Paul Mason, Sin Permiso
Una de las ventajas de tener una élite global es que ellos al menos saben lo que está pasando. Nosotros, las masas engañadas, puede que tengamos que esperar decenas de años hasta saber quiénes son los pedófilos en puestos de poder, y que banqueros son delincuentes o están en quiebra. Pero se supone que las élites lo saben en tiempo real, y que sobre esa base han de hacer predicciones precisas.
Hasta qué punto se ha vuelto esto difícil quedó demostrado la semana pasada cuando la OCDE publicó sus previsiones para la economía mundial hasta 2060. Según las mismas, ese crecimiento se ralentizará en unos dos tercios de su ritmo actual, la desigualdad aumentará de modo masivo y existe un gran riesgo de que el cambio climático empeore las cosas. Pese a todo esto, afirma la OCDE, el mundo será cuatro veces más rico, más productivo, más globalizado y tendrá mejor formación. Si uno es de los que se debaten tratando de racionalizar las dos mitades de esa previsión, no hay en ese caso que preocuparse: lo mismo le pasa a algunos de los economistas más capacitados del planeta.
El crecimiento mundial se ralentizará hasta un 2.7%, afirma este organismo de expertos con sede en París, porque el efecto derivado de alcanzar igual nivel que ha impulsado el crecimiento en el mundo en vías de desarrollo– crecimiento de la población, educación, urbanización – se irá agotando. Antes incluso de que eso pase, el semiestancamiento de las economías avanzadas significa una media global a largo plazo en los próximos 50 años de un crecimiento de sólo el 3%, lo que es poco. El crecimiento de los empleos de alta cualificación y la automatización de los empleos significa, en la proyección principal, que la desigualdad crecerá en un 30%. Hacia 2060, países como Suecia tendrán niveles de desigualdad como los que se ven actualmente en los EE. UU.: pensemos en Gary, Indiana, en el extrarradio de Estocolmo.
El conjunto de la proyección se completa con el riesgo de que los efectos económicos del cambio climático empiecen a destruir el capital, el litoral y la agricultura en la primera mitad de siglo, recortando el crecimiento del PIB mundial hasta en un 2,5% y el 6% en el sudeste asiático.
La parte más desolada del informe de la OECD no se encuentra en lo que proyecta sino en lo que da por sentado. Da por sentado, en primer lugar, un rápido aumento de la productividad, gracias a la tecnología de la información. Tres cuartos de todo el crecimiento esperado provienen de esto. Sin embargo, esa presunción es, tal como dice con un eufemismo el informe, "elevada cuando se compara con la historia reciente".
No hay absolutamente ninguna certeza de que toda la revolución de la información de los últimos 20 años vaya a derramarse en cascada en sectores aun más productivos y que creen más valor. La OCDE declaró el año pasado que, si bien Internet probablemente había impulsado la economía norteamericana hasta en un 13%, los efectos económicos más generales eran probablemente más amplios, algo imposible de medir y no captado por el mercado. El veterano economista norteamericano Robert Gordon ha sugerido que el empuje de productividad de la tecnología de la información es real, pero está ya agotado. De cualquier modo, existe un riesgo bastante elevado de que ese escaso 3% de crecimiento previsto se acerque al 1%.
Y luego está problema de las migraciones. Para que funcione el supuesto principal, Europa y los EE.UU. han de absorber cada uno 50 millones de emigrantes de aquí a 2060, y el resto del mundo desarrollado ha de absorber otros 30 millones. Sin ellos, la mano de obra y la base fiscal se contraen de tal modo que los estados quiebran.
El riesgo principal que muestra la OECD es que los países en desarrollo progresen tan rápidamente que la gente deje de emigrar. Un riesgo más evidente – tal como lo señala el voto de un 27% al Frente Nacional en Francia y las alborotadas multitudes que insultan a los inmigrantes en la frontera de California – es que no acepten la emigración las poblaciones del mundo desarrollado. Eso, sin embargo, no se considera.
Y ahora imaginemos el mundo del supuesto principal: Los Angeles y Detroit se parecen a Manila: abyectos barrios de chabolas junto a rascacielos protegidos, la mano de obra del Reino Unido, una mezcla de ancianos blancos y jóvenes emigrantes recién llegados, los empleos de ingresos medios prácticamente desaparecidos. Si naces en 2014, entonces para 2060 serás un abogado de 45 años o un camarero de 45 años. No habrá mucho entremedias. El capitalismo entrará en su cuarta década de estancamiento y entonces – si no hemos hecho nada respecto a las emisiones de carbono – empezarán a sentirse las repercusiones verdaderamente graves del cambio climático.
La OCDE le envía al mundo un mensaje claro: en lo que respecta a los países ricos, se ha terminado lo mejor del capitalismo. Para los países pobres – que hoy experimentan el oropel y la neblina de la industrialización – se habrá acabado para 2060. Si queréis mayor crecimiento, dice la OCDE, tenéis que aceptar una mayor desigualdad. Y viceversa. Hasta para alcanzar una magra tasa media de crecimiento global del 3%, tenemos que hacer "más flexible" el trabajo, y la economía más globalizada. A esos inmigrantes en desbandada sobre las vallas de Melilla, junto a Marruecos, tenemos que darles la bienvenida, en masa, a un ritmo de dos o tres millones anuales en el mundo desarrollado durante los próximos 50 años. Y tenemos que conseguir esto sin que el orden global se fragmente.
Ah, y está el problema fiscal. El informe apunta que, con la polarización entre rentas altas y bajas, tendremos que pasar – como sugiere Thomas Piketty – a los impuestos sobre la riqueza. Aquí el problema, según señala la OCDE, estriba en que los activos – ya se trate de un caballo campeón de carreras, una cuenta bancaria secreta o el copyright del logotipo de una marca – tienden a ser intangibles y a mantenerse por tanto en jurisdicciones dedicadas a esquivar los impuestos a la riqueza.
La recomendación de la OCDE – más globalización, más privatización, más austeridad, más migraciones y una tasa a la riqueza, si es que podemos conseguirla– tendrá su importancia. Pero no para todo el mundo. La lección última del informe es que, más tarde o más temprano, surgirá una alternativa al "más de lo mismo". Porque las poblaciones armadas de teléfonos inteligentes y con un acrecentado sentido de los derechos humanos, no aceptarán un futuro de elevada desigualdad y reducido crecimiento.
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