Dani Rodrik, Project Syndicate
No hay nada que ponga más en peligro la globalización que el enorme vacío de gobernanza -la peligrosa disparidad entre el alcance nacional de la responsabilidad política y la naturaleza global de los mercados de bienes, capital y muchos servicios -que se ha abierto en las últimas décadas. Cuando los mercados trascienden a la regulación nacional, como ocurre con la actual globalización de las finanzas, el resultado es el fracaso del mercado, la inestabilidad y la crisis. Pero forzar la reglamentación en las burocracias supranacionales, como la Organización Mundial del Comercio o la Comisión Europea, puede tener como resultado un déficit democrático y una pérdida de legitimidad.
¿Cómo puede cerrarse este vacío de gobernanza? Una opción consiste en reestablecer el control democrático nacional sobre los mercados mundiales. Es difícil y huele a proteccionismo, pero no es imposible ni necesariamente perjudicial para una globalización saludable. Como planteo en mi obra, La Paradoja de la Globalización, ampliar el alcance para que los gobiernos nacionales mantengan la diversidad normativa y reconstruyan los raídos acuerdos sociales mejoraría el funcionamiento de la economía mundial.
Sin embargo, las élites políticas (y la mayoría de los economistas) están a favor de reforzar lo que eufemísticamente se denomina "gobernanza mundial". Según esta opinión, reformas como las que mejoran la eficacia del G-20, incrementan la representatividad del Consejo Ejecutivo del Fondo Monetario Internacional, e intensifican los estándares de capital establecidos por el Comité de Basilea sobre Supervisión Bancaria, serían suficientes como para proporcionar un sólido respaldo institucional para la economía mundial.
Pero el problema no sólo estriba en que estas instituciones globales sigan siendo débiles. También consiste en que son organismos intergubernamentales, una colección de Estados miembros más que agentes de ciudadanos globales. Como su responsabilidad ante los electorados nacionales es indirecta e incierta, no generan la lealtad -y con ello la legitimidad- política que las instituciones verdaderamente representativas exigen. De hecho, el esfuerzo de la Unión Europea ha puesto de manifiesto los límites de la construcción de la comunidad política transnacional, incluso entre un conjunto de países comparativamente limitado y similar.
En definitiva, todo acaba con los ejecutivos y los parlamentos nacionales. Durante las crisis financieras, eran los gobiernos nacionales los que rescataban a los bancos y a las empresas, recapitalizaban al sistema financiero, garantizaban las deudas, flexibilizaban la liquidez, cebaban la bomba fiscal y pagaban los subsidios de desempleo y beneficencia, y asumían la culpa por todo lo que iba mal. En las memorables palabras de Mervyn King, el ex gobernador del Banco de Inglaterra, los bancos mundiales son "internacionales en vida, pero nacionales en la muerte".
Pero quizá haya otro camino, uno que acepte la autoridad de los gobiernos nacionales pero intente reorientar los intereses nacionales en una dirección más global. El avance por ese camino exige que los ciudadanos "nacionales" empiecen a verse cada vez más como ciudadanos "globales", con intereses que van más allá de las fronteras de su Estado. Los gobiernos nacionales son responsables ante sus ciudadanos, al menos en principio. Así, cuanto más global se haga la percepción de los intereses de estos ciudadanos, más globalmente responsable será la política nacional.
¿Un sueño imposible?
Puede que parezca un sueño imposible, pero algo parecido lleva algún tiempo ocurriendo. La campaña mundial de condonación de la deuda para los países pobres estaba dirigida por organizaciones no gubernamentales que lograron movilizar a los jóvenes de los países ricos para que presionaran a sus gobiernos.
Las compañías multinacionales son plenamente conscientes de la eficacia de estas campañas ciudadanas y se han visto obligadas a aumentar su transparencia y cambiar su estilo de prácticas laborales por todo el mundo. Algunos gobiernos han ido tras líderes políticos extranjeros que habían cometido delitos contra los derechos humanos, logrando un considerable apoyo popular nacional. Nancy Birdsall, presidenta del Centro para el Desarrollo Global, cita el ejemplo de un ciudadano de Ghana que prestó testimonio ante el Congreso de Estados Unidos en la esperanza de convencer a los funcionarios estadounidenses para que presionaran al Banco Mundial a cambiar su postura en materia de cuotas de usuario en África.
Estos esfuerzos de abajo arriba para "globalizar" los gobiernos nacionales son los que tienen el mayor potencial de incidir en las políticas medioambientales, especialmente las destinadas a mitigar el cambio climático, el problema global más intratable de todos. Resulta interesante que algunas de las iniciativas más importantes para acabar con los gases de efecto invernadero y promover el crecimiento ecológico sean producto de las presiones locales.
Andrew Steerm, presidente del Instituto para los Recursos Mundiales, señala que hay más de 50 países en vías de desarrollo que en la actualidad están implementando costosas políticas encaminadas a reducir el cambio climático. Desde la perspectiva del interés nacional, carece por completo de sentido, habida cuenta de que el problema es patrimonio mundial.
Algunas de estas políticas se han visto impulsadas por el deseo de conseguir una ventaja competitiva, como en el caso del apoyo que China presta a las industrias ecológicas. Pero cuando los votantes se dan cuenta globalmente y tienen conciencia medioambiental, una buena política climática también puede ser buena política.
Pensemos en California, que a principios de este año lanzó un sistema de comercio de derechos de emisión que pretende reducir las emisiones de carbono a los niveles de 1990 para el año 2020. Mientras las acciones mundiales se mantenían atascadas en limitar las emisiones, los grupos ecologistas y los ciudadanos preocupados lograron imponer el plan frente a la oposición de los grupos empresariales, y el gobernador republicano de Estado en aquel momento, Arnold Schwarzenegger, lo elevó a rango de ley en 2006. Si demuestra tener éxito y sigue siendo popular, podría convertirse en modelo para todo el país.
Las encuestas mundiales, como el Estudio de Valores Mundiales (World Values Survey) indican que sigue habiendo mucho campo por cubrir: la ciudadanía global autoexpresada tiende a ir entre 15 y 20 puntos porcentuales por detrás de la ciudadanía nacional. Pero el vacío es inferior para los más jóvenes, las personas con mayor formación académica y las clases profesionales. Quienes se consideran en la cima de la estructura de clase tienen una mentalidad significativamente más global que quienes se consideran de las clases bajas.
Evidentemente, "ciudadanía global" siempre será una metáfora, porque jamás habrá un gobierno mundial que administre una comunidad política mundial. Pero cuanto más pensemos cada uno en nosotros como ciudadanos globales y expresemos nuestras preferencias como tales a nuestros gobiernos, menos tendremos que perseguir la quimera de la gobernanza global.
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