martes, 13 de agosto de 2024

Elogio de la Frontera, crítica del Muro


Diego Fusaro, Posmodernia

Permítasenos recordar brevemente el célebre pasaje del monumental texto Ab Urbe condita, en el que Tito Livio narra la fundación de Roma. Como es sabido, la presenta como el resultado de un fratricidio cometido para castigar la violación de una frontera materializada en forma de muro. Sic deinde, quicumque alius transiliet moenia mea (“Así acabará a partir de ahora cualquier otro que salte mi muro”), son las inequívocas palabras de advertencia que pronuncia Rómulo después de haber matado a su hermano. La expresión en latín moenia nos remite a los «muros construidos» que no pueden ser escalados, asaltados o, en cualquier caso, atravesados: Remo es asesinado no porque haya pasado una frontera, sino porque ha franqueado un muro. El poder soberano regula el paso de las fronteras y niega traspasar los muros. Estos últimos -como enseña el trágico suceso fundacional de Roma- terminan por destruir la relación con el Otro en su forma más íntima e indisoluble, que es la representada por el vínculo entre los dos hermanos.

En un escenario distinto, los propios muros de Troya, en última instancia, decretan su ocaso. Ellos marcan el círculo de la vida y la fertilidad, encerrado dentro de los límites protegidos del espacio urbano que durante nueve años resistió el asedio de las tropas aqueas. Pero ese límite, rígido y endurecido en sólidos muros, acaba por matar la vida misma, trasladando el campo de batalla desde el exterior al interior: fuera de los muros, para los troyanos, no hay otra vida con la que relacionarse, sino sólo “guerra y muerte” (πόλεμος y θάνατος).

Es la paradoja ligada a la lógica de la inmunización, tal como la biopolítica contemporánea la ha abordado en sus principales atribuciones de sentido: expuesta en su formulación más simple e inmediata, la paradoja reside en el hecho de que si uno no se inmuniza, se muere; pero al mismo tiempo, va a enfrentarse a un destino análogo si se inmuniza de manera excesiva. La ausencia de inmunización y la hiperinmunización son igualmente letales, aunque en formas diametralmente opuestas. Esto también resulta válido en el contexto específico de la frontera, siempre vacilante entre la tentación hiperinmunizante del muro y la tentación antiinmunitaria de una openness sin reglas ni control. El arte de la vida y de las políticas vinculadas a ella también debería ser, en consecuencia, la búsqueda de un delicado equilibrio, de un justo límite -y por tanto, de una frontera– que posibilite que la inmunización funcione con eficacia, sin convertirse en un dispositivo mortífero para el cuerpo que precisamente debería proteger.

En el caso de la Ilíada, la línea del límite se materializa en las fortificaciones troyanas: allí donde existe un muro defensivo se presupone que todo lo que está más allá de ese muro puede ser un posible enemigo, una amenaza de la que inmunizarse, y no una alteridad con la que relacionarse. El muro es lo primero que desde siempre ha estado combatiendo contra el enemigo que, en este contexto, es “lo de fuera” como tal, percibido y rechazado como presagio de desgracias para el Yo. El justo límite se pervierte así en soledad de una civilización que, encerrándose, se marchita y, finalmente, muere. El dispositivo inmunitario degenera en instrumento fatídico que asfixia aquello que debía salvaguardar. El muro, aunque en el caso de Troya se justifica como bastión de resistencia contra un agresor despiadado, acaba convirtiéndose en un arma contra quien lo usa: la exclusión del Otro se convierte en segregación del Sí mismo. También en esto estriba la paradoja: tapiando al Otro, nos tapiamos a nosotros mismos.

El Otro no es realmente conocido en su identidad, sino simplemente combatido en su alteridad: la relación se halla desde siempre negada por el muro. Por eso, en el famoso pasaje de la Ilíada (III, vv. 121-244) dedicado a la «teioscopia» –o sea literalmente, a «observar» (σκοπεῖν) desde el «muro» (τεῖχος)- Helena, convocada por Príamo, ayuda al anciano a identificar desde arriba, uno por uno (de Agamenón a Odiseo, de Áyax a Idomeneo), a los héroes aqueos prestos a la contienda. Los troyanos no conocen a los aqueos, y el único medio de revelar su identidad, negada por el muro, es confiarse a una mirada que sobrepase el muro mismo y que provenga de una identidad -la de Helena– que es, en realidad, diferente a la del campo troyano.

En contraste con la frontera, que cumple una función de umbral relacional, el muro se basa en una lógica que genéricamente podríamos definir como disyuntiva. Su característica esencial consiste en separar, no para favorecer una relación entre diferentes, sino más bien para impedirla: la pared amurallada desempeña su función fundamental al garantizar que los separados permanezcan como tales. Así el muro, contrariamente a lo que inercialmente se tiende a pensar, no puede entenderse en absoluto como una frontera entre tantas, ni como una de sus formas sui generis, ni, incluso, como una frontera elevada a su máxima potencia mediante su verticalización material. Con extrema síntesis, se puede afirmar que los muros aíslan, mientras que las fronteras relacionan.

Analizado en su pura objetualidad, el muro verticaliza la frontera proyectándola hacia el cielo; y, a su vez, la materializa haciéndola infranqueable por la impenetrable solidez de la piedra. En virtud de la doble determinación de materialización y verticalización, el muro puede fragmentar concretamente el espacio según una lógica disyuntiva. Esta forma se expresa, en su figura más inmediata, en la antítesis intraspasable entre el más acá y el más allá. Desde esta perspectiva resulta más fácil entender que una característica imprescindible del muro es su estructural ambivalencia, intrínsecamente conectada con el poder disyuntivo que lo distingue: la perspectiva cambia radicalmente desde el punto de vista desde el que se mire el muro, que podrá parecer protector, para los que están más acá, o excluyente, para los que están confinados más allá. Al igual que divide el territorio en dos, el muro también quiebra dualmente la visión de las cosas. Por esta vía, el muro se reconfirma hijo de una irresuelta dialéctica opositiva entre Amigo y Enemigo.

La frontera lleva consigo, como su especificidad ineludible, la duplicidad del delimitar y del atravesar, del separar y del unir. Si se rompe esta duplicidad intrínseca se pierde la frontera y, con ella, su lógica. Se tendría así la unilateralidad del confinamiento amurallado cuando prevalece la dinámica de separar; y se obtendría, en cambio, la univocidad de la invasión en el caso de que tome la delantera la tendencia a atravesar. También desde este punto de vista, el muro permite comprender más profundamente, por contraste, la función de la frontera, en particular no ser un espacio de bloqueo, sino de transición, en el que -escribe Sandro Mezzadra– «fuerzas y sujetos diferentes entran en relación, se enfrentan y se encuentran, en todo caso poniendo en juego y modificando la propia identidad».

Para aclarar desde un plano distinto la relación entre el muro, la invasión y la frontera, puede resultar útil una referencia impresionista a la dimensión biológica. Como sabemos, la célula de los organismos vivos está delimitada por el revestimiento de una finísima membrana plasmática. Esta última separa la célula del ambiente externo, y regula el intercambio de elementos y sustancias químicas. Si no hubiera membrana, la célula se vería abrumada por el ambiente externo y simplemente no podría existir como ente limitado en sí mismo. Análogamente, si la membrana fuera impenetrable y, por tanto, impidiera la relación entre el interior y el exterior, la célula no podría sobrevivir. Siguiendo esta analogía, la frontera aparece como una membrana porosa, que defiende la vida precisamente porque no deja que se disuelva en la alteridad y, al mismo tiempo, hace posible su incesante intercambio con la propia alteridad.

Un discurso similar se podría llevar a cabo razonablemente en torno a la piel que recubre nuestro cuerpo y que es, por así decirlo, la frontera porosa que regula sus relaciones con el exterior. Como ha sugerido Debray en Elogio de las fronteras, “la piel está tan lejana de la idea de un telón impermeable como una frontera digna de ese nombre lo está de un muro. El muro impide el paso, la frontera lo regula», mediante un doble movimiento que podríamos aproximar con la alternancia de sístole y diástole.

Como ya se ha reseñado, el quid proprium de la frontera como Grenze es su atravesabilidad, es decir, el carácter de puerta que se cierra y, al mismo tiempo, se abre al Otro-de-Sí. La frontera es un límite negociable que, en determinadas condiciones, puede cruzarse. Es una puerta que separa pero, a la vez, abre: y se abre en la forma de una apertura sujeta a unas reglas, que permiten que los separados se relacionen sin dejar de estar separados y, por tanto, siendo cada uno Sí mismo. Por su parte, dada su compacta fisicidad, el muro encuentra en la intraspasabilidad su propio fundamento esencial: cierra y separa de forma incondicional e innegociable.

Materializando una frontera preexistente, el muro la vuelve potente hasta el punto de llevarla al extremo en forma de puerta infranqueable; con ello la frontera es fortalecida de modo paroxístico, hasta quedar –paradójicamente– anulada en su esencia. Bajo esta óptica, se podría con razón entender el muro, más que como una frontera realizada en forma material, como una frontera que, mediante la propia materialización, se ha despojado de sus prerrogativas fundamentales. Y, por esta vía, ha negado su propia esencia, convirtiéndose en otra cosa.

La frontera, en cuanto límite inmaterial que permite un cruce regulado, es requisito de toda relación posible entre identidad y alteridad: es condición sine qua non para que el Otro sea Otro (extranjero, en términos políticos) y para que el Yo sea Mí-mismo (ciudadano, en clave política), pero también para que entre las dos partes se dé una relación, un intercambio, un reconocimiento. La elevación de un muro petrifica en oposición incondicional, definitiva y no negociable la diferencia entre identidad y alteridad, entre ciudadano y extranjero, entre y Otro-de-sí.

Es necesario, por tanto, volver a cuestionar la definición primariamente suministrada del muro como materialización de una frontera. Tal definición, a la luz de cuanto se ha dicho, pide ser incorporada de la siguiente manera: el muro materializa la frontera y, al hacerlo, no la realiza de forma mejorada, sino que la aniquila en su esencia.

La bilateralidad de la frontera, su porosidad, su carácter negociable y atravesable, su capacidad de cerrar abriendo y de abrir cerrando, pero también su esencia de puerta que se asoma a una parte y a la otra, delimitándolas y poniéndolas en relación de reconocimiento según las propias especificidades y con arreglo a un nexo potencialmente pacífico y horizontal; todo esto es neutralizado por el muro que, simplemente, de forma materialmente definitiva e innegociable, cierra sin abrir, coloca a las partes en una relación que es de mutua exclusión y, con la verticalidad de su estructura, jerarquiza una relación entre elementos que se presupone no deben comunicarse. Con el muro, «la frontera se esclerotiza, se vuelve hermética», perdiendo aquella porosidad que es su rasgo esencial. Si es cierto que, en cuanto porosa, la frontera define las identidades poniéndolas en relación entre ellas, el muro se confirma como el φάρμακον (“veneno”) que mata la frontera precisamente cuando quiere protegerla.

Si –como explica Debray– «una frontera reconocida es la mejor vacuna contra la epidemia de los muros», también es cierto que la epidemia de los muros destruye las prerrogativas de la frontera que es, además, una determinación más específica del límite. Podríamos, en síntesis, definir la frontera como el límite controlado activamente o, también, como la puerta que regula expresamente el paso y el intercambio entre las dos partes divididas por ella. El límite se fundamenta estructuralmente sobre la idea del “cum-finis” (límite, confín, borde, frontera), separa dos entes en el acto mismo con el que los pone en relación. Todavía hoy, si nos fijamos bien, las zonas fronterizas exhiben su carácter de lugares de «contacto» y, por tanto, de convivencia de los diferentes, separados y, al mismo tiempo, puestos en comunicación por la propia frontera.

Esto es lo que también nos sugiere, entre otras disciplinas, la antropología. Fredrik Barth –a quien debemos la tematización del concepto de “frontera étnica” (ethnic boundary)- afirmaba en su obra Ethnic Groups and Boundaries (1969) que toda frontera es una «doble frontera», porque dos realidades están unidas y separadas por su presencia. A través de la práctica de la «producción social de la diferencia cultural» -explica Barth– la “frontera étnica” permite a un grupo desarrollar una autodefinición clara, que posibilita a sus miembros interactuar con los miembros de otros grupos que se autodefinen a sí mismos de manera diferente; y ello para garantizar que la identidad misma sea el eje de ese intercambio y de esa relación entre grupos, que no podría darse en ausencia de la “frontera étnica”, así definida, entre grupos diferentes.

Esto significa que la frontera, haciéndome ser “lo que soy” por comparación y distinción con “lo que no soy”, es ya por su esencia una forma de compartición del mundo entre identidades relacionales. Así entendido, el cum-finis coincide con el punto en el que Yo toco al no-Yo, al Otro-de-mí; así como la piel de nuestro cuerpo coincide con el punto en el que toco y soy tocado y, por tanto, en el que el Yo y el Tú se encuentran, análogamente la frontera es el espacio por definición del encuentro y no de la oposición, de la conjunción y no de la disyunción. La verdad es que no puede haber contacto más allá del espacio de la separación, sin la cual, de hecho, no hay contacto, sino lo idéntico indiferenciado. En su definición más general, la realidad podría ser entendida como la relación de los entes entre sí, unidos como partes de una única realidad precisamente porque están separados y en contacto entre ellos. Las fronteras son, del mismo modo, lo que separa y une a toda la humanidad: la separa distinguiéndola en sus culturas, y la une como relación entre las diferencias que juntas conforman la totalidad diferenciada del género humano.

Como ha destacado Nancy, si se concibe correctamente y, por tanto, se distingue adecuadamente del muro, la frontera no es una barrera que excluye y mediante la cual se tapia al otro, quedando al mismo tiempo tapiado uno mismo: es, au contraire, lo que hace posible aquella continuidad y aquella proximidad del estar al lado del Otro y con el Otro, expresada por el “cum” -del cum-finis (frontera)- como fuerza unitiva. Si la lógica del muro es disyuntiva en forma paroxística, la de la frontera –pese a arrastrar siempre consigo la posible tentación del muro-, es una lógica unitiva a través del diálogo, y una lógica de proximidad a través de la diferenciación.

El lenguaje popular y el sentido común pueden ayudarnos. Se dice proverbialmente que «las buenas fronteras hacen buenos vecinos», porque son el fruto de una voluntad compartida y de un reconocimiento mutuo. En forma diametralmente opuesta, los muros casi nunca generan una buena vecindad. Atestiguan, por el contrario, que las relaciones entre los vecinos son cualquier cosa menos idílicas. De hecho, si la frontera fuera reconocida bilateralmente, ¿qué necesidad habría de levantar un muro para enfatizarla y volverla intransitable?. Precisamente en esto radica una ulterior diferencia entre la lógica de la frontera y la del muro: la primera, precisamente porque es reconocida biunívocamente por las dos partes que divide, puede ser cruzada respetando unas reglas. El segundo, sin embargo, puesto que generalmente es establecido de forma unilateral, no puede ser atravesado y reafirma una relación de hostilidad con la otra parte.


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