Mark Weisbrot, CEPR
El presidente Richard Nixon contaba con varias razones para realizar su histórica visita a China en 1972, abriendo así una nueva era en las relaciones EEUU-China: “Estamos haciendo lo de China para fregar a los rusos, para ayudarnos en Vietnam y para mantener a los japoneses en línea”, le dijo a su consejero de seguridad nacional, Henry Kissinger en julio de 1971. Pero también habíamos reconocido algo más, luego de unos 22 años de revolución china: la independencia de ese país ya no era reversible.
Desafortunadamente, Washington no ha llegado todavía a la misma conclusión con relación a América Latina, y particularmente Suramérica, cuya “segunda independencia” probablemente representa uno de los hechos geopolíticos más importantes a nivel mundial de los últimos 15 años. Washington aún ve el giro hacia la izquierda de la región –y la independencia consolidada por sus gobiernos de izquierda–, como un cambio temporal que puede revertirse.
Obama prometió “un nuevo comienzo” en la Cumbre de las Américas del 2009 en Trinidad. Pero en menos de 24 horas, su equipo le echó agua fría a esa idea y se hizo evidente que no habría un cambio inminente en la política. Aun así, había esperanza –hasta que se dio el golpe militar en junio contra el Presidente democráticamente electo de Honduras. Las varias medidas por parte del gobierno de Obama para contribuir al éxito del movimiento golpista, y su legitimación mediante elecciones que nadie al sur de la frontera de los EEUU estaba dispuesto a reconocer, nuevamente produjo un enfrentamiento entre Washington y el resto de la región.
La negativa por parte de la administración estadounidense de reconocer las elecciones de abril de este año en Venezuela, a pesar de los indudables resultados y en marcado contraste con el resto de la región, fue muestra de una agresividad que Washington no había exhibido desde el golpe de Estado de 2002. Provocó una ola de reprensiones desde Suramérica, inclusive del ex-presidente de Brasil, Lula da Silva, y de su actual presidenta, Dilma Rousseff. Seguidamente, menos de dos meses después, el Secretario de Estado de los EEUU, John Kerry, inició una nueva “distención”, al encontrarse con su par venezolano, Elías Jaua en el primer encuentro de tal nivel que podamos recordar, reconociendo implícitamente los resultados de la elección.
Las nuevas esperanzas fueron rápidamente frustradas cuando los gobiernos europeos, actuando claramente en nombre de los Estados Unidos, forzaron al avión de Evo Morales a aterrizar en julio. “Definitivamente están todos locos”, tuiteó la presidenta Cristina Kirchner, y UNASUR emitió un contundente reclamo. La descarada violación del derecho internacional y de las normas diplomáticas fue una muestra más del irrespeto de Washington hacia la región.
Existen razones estructurales por las cuales el gobierno de Obama se ha negado repetidamente a aceptar una nueva realidad. Aunque el presidente Obama quiera mejores relaciones con la región, está dispuesto a invertir apenas $2 en capital político para lograr este propósito. No es suficiente. Cuando trató de nombrar un embajador en Venezuela, en el año 2010, por ejemplo, los republicanos (incluido el despacho del entonces senador Richard Lugar), exitosamente truncaron el intento.
Para el presidente Obama, no existen consecuencias electorales por tener malas relaciones con América Latina. Contrariamente a Afganistán, Pakistán, Siria y otras zonas de conflicto armado o de potencial guerra, parece haber poco peligro inmediato de que algo le estalle en la cara y pueda causarle daño político a su gobierno o a su partido. La principal presión electoral proviene de aquellos que desean oponerse con más fuerza a los gobiernos de izquierda –por ejemplo, los cubanoamericanos de derecha y sus aliados en el Congreso que actualmente dominan la cámara de representantes. A la mayoría de elementos que rigen la política exterior no les importa en absoluto la región; a quienes sí les importa en su mayoría piensan que el giro hacia la izquierda es un hecho momentáneo y debe ser invertido. Y ese parece ser el objetivo de Washington en el hemisferio: deshacerse finalmente de los gobiernos de izquierda. Mientras tanto, Washington está ampliando su presencia militar donde tiene control (Ej. Honduras), dispuesto a apoyar el derrocamiento de gobiernos de izquierda cuando se presenta la oportunidad (Ej. Paraguay, el año pasado).
Por todas estas razones y otras más, existe una notoria inercia y uniformidad en la política (fallida) hacia América Latina en los últimos 15 años, a pesar de profundos cambios históricos en la región. Esta inercia y uniformidad se ven reflejadas en la ausencia de debate en torno a la política hacia América Latina entre los círculos establecidos de Washington en materia de política exterior, incluyendo en la prensa.
Hasta que no exista un gobierno en los EEUU que verdaderamente transforme su visión de América Latina, que vea la región como un socio hemisférico en vez del “patio trasero de los Estados Unidos” –como lamentablemente el Secretario de Estado, John Kerry, la calificó en abril– no hay razón para esperar que las relaciones entre los EEUU y América Latina mejoren mucho.
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