Una mirada no convencional al modelo económico de la globalización, la geopolítica, y las fallas del mercado
lunes, 29 de julio de 2024
El plan económico laborista carece de ambición keynesiana
Robert Skidelsky, Project Syndicate
El actual clima económico de aversión al riesgo exige un aumento de la inversión pública para atraer al reticente capital privado. Pero la insistencia del Primer Ministro británico, Keir Starmer, en atenerse a estrictas normas fiscales pone en duda su capacidad para sacar al Reino Unido de su malestar económico.
En un reciente discurso, la nueva Ministra de Hacienda del Reino Unido, Rachel Reeves, reiteró su compromiso con las "reglas fiscales". Estas reglas exigen que "el presupuesto actual debe entrar en equilibrio" y que "la deuda [nacional] debe estar disminuyendo como proporción de la economía para el quinto año [del gobierno laborista]". Esto implica reducir la ratio deuda/PIB desde su nivel actual del 100% en un plazo de cinco años y eliminar el déficit presupuestario, que se sitúa en 121.000 millones de libras (157.000 millones de dólares), o el 4,4% del PIB.
Al mismo tiempo, los laboristas se han comprometido a evitar importantes subidas de impuestos. En su lugar, el gobierno ha optado por ajustes menores, como la abolición de la exención fiscal "non-dom" para las personas que viven en el Reino Unido pero declaran una residencia permanente en otro país, la imposición de un impuesto sobre el valor añadido del 20% sobre las tasas de las escuelas privadas, y el cierre de lagunas fiscales.
Por consiguiente, el Gobierno debe impulsar el crecimiento económico para cumplir sus objetivos de reducción del déficit y la deuda. Aunque los laboristas pretenden aumentar el crecimiento anual del PIB hasta el 2,5% (desde una media del 1,1% entre 2008 y 2023), para lograrlo es necesario aumentar la inversión pública. En particular, el Reino Unido gasta actualmente menos que la mayoría de los países del G7.
Para cambiar esta situación, el Gobierno tiene previsto invertir fuertemente en la transición ecológica a través de la nuevamente establecida Great British Energy y de un Fondo Nacional de la Riqueza previsto. Pero dado que sus estrictas normas fiscales limitarán inevitablemente la inversión pública, la agenda económica laborista es más una apuesta por el crecimiento que una estrategia para el crecimiento.
El énfasis de los laboristas en las reglas fiscales representa el último capítulo del continuo tira y afloja británico entre reglas fiscales y discrecionalidad. Durante la época victoriana, la política económica británica se basó en tres pilares principales: el patrón oro, que obligaba al Banco de Inglaterra a convertir sus billetes en oro a un precio fijo y a petición del público; la regla del equilibrio presupuestario, que garantizaba que los ingresos cubrieran siempre el gasto público; y la llamada "regla del préstamo", que establecía un fondo de amortización anual para retirar la deuda, contraída principalmente durante las guerras. Los economistas de la época consideraban que la guerra era el principal motor de la acumulación de deuda.
Pero estos pilares del "dinero sano" se derrumbaron en la primera mitad del siglo XX tras las dos guerras mundiales, la Gran Depresión y la ampliación del derecho de voto. Aparece John Maynard Keynes y la economía de la discreción. Según la teoría de la preferencia por la liquidez de Keynes, cuando el futuro es incierto, la gente suele preferir mantener sus activos líquidos en lugar de comprometerse con proyectos que generarían beneficios en una fecha futura indeterminada.
Keynes creía que los auges económicos sólo se producían durante periodos de exuberancia irracional y que el estado normal de la economía capitalista era de "equilibrio de desempleo". La solución no radicaba en "abolir los auges y mantenernos así permanentemente en una semi depresión", sino en "abolir las depresiones y mantenernos así permanentemente en un cuasi auge". El mecanismo para lograrlo era la inversión autónoma del Estado, que cubriría la brecha entre lo que los bancos estaban dispuestos a prestar y lo que los prestatarios estaban dispuestos a invertir.
Las políticas económicas keynesianas eran discrecionales: los tipos de cambio fijos se convirtieron en "paridades ajustables", la política presupuestaria dependía de los niveles de empleo y el gobierno decía al Banco de Inglaterra qué tipos de interés debía fijar. A pesar de depender de aumentos masivos del gasto público para hacer frente a las crecientes prestaciones sociales, la era keynesiana resultó ser un gran éxito. Desde mediados de los años cuarenta hasta mediados de los setenta, el Reino Unido disfrutó de pleno empleo, tasas de crecimiento anual medias del 2-3%, aumento del PIB per cápita e inflación estable. Como remarcó el Primer Ministro Harold Macmillan en 1957, los británicos "nunca lo habían pasado tan bien".
La situación empezó a deteriorarse a finales de los años sesenta. Aunque podría decirse que fue el resultado de choques externos como la guerra de Vietnam y la cuadruplicación de los precios del petróleo, y no de la arrogancia de los responsables políticos keynesianos, la inflación desorbitada y el creciente desorden industrial acabaron por sentar las bases del monetarismo de Milton Friedman y el retorno de las reglas fiscales. La política monetaria se confiaría a bancos centrales independientes encargados de garantizar una inflación baja y estable. Sin reglas fiscales estrictas, argumentaba una nueva generación de economistas políticos, una democracia competitiva conduciría inevitablemente a un gasto público excesivo. Por consiguiente, el presupuesto debía estar "equilibrado a lo largo del ciclo económico" y la deuda pública en porcentaje del PIB debía mantenerse baja.
Estas nuevas reglas, esencialmente versiones modificadas de los principios de la era victoriana, condujeron a dos décadas razonablemente buenas en los años 1990 y 2000. Pero entonces llegó el gran crack financiero de 2007-08, del que la economía británica y la mayoría de sus homólogas europeas nunca se han recuperado del todo.
Parece que, tanto si se intenta estabilizar las economías mediante la discreción a lo Keynes como mediante reglas a lo Friedman, al final se acaba metiendo la pata. Las promesas de "poner en marcha la economía" van seguidas invariablemente de crisis económicas. No hay una explicación clara para ello, salvo quizás que la mediocridad es el destino de la humanidad.
Dos reflexiones son pertinentes para el dilema de Rachel Reeves. Gran Bretaña no sufre de falta de dinero - el sistema financiero está inundado del dinero creado por la flexibilización cuantitativa - sino de falta de inversión. El clima actual de aversión al riesgo puede interpretarse como una reivindicación de la historia de la preferencia por la liquidez de Keynes. Por tanto, la inversión pública es necesaria para "atraer" la inversión privada reacia.
El otro punto crucial es la geopolítica. El keynesianismo estadounidense que fracasó durante la guerra de Vietnam era un "keynesianismo militar": el endeudamiento y el aumento de la deuda estaban justificados por las exigencias de la guerra fría y la carrera armamentística con la Unión Soviética. Las normas fiscales estaban subordinadas a la necesidad de "contener" al enemigo, y las exigencias de seguridad nacional siempre disponían de amplios recursos.
La misión declarada de los laboristas es hacer que Gran Bretaña sea más verde. Sospecho que acabará centrándose en hacer el país más seguro en lugar de más verde, con préstamos para "poner en marcha a Gran Bretaña" justificados no por motivos económicos sino en nombre de la seguridad nacional.
Es una perspectiva desalentadora. Dada la historia del debate entre normas y discreción, es difícil creer en el nuevo amanecer prometido por el Primer Ministro británico Keir Starmer.
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