Alejandro Nadal, La Jornada
En marzo de 2008 el banco de inversión Bear Stearns cayó en quiebra. Sus niveles de apalancamiento y exposición en vehículos de alto rendimiento (que no eran otra cosa que créditos hipotecarios incobrables) lo habían llevado a la bancarrota. La Reserva Federal (Fed) presionó a JP Morgan y le prestó 30 mil millones de dólares (mmdd) para que adquiriera Bear Stearns pagando dos dólares por acción (cuando se habían cotizado en 133 un año antes). El objetivo era evitar la quiebra de otros bancos de inversión, como Merryll Lynch y Lehman Brothers, que también estaban fuertemente comprometidos.
En este mundo, en el que prevalece lo efímero, se podría pensar que la historia de Bear Stearns ya no tiene interés. Pero la realidad es que no es un aniversario cualquiera. Se trata de un hecho cargado de mensajes sobre la naturaleza cambiante del capitalismo y las crisis que parecen su rúbrica. Es también algo que debe provocar el análisis sobre las relaciones entre mercados en general y mercados financieros en especial. Esta reflexión no debe ser un mero ejercicio de contemplación académica, sino una búsqueda de caminos para evitar una debacle de mayor amplitud que la de 2008.
El rescate de Bear Stearns iba contra todo lo que preconiza el evangelio del neoliberalismo: en lugar de dejar que se aplicara la disciplina del mercado, la Reserva Federal intervino para mitigar los daños de la caída. Al final, el rescate no pudo detener la debacle. Seis meses después de la adquisición por JP Morgan, el banco Lehman Brothers también tuvo que declararse en quiebra, pero esta vez la Fed decidió que no habría rescate. El derrumbe de Lehman provocó un terremoto en el sistema financiero mundial.
El mercado y el Estado son presentados comúnmente como entidades separadas e incluso antagónicas. Los ignorantes portavoces del neoliberalismo quieren hacer creer que el mercado surge espontáneamente en un proceso de evolución natural. Al mismo tiempo, popularizan la visión de que el Estado es un ogro invasivo capaz de distorsionar el funcionamiento eficiente de los mercados. En esta visión del mundo, se supone que las leyes imponen un marco de certidumbre al evitar la arbitrariedad. Pero cuando la crisis amenaza la estabilidad de todo el sistema, el Estado y entidades como la Reserva Federal intervienen con gran arbitrariedad. Todo esto ha erosionado el estado de derecho, la legitimidad del Estado y ha consagrado el engaño como esencial en las operaciones mercantiles.
Ahora tenemos un coctel explosivo. Después del colapso financiero, el sistema de préstamos interbancarios se congeló (2008-2012). El rescate de bancos y grupos corporativos mediante la política fiscal no fue suficiente para dar confianza al sistema financiero. La Fed inauguró entonces su postura de flexibilidad cuantitativa, que intensificó la compra de activos en poder de los bancos. Como bien había analizado Hyman Minsky años atrás, al estallar la crisis los bancos buscaron liquidar los activos que tenían en garantía de los préstamos otorgados y eso provocó el colapso del valor de esos activos: la intervención de la Reserva Federal estaba dirigida a contener esa caída de precios. Todo eso contribuyó a calmar los ánimos en los mercados financieros, pero a un costo que entraña nuevos peligros. La composición de los activos de la Fed así lo demuestra. En 2009, la Reserva Federal no tenía entre sus activos ni un título respaldado por hipotecas. Hoy, 40 por ciento de éstos se compone de ese tipo de activos (y no se sabe cuántas de esas hipotecas son de mala calidad).
Por otra parte, el volumen astronómico de liquidez inyectado por la Fed en el sistema bancario ha servido para promover la creación de una nueva burbuja especulativa. En efecto, la flexibilidad cuantitativa inyectó más de 4.4 billones (castellanos) de dólares en el sistema financiero. Esos recursos debían servir para reactivar la economía real, pero el banco central sólo opera mediante el mundo financiero, y es ahí donde se quedó estacionada la liquidez creada por la flexibilidad cuantitativa. El testigo de este fenómeno es el crecimiento de los índices bursátiles más importantes. La especulación y los grandes vicios del proceso de financiarización de la economía real siguen como antes de la crisis de 2007-2008.
Los esfuerzos por establecer una regulación robusta para el sistema bancario y financiero mediante la ley Dodd-Frank (2010) fueron demasiado tibios. Pero hoy, hasta los demócratas contribuyen con la agenda de desregulación y debilitamiento de esa ley. Y con los efectos de la superburbuja en los mercados financieros estamos en presencia de una mezcla tóxica.
La suerte del capitalismo se juega estos años. Cuarenta años de neoliberalismo a escala planetaria han dejado una cicatriz que no desaparece fácilmente. Son décadas de creciente dominio del sector financiero sobre la economía, de un fuerte castigo al gasto social y una represión de los salarios. El décimo aniversario de Bear Stearns nos recuerda que quizás estamos frente a un cambio de esencia en el capitalismo.
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