El dominio de las finanzas sobre la economía no es una evolución desviada de un capitalismo industrial «bueno». Las finanzas y la industria son interdependientes, lo que significa que resolver problemas como la desigualdad y el cambio climático exigirá una democratización de gran alcance de la economía.
Scott Aquanno y Stephen Maher, Jacobin
Hoy en día, figuras políticas como Hillary Clinton o Bernie Sanders dan casi por sentado que el auge de las finanzas en las últimas décadas se ha producido a expensas de la industria. Esta opinión está igualmente extendida entre los economistas políticos críticos, entre los que destacan Robert Brenner y Cédric Durand. Su auge, dice Durand, «tiene su origen en el agotamiento de la dinámica productiva en las economías avanzadas y en la reorientación del capital lejos de la inversión productiva nacional». Según este punto de vista, el capital industrial «real» ha sido superado por las actividades «ficticias» de las finanzas. El auge de estas últimas es un síntoma de una fase «tardía» del capitalismo, un presagio de la disfunción y decadencia del sistema.
Para Brenner y Durand, el auge de este sector financiero corrosivo dependió crucialmente de su capacidad para capturar al Estado, lo que ha llevado a la formación de lo que Brenner y Dylan Riley han llegado a denominar una nueva forma de capitalismo, el «capitalismo político». Según estos teóricos, esto se ha puesto de manifiesto quizás sobre todo en la política de flexibilización cuantitativa (QE, por sus siglas en inglés) de la Reserva Federal durante décadas: «inyecciones monetarias ininterrumpidas de los bancos centrales», que Durand ve como el resultado del «chantaje» de este sector financiero.
En un ensayo reciente muy leído y citado, Durand ha especulado con que estamos asistiendo al «fin de la hegemonía financiera». Esto se debe a que el retorno de la inflación ha creado una contradicción irresoluble: mientras que continuar con el endurecimiento cuantitativo (QT, por sus siglas en inglés) para controlar la inflación pondría fin al apoyo estatal que ha sido esencial para apuntalar el poder financiero, permitir que la inflación continúe también socavaría las finanzas erosionando el valor de los activos y reduciendo los pagos de intereses reales.
De hecho, como argumentamos en nuestro nuevo libro, The Fall and Rise of American Capitalism: De J. P. Morgan a BlackRock, cada parte de este planteamiento es errónea o engañosa. El auge de las finanzas no se produjo en modo alguno a expensas de la industria sino que, por el contrario, fortaleció al capital industrial. La financiarización ha facilitado la construcción de redes globales de producción e inversión altamente flexibles. Esto ha intensificado la disciplina competitiva sobre las corporaciones industriales para maximizar la extracción de plusvalía y reducir costos. El papel estructural de las finanzas en el capitalismo contemporáneo hace difícil considerar que la inflación o el endurecimiento monetario supongan una amenaza fatal para su poder.
Y, lejos de lo que Brenner ha visto como un «saqueo creciente» del Estado por parásitos financieros, el QE fue implementado por una Reserva Federal significativamente autónoma que actuaba para satisfacer los imperativos sistémicos de la acumulación de capital. Esta reestructuración dirigida por el Estado ha dado lugar a una concentración de la propiedad sin precedentes históricos en las «Tres Grandes» empresas de gestión de activos: BlackRock, State Street y Vanguard. Lejos de separarse de la industria, esto ha culminado en una novedosa fusión de capital financiero e industrial que llamamos «el nuevo capital financiero». Críticamente, el poder de propiedad de estos gestores de activos en realidad se ha fortalecido durante el actual período de QT y alta inflación. La insistencia de Durand en que la hegemonía financiera está llegando a su fin es, por tanto, poco persuasiva.
No se trata de un mero ejercicio académico: nuestra comprensión de la relación entre las finanzas y la industria tiene importantes implicaciones políticas. Enmarcar las finanzas como algo separado u opuesto a la industria puede interpretarse como una sugerencia de que los trabajadores deberían formar una alianza con los capitalistas industriales —sus jefes— para frenar un sector financiero corrosivo. Si las finanzas y la industria están profundamente entrelazadas y son mutuamente interdependientes, entonces el blanco de la estrategia de izquierdas no debería ser sólo la «financiarización» sino el propio capitalismo.
Nuestro objetivo, más importante que nunca por el agravamiento de la emergencia ecológica, no debería pasar por encontrar formas de aumentar las regulaciones sobre las finanzas para restaurar al capitalismo industrial supuestamente «bueno» de la posguerra, sino imaginar y construir una nueva forma de planificación económica democrática: logrando el control de las inversiones por medio de la transformación del Estado y desarrollando las capacidades dentro de él para gestionar las finanzas como un servicio público.
La crisis de 2008 y el auge de los gestores de activos
Durand tiene razón al afirmar que la intervención del Estado tras la crisis de 2008 fue enormemente significativa. Pero, ¿cuáles han sido sus funciones sistémicas reales y sus implicaciones históricas?
Esta intervención no fue el resultado de la instrumentalización del Estado y del saqueo de sus arcas por parte de las instituciones financieras, como da a entender Durand. Más bien fue el producto de un Estado relativamente autónomo que buscaba resolver una crisis económica sistémica y apoyar la acumulación en su conjunto, actuando no a instancias de empresas concretas sino en interés del sistema financiero. Fueron estas intervenciones, y en particular la continua ampliación de la QE durante una década y media por parte de la Reserva Federal, las que condujeron al cambio histórico en la estructura del capitalismo corporativo que se convirtió en el nuevo capital financiero.
La QE supuso que la Reserva Federal comprara grandes cantidades de activos y generara una enorme liquidez mediante la creación de reservas del banco central. Aunque su objetivo era proporcionar efectivo a las instituciones financieras, se trataba principalmente de apoyar el sistema de crédito basado en el mercado que había evolucionado durante el período neoliberal.
En el centro de este sistema estaban los mercados de repos, en los que las instituciones financieras accedían a efectivo a corto plazo a cambio de activos de garantía. Las garantías más importantes, y por tanto la base de la generación de crédito, eran los bonos del Tesoro y los valores respaldados por hipotecas. Para que el sistema funcionara, las instituciones financieras tenían que considerar estos activos como seguros. Una vez que se puso en duda el valor de los valores respaldados por hipotecas, los préstamos en estos mercados se paralizaron y las instituciones financieras no pudieron acceder a la liquidez.
Al comprar valores respaldados por hipotecas, la Reserva Federal respaldó su valor, reduciendo así su riesgo y apoyando los mercados de repos. Al absorber lo que se consideraban los activos más seguros, especialmente los bonos del Estado, la Reserva Federal empujó a las instituciones financieras a comprar otros activos, especialmente acciones y bonos corporativos.
La gran afluencia de dinero al mercado bursátil impulsó una subida constante y generalizada de los precios de las acciones. Con una marea creciente que levantaba todos los barcos, se hizo más difícil para los fondos de inversión gestionados activamente —que intentan «batir al mercado» mediante operaciones estratégicas— justificar sus elevadas comisiones de gestión. El resultado fue un desplazamiento a gran escala de la inversión hacia los fondos de gestión pasiva, que sólo operan para reflejar el peso cambiante de las empresas en un índice determinado y, por tanto, pueden ofrecer comisiones muy bajas.
Antes de 2008, tres de cada cuatro fondos de renta variable estadounidense eran de gestión activa; en 2020, más de la mitad eran pasivos, con casi 6 billones de dólares en activos bajo gestión (AUM, por sus siglas en inglés). Esta concentración se centró especialmente en torno a las Tres Grandes, y a BlackRock en particular. Entre 2004 y 2009, los AUM de BlackRock crecieron un apenas creíble 879%.
Estas empresas también están increíblemente diversificadas. Son, colectivamente, los mayores o segundos mayores tenedores de compañías que comprenden el 90% de la capitalización total del mercado de EEUU, incluido el 98% del S&P 500. Además, tienen una media de más del 20% de cada una de estas empresas, lo que invierte la antigua relación entre el peso de la propiedad y la diversificación, según la cual el peso de las participaciones tiende a disminuir a medida que aumenta la diversificación («diluyendo» las participaciones en una gama más amplia de empresas). Los gestores de activos se han convertido en grandes propietarios de prácticamente todas las empresas que cotizan en bolsa, incluidos otros grandes propietarios como los grandes bancos.
Este grado de concentración, centralización y diversificación de la propiedad no tiene precedentes en la historia del capitalismo. Sin embargo, este régimen sigue siendo intensamente competitivo. Los gestores de activos compiten entre sí, así como con todas las demás salidas para el ahorro. Para atraer capital, deben ofrecer la mayor rentabilidad y el menor riesgo, imponiendo límites estrictos a las comisiones que pueden cobrar. Por tanto, los gestores de activos deben aumentar sus beneficios maximizando los AUM, ya que sus comisiones suelen calcularse como un porcentaje de éstos. Para ello, acumulan activos y aumentan el valor de los que ya poseen.
Pero como los fondos pasivos gestionados por estas empresas son muy ilíquidos, incapaces de operar más que para seguir un índice concreto, no pueden simplemente deshacerse de acciones de empresas con malos resultados. En su lugar, las empresas de gestión de activos presionan directamente a los gestores de las empresas de su cartera para maximizar la competitividad y el valor de los activos, atenuando la distinción entre propiedad y control empresarial.
Las empresas de gestión de activos se convirtieron en propietarios permanentes y activos de todas las corporaciones más grandes e importantes de la economía. Estas relaciones se organizan a través de las «divisiones de administración» de los gestores de activos, que centralizan la supervisión de las empresas industriales. Esto incluye coordinar las estrategias de voto por porcentajes accionarios, colaborar con las empresas de portfolio en las reformas de gobernanza, influir en la composición de los consejos de administración, aprobar la remuneración de los ejecutivos y supervisar la estrategia.
Sus grandes bloques de propiedad garantizan que las sociedades de gestión de activos sean escuchadas por las direcciones empresariales, pudiendo participar de la coordinación rutinaria «entre bastidores», respaldadas por la posibilidad de ejercer derechos de voto sobre las acciones, algo que no dudaron en hacer cuando fue necesario. En palabras de Rakhi Kumar, responsable de gobierno corporativo de State Street:
Nuestro tamaño, experiencia y perspectiva a largo plazo nos proporcionan acceso corporativo y nos permiten establecer y mantener un diálogo abierto y constructivo con la dirección y los consejos de administración de las empresas. La opción de ejercer nuestros importantes derechos de voto en oposición a la dirección nos proporciona suficiente influencia y garantiza que se tengan debidamente en cuenta nuestros puntos de vista y los intereses de los clientes.Sin embargo, los parámetros que utiliza Durand —el equilibrio de beneficios entre los sectores financiero e industrial, la liquidez del sistema financiero y el valor de los activos— no incluyen la estructura de propiedad de las empresas. Así acaba pasando por alto uno de los fundamentos más importantes del poder financiero: la concentración sin precedentes de la propiedad del capital industrial en manos de las tres grandes empresas de gestión de activos.
Como resultado, la evaluación de Durand sobre el declive de la hegemonía financiera se queda corta. Aunque la QE fue esencial para la formación inicial del capital financiero, su existencia y dominio no dependen necesariamente de su continuidad. En el contexto actual de volatilidad de mercados y QT, es probable que los fondos pasivos relativamente seguros, diversificados y de costo extremadamente bajo gestionados por las gigantescas empresas de gestión de activos sigan siendo competitivos. De hecho, estos fondos han seguido creciendo con fuerza, a punto de superar este año a los fondos de gestión activa en todo el mundo. Aunque los beneficios de las empresas de gestión de activos han disminuido y las entradas en fondos pasivos de renta variable se han ralentizado, como cabría esperar en un mercado bajista, la continuación de la concentración y centralización de la propiedad sugiere que el poder de estas empresas en realidad está aumentando, no deteriorándose.
Capital financiero, capital industrial y globalización
La formación del capital financiero también ha reforzado el consenso entre la clase capitalista en torno a la globalización. Contrariamente a algunas ilusiones, estos «propietarios universales» no pueden liderar la descarbonización de la economía ni servir de base para un nuevo compromiso de clase socialdemócrata en torno a la expansión del Estado del bienestar. Lejos de mostrar una voluntad de sacrificar la rentabilidad de las empresas individuales al servicio del interés general del sistema en su conjunto, obligándolas a «internalizar las externalidades» las empresas de gestión de activos tienen un incentivo para maximizar la competitividad de las empresas de cartera individuales. En la medida en que la competitividad de las empresas está ligada a la libre movilidad del capital —lo que permite a las empresas hacer circular la inversión por todo el mundo en busca de los mayores rendimientos— los intereses de las empresas de gestión de activos también están ligados a esto.
La profundización de la globalización a través de la eliminación de las barreras a la movilidad del capital, especialmente la liberalización de los tipos de cambio y los controles de capital, potenció las finanzas y ayudó a resolver la crisis de los años setenta al contribuir al restablecimiento de la rentabilidad de las empresas industriales. La construcción por parte de las empresas multinacionales de redes transfronterizas flexibles y dinámicas de producción e inversión dependía de la creación de una arquitectura financiera integrada internacionalmente y dominada por las grandes instituciones financieras estadounidenses.
La globalización del capital significó, por lo tanto, que las finanzas se convirtieron en un elemento más central de la estructura de acumulación y más poderoso políticamente. Sin embargo, como las propias corporaciones no financieras se beneficiaron de ello, acabaron aceptando el dominio de las finanzas. Los intereses del capital financiero e industrial se entrelazaron cada vez más durante la era neoliberal.
La financiarización se afianzó aún más con la profunda reestructuración de las corporaciones no financieras durante este periodo. A través de una serie de respuestas adaptativas a los retos planteados por la diversificación y la globalización, los altos directivos se convirtieron cada vez más en inversores, haciendo circular el dinero-capital entre divisiones, operaciones e instalaciones corporativas competidoras en función de su capacidad para generar rendimientos monetarios.
Mientras que la inversión estaba centralizada, el control operativo estaba descentralizado en unidades de negocio autónomas que competían por la inversión de los altos ejecutivos. Esta formación de mercados de capitales dentro de la misma corporación mejoró la disciplina hacia la reducción de costes, la eficiencia y la maximización de beneficios. Por tanto, la diferencia entre empresas financieras y no financieras se difuminó, ya que la fusión de capital bancario e industrial —capital financiero— se consolidó dentro de la propia empresa no financiera.
Lejos de tener sus raíces en «el agotamiento de la dinámica productiva», la financiarización y la globalización permitieron la restauración del dinamismo industrial. En este contexto, la insinuación de Durand de que la inversión nacional es «productiva», a pesar de estar obstaculizada en ese momento por una compresión de beneficios, en contraste con la inversión aparentemente improductiva o especulativa en «cadenas de producción globalizadas» —que admite que permitieron la explotación de «mano de obra más barata» y aportaron «mayores rendimientos»— es confusa. En efecto, Durand parece identificar todo el proceso de globalización como simplemente improductivo. Aunque tiene razón en que este proceso llevó a las empresas a depender de los derivados para gestionar los riesgos asociados a la producción globalizada, esto sólo demuestra lo críticos que son estos instrumentos financieros para la producción y, por tanto, señala los problemas de considerarlos simplemente «capital ficticio».
En cualquier caso, la financiarización de las corporaciones no financieras no comenzó simplemente en el periodo neoliberal, sino en plena «Edad de Oro» del capitalismo. No fue espoleada por el declive industrial, sino por la acumulación de grandes reservas de beneficios no distribuidos por parte de las corporaciones industriales, resultado en parte de la escasa disciplina de los inversores sobre estas empresas altamente rentables. En lugar de dejar que estas reservas de efectivo permanecieran ociosas, las empresas industriales las hicieron circular como capital remunerado, convirtiéndose en la década de 1960 en los mayores prestamistas en los mercados de papel comercial. Las empresas industriales fueron también las mayores prestatarias en estos mercados, que sirvieron como importante fuente de financiación para las operaciones industriales. De este modo, la financiarización permitió la redistribución de los beneficios acumulados por las grandes empresas en toda la economía, apoyando la rentabilidad industrial.
Por tanto, es incorrecto afirmar que la hegemonía financiera surgió como resultado de la disminución de los beneficios industriales, que supuestamente llevó a los capitalistas a desviar la inversión hacia los servicios financieros especulativos. Las décadas neoliberales posteriores de hegemonía financiera tampoco se han caracterizado por la disminución de los beneficios empresariales, la inversión o el gasto en investigación y desarrollo (I+D). Fue durante las décadas de 1980 y 1990 cuando surgieron las empresas punteras de alta tecnología que hoy dominan el mercado mundial, como Apple y Microsoft. De hecho, el gasto en I+D creció como porcentaje del PIB durante toda la era neoliberal.
Mientras tanto, la inversión empresarial aumentó drásticamente en relación con el PBI, desviándose significativamente de la norma de la posguerra. Y este aumento de la inversión produjo un tremendo auge en la masa de beneficios corporativos no financieros. Aunque los beneficios financieros crecieron más rápidamente, esto no se produjo a expensas de la inversión industrial, la rentabilidad o la competitividad.
Sin duda, la hegemonía financiera se refleja en la mayor parte del superávit capturado por las instituciones financieras a través de la recompra de acciones y los dividendos. Pero esto no es en absoluto un signo de declive industrial. Al contrario, el hecho de que las empresas estén obteniendo grandes beneficios, en parte como resultado de la reestructuración financiera, significa que pueden tanto reinvertir en la producción como devolver a los accionistas el efectivo que no necesitan. Estas ganancias financieras pueden reinvertirse en otros sectores.
En los años de la posguerra, las propias empresas industriales hacían circular el excedente de efectivo como capital remunerado, obteniendo rendimientos financieros; hoy en día, también distribuyen una parte de sus elevados beneficios a los financieros para que los inviertan en toda la economía. Ninguna de las dos cosas representa un capitalismo más disfuncional; la diferencia refleja simplemente la estructura cambiante de la organización empresarial y el poder de la clase capitalista.
El auge de las finanzas no es un síntoma de declive industrial, sino una condición para la competitividad industrial. A medida que la financiarización facilitaba el movimiento de capitales dentro y fuera de sectores, instalaciones y países, se intensificaban las disciplinas competitivas para maximizar los rendimientos en todas las inversiones. La interpenetración del capital financiero e industrial pone de relieve lo problemático que resulta considerar las finanzas como un «peso muerto» del capitalismo, y hace difícil imaginar cómo podría revertirse la financiarización.
El fin de la hegemonía financiera
La «encrucijada financiera» de Durand, en la que la aplicación por parte de los bancos centrales de una política monetaria restrictiva o la continuación de una inflación de nivel medio equivale a «una elección entre la apoplejía y la agonía a cámara lenta», parece en gran medida imaginaria. Por una parte, Durand no logra demostrar de forma convincente que la inflación esté arraigada y que la combinación de la disminución del valor de los activos en relación con los beneficios industriales no sea meramente cíclica. De hecho, hoy la inflación parece estar remitiendo.
No obstante, Durand tiene razón al destacar la posible disyuntiva a la que se enfrentan los bancos centrales entre controlar la inflación, por un lado, y mantener la estabilidad financiera y la apreciación de los precios de los activos, por otro. Pero no hay razón para creer que los bancos centrales no puedan sortear tales contradicciones, evitando una crisis a gran escala y manteniendo al mismo tiempo la política general de endurecimiento monetario para reducir la inflación. En este sentido, si Durand sobreestima la insolubilidad del dilema entre estabilidad monetaria y de precios, al tiempo que subestima las capacidades y la autonomía de los bancos centrales, así como la importancia de controlar la inflación para un capitalismo global financiarizado.
Tampoco existe una contradicción clara entre el régimen actual del capital financiero y la QT. De hecho, el consejero delegado de BlackRock, Larry Fink, pidió un endurecimiento monetario e insistió en que la Reserva Federal tendría que cambiar de política antes de que lo hiciera el presidente de la Fed, Jerome Powell (quien insistía en ese momento en que la inflación era meramente «transitoria», y que no había necesidad de una fuerte subida de tipos). Esta es precisamente la dinámica inversa a la que cabría esperar del argumento de Durand: los banqueros centrales presionando para que continúe el dinero fácil y las poderosas firmas financieras pidiendo un endurecimiento. Hay razones estructurales por las que los gestores de activos querrían controlar la inflación, la primera de las cuales es que dependen de la competitividad de las empresas industriales que poseen.
BlackRock y otros gestores de activos no sólo gestionan fondos de renta variable, sino que también son instituciones centrales dentro del sistema bancario en la sombra. Si los beneficios que estas empresas obtienen de sus fondos de renta variable se han visto mermados por la caída de las cotizaciones bursátiles, resultado del endurecimiento, sus operaciones de gestión de tesorería y otras inversiones se han vuelto simultáneamente más rentables, aunque éstas representen una proporción menor de los ingresos totales.
Por lo tanto, hay muchas razones para creer que las Tres Grandes saldrán del actual mercado bajista con una posición aún más fuerte. Aunque los beneficios hayan descendido temporalmente, no están en absoluto en un nivel de crisis, y se apoyan en la diversificación de sus participaciones y operaciones; mientras tanto, estas empresas siguen acumulando activos y poder de propiedad.
Ciertamente, existe el riesgo de que el endurecimiento monetario provoque una crisis de liquidez o un desplome bursátil que derive en un pánico financiero generalizado. Pero las finanzas bien podrían salir de una crisis en una posición tan o más fuerte que la actual, como ocurrió después de 2008. Para empezar, esto presumiblemente pondría fin al actual brote de inflación. Y aunque una crisis de este tipo exigiría una intervención estatal extraordinaria, no hay razón para concluir que superaría las capacidades de los bancos centrales.
El problema más general de sugerir que la hegemonía financiera se está derrumbando por sí sola es que nos impide pensar seriamente en cómo hacer frente a los obstáculos muy reales que las finanzas plantean para las luchas de la clase trabajadora o por el medio ambiente. Del mismo modo, enmarcar las finanzas como meramente «ficticias» o como un «peso muerto» puede implicar —como argumenta explícitamente William Lazonick, Elizabeth Warren y otros socialdemócratas— q ue el capitalismo industrial «productivo» puede restaurarse simplemente frenando a un sector financiero corrosivo.
Pero simplemente no es posible separar a los capitalistas industriales, que supuestamente han sido víctimas de la financiarización, de los capitalistas financieros que se dice que se han beneficiado de ella. El efecto de esa operación, en ambos casos, implicaría restar importancia al reto y a la urgencia de abordar los daños sociales y medioambientales infligidos por el capitalismo global y a la necesidad de construir una alternativa.
Muchas gracias por tus artículos, siempre nos mantienes informado.
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