativos y recién llegados.
A esto se suma, en la antigua Alemania del Este, la desconfianza en las elites políticas y económicas de la parte occidental del país, acusadas de haber llevado a cabo literalmente una colonización neoliberal de los länder orientales en los años posteriores a la reunificación.
Los partidarios del AfD temen un futuro incierto, bien simbolizado por la creciente precariedad del trabajo, concentrada especialmente en las regiones orientales, y los bajos salarios que ello conlleva. Esta incertidumbre, entre otras cosas, les empuja a seguir emigrando hacia el oeste, despoblando progresivamente los estados del este.
Según sus votantes, el ascenso del AfD debería ayudar a reducir la inmigración extranjera, luchar contra el creciente crimen organizado y –no menos importante– mantener a Alemania alejada del conflicto en Ucrania.
La oposición a la guerra es un punto fuerte que Die Linke ha cedido en la práctica a la extrema derecha (Bodo Ramelow, destacado miembro del partido y actual presidente de Turingia, apoya desde hace tiempo el envío de armas a Kiev), que ahora comparte con BSW de Wagenknecht.
Esta petición, sin embargo, no cuenta sólo con el apoyo de los votantes de AfD y BSW, sino también de la mayoría de la población. Según una encuesta reciente, el 65% de los alemanes está a favor de un alto el fuego y el 68% está a favor del inicio de negociaciones de paz.
Una postura que el gobierno de Scholz ha ignorado hasta ahora. Emblemáticas a este respecto son las declaraciones de la Ministra de Asuntos Exteriores, Annalena Baerbock, quien dijo que seguiría apoyando a Ucrania independientemente de lo que pensaran los votantes alemanes.
Berlín ha adoptado las políticas de la OTAN, incluidas las sanciones a Moscú y la renuncia a las fuentes de energía rusas baratas, lo que ha resultado en un aumento vertiginoso de las facturas de las familias alemanas.
Pero incluso antes, el aumento de los costes energéticos había socavado la competitividad de la industria teutónica. En el verano de 2023, el Fondo Monetario Internacional reconoció que tales aumentos reducirían el crecimiento económico alemán hasta en un 1,25% anual.
El aumento de los costes de producción (energía, transporte, componentes) ha reducido los beneficios de los empresarios alemanes, provocando un colapso de las inversiones y la consiguiente recesión.
Mientras tanto, China se ha encargado de complicar aún más las cosas en Berlín. "El mayor cliente de Alemania se está convirtiendo en su mayor competidor", afirmó un analista de Hong Kong.
Un número creciente de empresas alemanas no sólo están perdiendo cuota de mercado frente a las empresas locales en China, sino que también les resulta cada vez más difícil competir con ellas en otros mercados de exportación.
Mientras tanto, el gobierno de Scholz continuó con su política atlantista, renunciando a una investigación seria sobre el sabotaje de los gasoductos Nord Stream (entre las causas del declive económico de Alemania), anteponiendo el rearme al bienestar social y anunciando el despliegue de misiles en suelo alemán para que los misiles estadounidenses puedan llegar a Rusia.
Por si fuera poco, ha impuesto un clima de creciente censura y represión contra cualquier expresión de disidencia, incluida cualquier expresión de condena a las masacres llevadas a cabo por Israel en la Franja de Gaza, como denuncia Amnistía Internacional.
Con su discurso sobre el Zeitenwende ("punto de inflexión") tras la invasión rusa de Ucrania, Scholz había propuesto a Alemania, en primer lugar a su aliado estadounidense en el extranjero, como principal garante de la seguridad en Europa.
Para ello, Berlín reforzaría su ejército y fortalecería la industria de defensa europea. Pero la crisis energética y económica en la que se está hundiendo el gigante alemán sugiere un resultado diferente.
Más de dos años después de aquel discurso que pretendía ser histórico, la Alemania de Scholz se está convirtiendo en un grave factor de inestabilidad y en un símbolo de la decadencia del continente europeo.
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