Sean Starrs, Sin Permiso
No se ha debatido sobre los datos sobre los que habría que debatir. El modo tradicional de conceptualizar el poder nacional ha sido atender a la llamada contabilidad nacional (sobre todo, al PIB, pero también a la balanza comercial, a la deuda nacional, a la participación nacional en la producción industrial mundial, etc.) y compararla con la de otras naciones. Pero en la era de la globalización, y en la medida en que las mayores empresas transnacionales del mundo realizan ahora vastas operaciones por todo el globo, esa ecuación entre contabilidad nacional y poder nacional comienza a resquebrajarse.
Anduvimos obsesionados con el declive o la persistencia del poder norteamericano en las últimas tres décadas: el ejemplo más reciente es una encuesta de Gallup que revela una creciente insatisfacción con el papel desempeñado por los EEUU en el mundo. Pero todo empezó en los 80, con una ola de declivismo desencadenada por el auge del Japón. Las ideas agoreras desaparecieron súbitamente en medio del triunfalismo de los 90, cuando los EEUU se convirtieron en la única superpotencia mundial. Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 y la invasión de Irak, muchos pensaron “imperio” era mejor apodo, con unos EEUU aparentemente capaces de reconfigurar el mundo prácticamente a su buen placer. Y luego, tan sólo unos pocos años después –¡ahí va!— el declivismo regresó recrecido, con un poder norteamericano supuestamente desplomándose como si de la última reina de Hollywood se tratara. China vino a reemplazar a Japón como potencia hegemónica ascendente, y la mayor crisis financiera mundial desde 1929 –originada en los propios EEUU— venía supuestamente a ser el último clavo en el ataúd del Siglo Norteamericano.
¿De verdad? ¿Cómo pudieron bascular tan drásticamente las opiniones sobre el poder norteamericano en el curso de estas décadas? Desde luego, las bases económicas del poder nacional son más profundas que todo eso. Y frente a esos sucesivos bandazos experimentados por el sentido común dominante en estas décadas, siempre ha habido opositores, también ahora. Pero ¿cómo es posible que los comentaristas atiendan a los mismos datos y, sin embargo, saquen conclusiones tan dispares?
Respuesta: no se ha debatido sobre los datos sobre los que habría que debatir, sobre todo ahora. El modo tradicional de conceptualizar el poder nacional ha sido atender a la llamada contabilidad nacional (sobre todo, al PIB, pero también a la balanza comercial, a la deuda nacional, a la participación nacional en la producción industrial mundial, etc.) y compararla con la de otras naciones. Así, cuando el PIB japonés crecía rápidamente entre los 60 y los 80, se equiparó eso con el auge del poder económico japonés. Lo que tenía pleno sentido en la era anterior a la globalización, cuando la producción estaba severamente contenida dentro de las fronteras nacionales y las empresas exportaban sus bienes y servicios para competir a escala planetaria. De modo que cuando los transistores “made-in-Japan” comenzaron a inundar el mercado norteamericano en los 60, eso no sólo reflejaba un incremento del PIB y de las exportaciones japoneses, sino también un incremento de la capacidad de las empresas japonesas, como Sony, para batir competitivamente a empresas norteamericanas como RCA.
Pero en la era de la globalización, y en la medida en que las mayores empresas transnacionales del mundo realizan ahora vastas operaciones por todo el globo, esa ecuación entre contabilidad nacional y poder nacional comienza a resquebrajarse. China, por ejemplo, ha venido siendo el mayor exportador mundial de productos electrónicos desde 2004, y sin embargo, eso no significa que las empresas chinas sean líderes mundiales en la electrónica. Aun cuando China dispone virtualmente del monopolio mundial en la exportación del iPhone, por ejemplo, es Apple la que recoge el grueso de los beneficios de las ventas del iPhone. Más en general, más de tres cuartos de las 200 mayores empresas que exportan desde China son extranjeras, no chinas. Lo que es de todo punto distinto a lo que ocurrió con el auge del Japón, impulsado por empresas japonesas que producían en Japón y exportaban al mundo.
A esa conclusión llegué en mi investigación recientemente publicada en International Studies Quarterly. Allí analizo las 200 mayores empresas transnacionales listadas por Forbes Global 2000, las distribuyo en 25 sectores y luego calculo la participación combinada en los beneficios de cada una de las nacionalidades representadas. El alcance de la dominación norteamericana es estupefaciente. De los 25 sectores, las empresas norteamericanas tienen la mayor participación en beneficios en 18, y dominan absolutamente (con una participación en beneficios del 38% o más) en 13 (más de la mitad). Ningún otro país llega siquiera a aproximarse a ese dominio norteamericano a todo lo largo y ancho de este vasto capitalismo global. Solo otro país, Japón, domina un sector (el de empresas comercializadoras y operadores de mercado), que es, por cierto, uno de los más pequeños entre los 25. En cambio, las empresas norteamericanas dominan particularmente en la frontera tecnológica, con cifras de superioridad asombrosos: un 84% de la participación en beneficios en hardware y software para computadoras (a pesar de que China se haya convertido desde 2011 en el mayor mercado mundial de PCs), un 89% de participación en beneficios del sector de salud y equipos y servicios sanitarios, así como un 53% en los beneficios de farmacéuticas y empresas de biotecnología. Acaso más sorprendente, la dominación norteamericana de los servicios financieros se ha incrementado desde el desplome de Wall Street en 2008, pasando de una participación en beneficios de un 47% en 2007 al increíble 66% registrado en 2013. En una palabra: a despecho de casi siete décadas de incremento de la competencia global y del auge de vastas regiones del mundo (sobre todo , el Este asiático), las empresas transnacionales norteamericanas siguen dominando la cúspide del capitalismo global, un fenómeno por el que pasa por alto la contabilidad nacional.
Eso no significa negar que el auge de China ha sido extraordinario, sino que tenemos que ir más allá de la contabilidad nacional si queremos entender qué está pasando. Básicamente, la economía china está estructurada a dos niveles: un nivel está dominado por el Estado y está cerrado al exterior, mientras que el otro está más o menos abierto. En muchos de estos últimos sectores, la empresas norteamericanas son ya dominantes, de modo que, en este sentido, el auge de China lo que hace realmente es incrementar el poder y la influencia de los EEUU, en la medida en que esas empresas se incrustan crecientemente en la sociedad china. En lo atinente a los sectores nacionalmente protegidos, China ha crecido rápidamente sobre todo en sectores dominados por el Estado (banca, construcción, forestal, metalurgia y minería, gas y petróleo, telecomunicaciones), pero esos sectores están bien contenidos dentro de las fronteras chinas, y sus empresas estatales chinas no compiten en el mundo exterior con las empresas transnacionales norteamericanas (aunque gas y petróleo constituyen una excepción destacable).
Pero si ahora vivimos en la era de la globalización y esas empresas operan por doquiera, ¿podemos realmente considerarlas parte del poder norteamericano? Sí, porque todavía son en última instancia propiedad de ciudadanos norteamericanos: de las 100 mayores empresas transnacionales, en promedio, más del 85% de sus acciones y participaciones tienen titularidad norteamericana. Así, un increíble 42 por ciento de los millonarios del mundo son norteamericanos (en contraste con un 4% de chinos). Que la participación del PIB de los EEUU en el producto mundial haya declinado, hasta ser menos de un 25% luego del deslome de 2008 sólo revela hasta qué punto se ha globalizado el poder granempresarial norteamericano.
Pero eso impulsa el crecimiento de la desigualdad en los EEUU, uno de los asuntos definitorios de nuestra época, desde el movimiento “Ocupa Wall Street” hasta los “Juegos del hambre”, pasando por el discurso sobre el estado de la nación del presidente Obama este año. Y eso es así, porque el 1% en la cúspide posee el 42 por ciento de las grandes empresas,y en la medida en que éstas incrementan su poder global, también se incrementa la riqueza de los propietarios norteamericanos de activos (y por lo mismo, la desigualdad). Pero no puede entenderse este hecho sin repensar el poder nacional en la era de la globalización y comprender que el poder de los EEUU no ha declinado, sino que se ha globalizado.
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