Cuando mi viejo compa y yo teníamos 14 o 15 años, hace muchos siglos, anhelábamos la inmortalidad en la fogosa carraca de un jodido Ford del 40 o de un Chevy del 57. Nuestro Rowling de entonces era Henry Felsen, el antiguo marine que escribió las exitosísimas obras maestras Hot Rod (1950), Street Rod (1953) y Crash Club [El club de la colisión] (1958).
Oficialmente, sus libros –muy apreciados por el Consejo Nacional de Seguridad— resultaban disuasorios, pensados para amedrentar y meter en verea a mi generación a golpe de sangre y víscera adolescente. Lo cierto es que fue nuestro Homero de andar por el asfalto; exaltaba a heroicos mancebos condenados, y nos invitaba a emular su leyenda.
Uno de sus libros termina con una apocalíptica colisión en un cruce que sobre poco más o menos se lleva por delante a todos los estudiantes de secundaria de un pueblo de Iowa. Amábamos ese pasaje tanto, que acostumbrábamos a leérnoslo en voz alta el uno al otro.
Es difícil no acordarse del gran Felsen, que murió en 1995, cuando se hojean estos días las páginas económicas de los periódicos. Después de todo, aquí están los republicanos del Tea Party, el acelerador apretado hasta el fondo, desalterado el rostro por la sonrisa forzada del demonio, a medida que se acercan a la Curva del Muerto. (Se calla por sabido que John Boehner y David Brooks, sentados atrás, aúllan de miedo.)
La analogía con el pasaje de Felsen se hace aún más robusta cuando abandonamos el patio local y vemos las cosas globalmente. A vuelo de pájaro las esquinas de Iowa no ocultan la pauta configuradora del ciego rumbo de choque: la situación económica mundial se divisa clara y distintamente como en trance de accidente. Desde tres direcciones: los Estados Unidos, la Unión Europea y China van ciegamente acelerados hacia la misma intersección. La cuestión es: ¿sobrevivirá alguno para su examen de ingreso en la universidad?
Los Tres Pilares del McMundo, sacudidos
Permítaseme decir algo perfectamente obvio, aun si raramente mencionado. Incluso en el caso de que llegara a evitarse el día del juicio final de la deuda [el próximo 2 de agosto; T.], Obama ya ha empeñado la granja y malvendido a los chiquillos. Con un desprecio hacia el ala izquierda liberal de su partido que quita el aliento, Obama ha puesto a subasta los sacrosantos restos de la red de seguridad procedente del New Deal, a fin de apaciguar a un hipotético “centro” y ganar la reelección a cualquier precio. (Dick Nixon, viejo socialista, ¿dónde estás, ahora que tanto te necesitamos?)
Resultado: como los fenicios de la Biblia, sacrificaremos a nuestros hijos (y a sus profesores) a Moloch, ahora rebautizado como Déficit. El baño de sangre en el sector público, sumado a la abrupta liquidación de las ayudas sociales al desempleo, se multiplicarán negativamente a través del lado de la demanda de la economía, hasta que la cifra de paro rebase holgadamente el doble dígito y Lady Gaga cante “Hermano, ¿puedes ahorrar diez centavos?”.
No se olvide que vivimos en una economía globalizada en la que los norteamericanos son los consumidores de último recurso y el dólar es todavía el puerto seguro para la atesorada plusvalía del planeta. La nueva recesión que los Republicanos están pergeñando con tamaña impunidad arrojará inmediatamente dudas sobre los tres pilares del McMundo, más sacudidos ya en sus cimientos de lo que generalmente se cree: el consumo norteamericano, la estabilidad europea y el crecimiento chino.
Al otro lado del Atlántico, la Unión Europea está demostrando que es una mera unión de grandes bancos y megaacreedores, siniestramente resuelta a obligar a los griegos a poner en almoneda el Partenón, y a los irlandeses, a emigrar a Australia. No es necesario ser keynesiano para saber que, luego de ocurrir eso, los vientos no pueden sino ser cada vez más gélidos. (Si los puestos de trabajo alemanes se han mantenido hasta ahora, es sólo porque China y otros BRICs –Brasil, Rusia e India— no han parado de comprarles máquinas herramientas y Mercedes.)
160 réplicas del Boardwalk Empire
China, huelga decirlo, es ahora la que mueve al mundo. La cuestión es: ¿por cuánto tiempo? Oficialmente, la República Popular China está a mitad de un cambio de época, de una economía fundada en la exportación a una economía fundada en el consumo. El objetivo último de la cual no es sólo convertir al chino medio en un urbano motorizado, sino también romper la perversa dependencia que liga el crecimiento del país a un déficit comercial estadounidense que Beijing debe financiar para evitar la reevaluación del yuan.
Desgraciadamente para los chinos, y acaso para el mundo entero, el planificado auge del consumo en China está cobrando cada vez más la forma de una peligrosa burbuja inmobiliaria. China se ha contagiado del virus de Dubai, y ahora cualquier ciudad china con más de un millón de habitantes (al menos 160, según datos recientes) aspira a marcarse a sí propia al rojo con un rascacielos de Rem Koolhaas o con un megacentro comercial de destino. Resultado: una orgía de excesos en la construcción.
A despecho de la tranquilizadora imagen ofrecida por unos mandarines omniscientes capaces de controlar con frialdad desde Beijing todo el sistema financiero, diríase que la China del presente está más bien funcionando como 160 réplicas de un Boardwalk Empire [1] en el que los grandes jefes políticos de la ciudad y los constructores privados a ellos aliados son capaces de forjar sus propios pactos oscuros con los ciclópeos bancos estatales.
Ello es, en efecto, que ha surgido en China un sistema de banca en la sombra: grandes bancos conceden créditos fuera de balance contable a grandes consorcios empresariales, evadiendo así las limitaciones oficiales al empréstito total. La semana pasada, el servicio de estudios económicos de Moody’s estimaba que el sistema bancario chino ocultaba medio billón de dólares en préstamos problemáticos, sobre todo para proyectos municipales faraónicos. Otra agencia calificadora alertaba de que los malos créditos podrían representar cerca del 30% de las carteras de los bancos.
La especulación inmobiliaria está vaciando los ahorros de los hogares a medida que las familias urbanas, a la vista del disparado valor de las viviendas, se lanzan a invertir en propiedades inmobiliarias antes de que alcancen precios prohibitivos fuera de mercado. (¿No les suena familiar?) De acuerdo con Business Week, la inversión en vivienda representa ahora un 9% del PIB, frente a sólo un 3,4% en 2003.
¿Será Chengdu el próximo Orlando y el Banco Chino para la Construcción, el próximo Lehman Brothers? Resulta estupefaciente la credulidad de tanto columnista y tertuliano conservador dispuesto a comprar la idea de que la dirigencia comunista china ha descubierto la ley del movimiento perpetuo y creado una economía de mercado inmune a los ciclos económicos o a las manías especulativas.
Si China se ve obligada a un aterrizaje forzoso, habrá también fracturas óseas entre los países que, como Brasil, Indonesia y Australia, son ahora sus principales suministradores. Japón, ya abismado en la recesión tras su triple megadesastre, es particularmente sensible a ulteriores shocks procedentes de sus principales mercados. Y la Primavera Árabe puede trocar en invierno, si los nuevos gobiernos no logran hacer crecer el empleo o contener la inflación de los precios de los alimentos.
A medida que los tres grandes bloques económicos aceleran en su rumbo hacia una depresión sincronizada, siento que ya no me excita tanto como cuando tenía 14 años la perspectiva de un típico final felseniano: cuerpos jóvenes entre un amasijo de hierros.
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Tomado de Sin Permiso
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