Simon Johnson, Project Syndicate
Hace algo más de cien años, los Estados Unidos estaban a la cabeza del mundo en relación con la necesidad de replantear el funcionamiento de las grandes empresas y de decidir cuándo se debía limitar su poder. Retrospectivamente, la legislación que constituyó un gran avance al respecto –y no sólo para los Estados Unidos, sino internacionalmente– fue la Ley Sherman Antimonopolio de 1890.
El proyecto de ley Dodd-Frank de reforma financiera, que está a punto de aprobar el Senado de los EE.UU., hace algo similar –y que hacía falta desde hacía mucho– para la banca.
Antes de 1890, estaba generalizada la opinión de que las grandes empresas eran más eficientes y en general más modernas que las pequeñas. La mayoría de las personas veían la consolidación de las empresas pequeñas en un número menor de empresas mayores como un desarrollo estabilizador que recompensaba el éxito y permitía una mayor inversión productiva. Al final, la creación de los Estados Unidos como una potencia económica importante fue posible gracias a fundiciones de acero gigantescas, sistemas ferroviarios integrados y la movilización de enormes reservas energéticas mediante empresas como la Standard Oil.
Pero unas empresas cada vez mayores también tuvieron unas repercusiones sociales profundas y a ese respecto no todo correspondió a la columna del “haber”. Quienes dirigían las grandes empresas eran con frecuencia personas sin escrúpulos y en algunos casos se valían de su posición dominante en el mercado para expulsar de él a sus competidores, lo que después permitía a las empresas supervivientes limitar la oferta y aumentar los precios.
Desde luego, había posición dominante en los mercados locales y regionales de los Estados Unidos en el siglo XIX, pero nada comparable con lo que se desarrolló en los cincuenta años siguientes. Las grandes empresas aportaron importantes mejoras en la productividad, pero también la capacidad de las empresas privadas de actuar de forma perjudicial para el mercado en sentido más amplio... y para la sociedad.
La propia Ley Sherman no cambió aquella situación de la noche a la mañana, pero, una vez que el Presidente Theodore Roosevelt decidió adoptar aquella causa, pasó a ser un instrumento potente al que se podía recurrir para desbaratar los monopolios industriales y de transportes. Al hacerlo, Roosevelt y quienes siguieron sus pasos cambiaron el consenso.
La primera actuación de Roosevelt, contra Northern Securities en 1902, fue inmensamente polémica, pero la opinión mayoritaria consideró completamente razonable la división, un decenio después, de Standard Oil, tal vez la empresa más poderosa de la historia del mundo hasta aquella fecha, que se hizo al grandioso estilo americano: se la fraccionó en treinta piezas, a los accionistas les fue muy bien y la familia Rockefeller acabó rehabilitándose ante el público americano.
¿Por qué no se utilizan esos instrumentos antimonopolio contra los megabancos actuales, que han llegado a ser tan poderosos, que pueden inclinar la legislación y la reglamentación en gran medida a su favor, al tiempo que reciben, además, los generosos rescates necesarios financiados con cargo a los contribuyentes?
La respuesta es la de que el tipo de poder que los grandes bancos ejercen actualmente es muy diferente de lo que imaginaron los redactores de la Ley Sherman o quienes dieron forma a su aplicación en los primeros años del siglo XX. Los bancos no tienen capacidad para fijar precios de forma monopolista en el sentido tradicional y su participación en el mercado, a escala nacional, es menor que la que desencadenaría una investigación antimonopolio en los sectores no financieros.
Las reformas de la banca del decenio de 1930 impusieron topes de tamaño que resultaron eficaces y en la Ley Riegle-Neal de 1994 se procuró mantener restricciones semejantes, pero la total desreglamentación de los quince últimos años dio al traste con todas esas limitaciones.
Sin embargo, ahora llega un nuevo tipo de antimonopolio, en forma de la enmienda Kanjorski, cuyo lenguaje estaba inserto en el proyecto de ley Dodd-Frank. Una vez que el proyecto pase a ser ley, los reglamentadores federales tendrán el derecho y el deber de limitar el alcance de los grandes bancos y, en caso necesario, fragmentarlos cuando planteen un “grave riesgo” para la estabilidad financiera.
No se trata de una posibilidad teórica: esos riesgos se manifestaron con toda claridad a finales de 2008 y a comienzos de 2009. Naturalmente, sigue sin poder saberse seguro si los reglamentadores adoptarían, en efecto, semejantes medidas, pero, como dijo recientemente el Representante Paul Kanjorski, impulsor principal de esa disposición, “la enseñanza fundamental que se desprende del pasado decenio es la de que los reglamentadores financieros deben utilizar sus facultades, en lugar de mimar los intereses industriales”.
Y probablemente Kanjorski esté en lo cierto, en el sentido de que no sería necesaria gran cosa. “Si tan sólo un reglamentador recurre a esas facultades extraordinarias [de dividir bancos demasiado grandes para quebrar] una sola vez”, dice, “constituirá un mensaje potente”, que podría “cambiar en gran medida el comportamiento de todas las grandes empresas financieras por siempre jamás”.
Los reglamentadores pueden hacer mucho, pero necesitan la dirección política desde el nivel más alto para lograr avances auténticos. Naturalmente, Teddy Roosevelt prefirió “no levantar la voz y empuñar un gran garrote”. La enmienda Kanjorski es un gran garrote. ¿Quién lo empuñará?
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Simon Johnson fue economista jefe del Fondo Monetario Internacional (FMI)entre los años 2007 y 2008, y ahora es profesor en la Sloan Management School del MIT. Es también uno de los tres fundadores de Baseline Scenario, un blog que el premio Nobel Paul Krugman califica de imprescindible para entender la actual crisis financiera. En abril del año pasado publicó su controvertido artículo El Golpe de Estado Financiero en The Atlantic., que fue destacado en este blog
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