Aleardo Laría Rajneri, elcohetealaluna.com
El nacionalismo orgánico como origen del problema
Hannah Arendt (1908-1975) ha sido una de las intelectuales judías más importantes del siglo XX. Sus obras, tituladas «Los orígenes del totalitarismo» (1951), «La condición humana» (1958) y «Sobre la revolución» (1963), la sitúan como una de las pensadoras más relevantes en el mundo académico occidental. Su libro más polémico, «Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal» (1961), es una muestra de su capacidad para articular un análisis independiente y provocador, en el mejor sentido de la expresión. Consideraba que la “solución final” ideada por Hitler desafiaba toda racionalidad, porque esa maldad era “banal” en el sentido de que no tenía raíces profundas y se había basado simplemente en ignorar la condición humana de los judíos. Por ese motivo, sostenía que el juicio contra Eichmann no debería haberse construido sobre la acusación de un crimen “contra el pueblo judío”, sino “contra la humanidad”. Afirmaba que el derrumbe espiritual de Europa era consecuencia de haberse plegado frente al sangriento ídolo de la raza.
En época más reciente, bajo el título de «Escritos judíos» (Paidós, 2009), se ha publicado una recopilación de notas periodísticas escritas al final de la década del ‘40 dedicadas a la cuestión palestina. Hannah Arendt había abandonado Alemania, su lugar de nacimiento, en 1937 luego de un breve arresto, motivo por el que las autoridades germanas le habían retirado la ciudadanía. Refugiada en Francia, colaboró con el movimiento sionista en la ayuda a los judíos que huían del nazismo, facilitando su traslado a Palestina. Retenida luego en un campo de refugiados, consiguió huir y partir hacia Estados Unidos en 1941. A partir de 1943, luego de romper con el sionismo, publicó numerosas notas que fueron recogidas en la revista Aufbau de los alemanes judíos, que son los textos que se reproducen en el libro que hemos mencionado.
Lo que Hannah Arendt denomina el pecado original del movimiento sionista es el nacionalismo orgánico promocionado por Theodor Herzl, que consideraba el Estado-nación como la única alternativa que ofrecía la modernidad para el desarrollo de los grupos humanos. En opinión de Arendt, “la acción política judía significaba para Herzl encontrar un lugar en la inamovible estructura de esa realidad, un lugar donde los judíos estuvieran a salvo del odio y la posible persecución. Un pueblo sin país tendría que huir a un país sin pueblo; allí los judíos, sin la carga de las relaciones con otras naciones, podrían desarrollar su propio organismo aislado.[…] No se daba cuenta de que el país con el que soñaba no existía, que no había ningún lugar en la Tierra donde el pueblo pudiera vivir como el cuerpo nacional orgánico en el que pensaba y que el desarrollo histórico real de una nación no tiene lugar entre los muros cerrados de una entidad biológica”. Añadía que, “aun cuando hubiera habido un país sin pueblo y las cuestiones de política exterior no se hubieran planteado en la misma Palestina, el tipo de filosofía política profesado por Herlz habría dado lugar a graves dificultades en las relaciones del nuevo Estado judío con otras naciones”. En relación con la cuestión Palestina, consideraba que la negativa a tener en cuenta a los grupos árabes con los que la nación judía habría de coexistir inevitablemente había dado lugar a fatales desencuentros, que condenaban al futuro Estado israelí al conflicto permanente o a hipotecarse bajo la tutela de alguna potencia extranjera.
Un Estado binacional
En los artículos escritos entre 1942 y 1950, modificando una opinión anterior, se inclinó por el apoyo a las propuestas de un Estado binacional formuladas por Judah L. Magnes, presidente de la Universidad Hebrea y del Partido Ihud (Unidad). Para Magnes, “una Palestina binacional podría llegar a ser una antorcha de paz en el mundo”. En la visión de Arendt, el derecho a ocupar unas tierras en Palestina no derivaba de unos “derechos históricos”, adquiridos 2.000 años antes, sino más bien de ofrecer un modelo alternativo al Estado-nación bajo nuevas formas políticas y sociales. En la nota «Salvar a la patria judía», consideraba que los kibbutzin habían dado lugar a “una nueva forma de propiedad, un nuevo tipo de explotación agraria, una nueva forma de vida familiar y de educación infantil, así como nuevas maneras de abordar los embarazosos conflictos entre la ciudad y el campo, entre el trabajo rural y el industrial”. Añadía que “el autogobierno local y los consejos mixtos judío-árabes, a nivel municipal y rural, en pequeña escala y tan numerosos como sea posible, constituyen las únicas medidas políticas realistas que pueden conducir finalmente a la emancipación política de Palestina”. Esta nueva comunidad democrática ofrecía “una esperanza de soluciones que serán aceptables y aplicables, no sólo en casos individuales, sino también para la gran masa de los hombres de cualquier lugar cuya dignidad y humanidad se ven tan seriamente amenazados por las presiones de la vida moderna y sus problemas no resueltos”. Pero para alcanzar estos resultados, Arendt consideraba que era indispensable integrar también a la población árabe: “La idea de la cooperación judeo-árabe, aunque nunca se ha hecho realidad en escala alguna y hoy parece estar más lejos que nunca, no es un ensueño idealista, sino la escueta afirmación del hecho de que, sin ella, toda la aventura judía está condenada”.
Cuando la Organización Sionista Mundial —en el congreso de Atlantic City celebrado en octubre de 1944— hizo público un manifiesto por el que declaraba la voluntad de establecer “una comunidad judía libre y democrática” que “abarcase de forma indivisible e íntegra la totalidad de Palestina”, Hannah Arendt escribe una nota crítica titulada “El sionismo, una retrospectiva”. En esta, considera que “la resolución de Atlantic City ni siquiera menciona a los árabes, de modo que estos sólo pueden elegir entre la emigración voluntaria o su transformación en ciudadanos de segunda clase”. Señala que “estos objetivos relativos a la futura constitución política de Palestina coinciden totalmente con los objetivos de los sionistas extremistas” y que la resolución de Atlantic City “asesta un golpe mortal a los partidos judíos de Palestina que han predicado incansablemente la necesidad de un entendimiento entre árabes y judíos”.
Arendt escribirá otro texto en 1950 bajo el título “¿Paz o armisticio en Cercano Oriente?”, en el que continúa llamando a un entendimiento entre árabes y judíos. Allí considera que “el proyecto sionista habría de conducir a una crisis moral y política” marcada por “el terrorismo y el aumento de los métodos totalitarios que se toleran en silencio y se aplauden en secreto”. De este modo se exacerbaría el antisemitismo en el mundo y se habría perdido una oportunidad de ofrecer una solución para las décadas venideras. Expresa la esperanza de que la ONU escuche las proposiciones de Magnus basada en la federación de pequeños consejos judeo-árabes locales fortalecidos por el respaldo provisional de una administración fiduciaria, lo que suponía una solución más atractiva que la simple partición. Sostenía que “la necesidad del entendimiento judeo-árabe puede demostrarse mediante factores objetivos; su posibilidad es casi enteramente cuestión de sabiduría política subjetiva y de personalidades. Su necesidad, basada en consideraciones económicas, militares y geográficas, se dejará sentir a largo plazo o, acaso, cuando sea demasiado tarde”.
Sus opiniones han resultado premonitorias: “La esterilidad cultural y política de las pequeñas naciones completamente militarizadas ha quedado suficientemente probada por la historia. A largo plazo, sin embargo, el Cercano Oriente, castigado por la pobreza, subdesarrollado y desorganizado, necesita la paz tan perentoriamente como los judíos; necesita la cooperación judía para llegar rápidamente a tener la fuerza que impida un vacío de poder y asegure su independencia. En términos de política internacional, el peligro de esta pequeña guerra entre dos pequeños pueblos es que inevitablemente tienta y atrae a las grandes potencias a inmiscuirse, con el resultado de que los conflictos actuales estallen porque pueden ventilarse mediante combatientes interpuestos”. Por lo tanto, sostenía que “las buenas relaciones entre judíos y árabes dependerán de un cambio de actitud recíproca, de un cambio en la atmósfera reinante en Palestina y Cercano Oriente, no necesariamente de una fórmula”. En relación con las guerras que habían provocado el problema de los refugiados, consideraba que “independientemente de cómo se produjo su éxodo (como consecuencia de la propaganda árabe sobre las atrocidades judías, o de las atrocidades reales, o de ambas cosas), su huida de Palestina, preparada por los planes sionistas de traslados de población a gran escala durante la guerra y seguida por la negativa israelí a readmitir a los refugiados en su antiguo hogar, hizo que la vieja queja árabe contra el sionismo resultara finalmente verdadera: los judíos no pretendían otra cosa que expulsar a los árabes de sus hogares. Lo que había sido el orgullo de la patria judía, a saber, que no se había basado en la explotación, se convirtió en una maldición cuando llegó la prueba definitiva: la huida de los árabes no habría sido posible ni habría sido bien recibida por los judíos si hubieran vivido en una economía común”.
Buscaba una explicación ante “el fracaso judío y árabe a la hora de ver a un vecino como un ser humano concreto”. En su opinión, una de ellas era que “los judíos están convencidos, y así lo han anunciado muchas veces, de que el mundo —o la historia, o una moralidad de orden superior— les debe una reparación por las injusticias causadas durante dos mil años y, más concretamente, una compensación por la catástrofe de los judíos europeos, que en su opinión no fue simplemente un crimen de la Alemania nazi, sino de todo el mundo civilizado. Los árabes, por otro lado, replican que dos injusticias no hacen una acción justa y que “ningún código moral puede justificar la persecución de un pueblo en el intento de reparar la persecución de otro”.
Como señala Hannah Arendt, sólo una voz llegó a alzarse en protesta contra el tratamiento israelí de la cuestión de los refugiados árabes. Fue la voz de Judah L. Magnes, quien escribió una carta al director de Commentary en octubre de 1948 invocando su condición de judío y sionista para manifestarse avergonzado por el tratamiento inferido a los refugiados. Sus palabras mantienen plena actualidad: “Es lamentable que los mismos hombres que podrían señalar la tragedia de los desplazados judíos como el principal argumento en favor de la inmigración en masa a Palestina hayan de estar ahora dispuestos, por lo que el mundo conoce, a contribuir a la creación de una nueva categoría de desplazados en Tierra Santa”.
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