Alejandro Nadal, La Jornada
Ya casi nadie habla del Brexit, la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE). Para muchos esa ya no es noticia y después de la tormenta del referendo de junio de 2016, cuando el electorado decidió abandonar la UE, parece que las aguas han vuelto a su cauce normal. Pero las apariencias engañan. Debajo de la aparente calma hay varios volcanes preparándose para hacer erupción. Se ha escrito mucho sobre las razones que explican el resultado del referendo. Pero todavía falta mucho que analizar sobre las consecuencias de ese sufragio de dimensiones telúricas.
Durante la campaña anterior al referendo, el entonces primer ministro David Cameron luchó ferozmente por la permanencia en la Unión Europea. Pero a pesar de lanzar mensajes alarmistas sobre un supuesto colapso económico en caso de ganar el voto negativo, no pudo convencer a unos electores cansados de años de política neoliberal y ávidos de buscar chivos expiatorios. Hoy la libra esterlina permanece un 15 por ciento por debajo del valor que tenía antes del referendo con respecto del euro, pero la economía no sufrió un colapso (todavía). De todas maneras, es importante recordar que la votación en el Reino Unido fue fragmentada. Inglaterra y Gales votaron en favor de abandonar la UE. Pero Escocia e Irlanda del Norte rechazaron la salida y votaron de manera decisiva en favor de permanecer en la Unión Europea. Al día siguiente del referendo Cameron debió renunciar y en su lugar quedó Teresa May, quien había fungido como secretaria del interior.
Pero el gobierno conservador quedó debilitado. May estaba en favor de la permanencia en la UE, pero ahora no le ha quedado más remedio que encabezar el gobierno que instaurará el retiro. Intentando fortalecer su posición en las negociaciones que se avecinaban, May convocó sorpresivamente a unas elecciones el pasado 8 de junio, las cuales le resultaron muy desfavorables. Para permanecer en el poder, la primer ministra debió pactar con el minoritario y retrógrado partido DUP de Irlanda del Norte.
En marzo pasado la primer ministra May escribió al presidente del Consejo Europeo (el polaco Donald Tusk) informando de su decisión de invocar el artículo 50 del Tratado de Lisboa (hoy, uno de los pilares centrales de la arquitectura jurídica de la Unión Europea). Ese precepto establece que cualquier miembro de la unión puede salirse si así conviene a sus intereses. Para hacerlo se requiere notificar al Consejo Europeo e iniciar las negociaciones necesarias para llegar a un acuerdo de salida en un término no mayor de dos años. Transcurrido ese plazo, los tratados que integran la matriz de relaciones de la UE dejarán de tener vigencia en el país en cuestión. El plazo puede extenderse con la aprobación unánime de todos los miembros de la unión.
Todo parece bien reglamentado. Pero el plazo de dos años no es suficiente para redefinir 40 años de relaciones económicas. La multitud y complejidad de asuntos a ser negociados es abrumadora e incluye aranceles y regulaciones ambientales, normas técnicas, tránsito de personas, inmigración, la jurisdicción de la Corte Europea y, desde luego, el delicado tema del pago de compromisos financieros adquiridos durante los cuarenta y cuatro años de membresía en la UE.
El 19 de junio comenzaron las negociaciones para el equipo negociador inglés. Si May se había hecho algunas ilusiones sobre el proceso, éstas se disiparon rápido. Los negociadores de la UE tienen instrucciones de no hacer fácil el proceso para Londres. En Bruselas hay temores de que otros países (como Holanda o Dinamarca) se sientan tentados de seguir el ejemplo del Brexit. La mejor manera de evitar ese escenario es elevando el costo para el Reino Unido.
El impacto de Brexit sobre la industria del Reino Unido será resentido en cada rama de actividad. Pero quizás uno de los efectos negativos más importantes será el que sufrirá la actividad bancaria. Al perder su derecho de pasaporte, los bancos domiciliados en el Reino Unido también verán su libertad para realizar operaciones en toda la UE. Muchos bancos internacionales encontrarán más conveniente simplemente mudarse a Francfort o a París. Aunque eso no va a ocurrir de la noche a la mañana, el éxodo de bancos y otras empresas en el sector financiero seguramente se va a producir a lo largo del proceso de negociaciones. Muchas instituciones han comenzado a elaborar planes para enviar personal a otras ciudades en la UE. Por ejemplo, HSBC ha anunciado que planea enviar más de mil empleos a su sede en París y el banco UBS también ha dado conocer planes para transferir entre mil y 5 mil empleos de Inglaterra a la UE. El impacto sobre el Reino Unido de esta gradual migración hacia las ciudades de Europa será significativo, sobre todo si se toma en cuenta la contribución del sector financiero al PIB (alrededor de 10 por ciento del PIB) y a la recaudación fiscal (unos 90 mil millones de dólares el año pasado). La semana entrante analizaremos el impacto de Brexit sobre el sector financiero con base en el Reino Unido.
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