martes, 21 de octubre de 2025

La importancia de Donbass


Nahia Sanzo, Slavyangrad

Incapaces de presentar una sola vía al final del conflicto que no se limite al mientras sea necesario y rechazando cualquier concesión que pudiera facilitar el inicio de una negociación, los países europeos continúan enrocados en su búsqueda de alternativas con las que garantizar que Kiev pueda seguir luchando. “Rusia va a destruir Ucrania dependiendo de la capacidad que tenga Ucrania de defenderse. Si Estados Unidos no se la da, ¿se la vamos a dar nosotros? Esta es la pregunta que se tiene que hacer Europa”, ha sentenciado estos días Josep Borrell la haciendo explícita la duda que se plantean actualmente los países europeos. “Vemos los esfuerzos del presidente Trump por llevar la paz a Ucrania, todos estos esfuerzos son bienvenidos, pero no vemos que Rusia quiera la paz”, insistió Kallas, que añadió que “estamos debatiendo qué más podemos hacer”. El enésimo cambio de opinión de Donald Trump, cuya reunión con Zelensky se pareció más a la humillación del Despacho Oval de lo que el presidente ucraniano relató ante los medios estadounidenses, ha obligado a los países europeos a acelerar sus planes para conseguir que Kiev disponga de la financiación necesaria para sostener una guerra de alta intensidad durante varios años más y se abra otra vía con la que adquirir armamento.

“Rusia sólo entiende de fuerza. Sólo negocia cuando se le pone bajo presión. Es por eso que estamos trabajando para adoptar nuestro 19º paquete de sanciones esta semana”, afirmó ayer por enésima vez Kaja Kallas para remarcar que, a pesar del hartazgo de Donald Trump, que según Financial Times arrojó a un lado el mapa de la línea del frente ucraniano alegando que no era de su interés, “no sé dónde está esa línea roja, nunca he estado ahí”, el marco ideológico sigue siendo el de la guerra hasta conseguir una posición de fuerza en la que negociar las menores concesiones posibles.

Como indican varios medios, la obsesión más reciente de la UE es garantizar una financiación que no puede proceder eternamente de la población de los países miembros. La semana pasada, con un comentario que ha pasado desapercibido, el exprimer ministro francés Gabriel Attal, tan activo recientemente en favor de la causa ucraniana que incluso participó en la conferencia Yalta European Strategy –foro anual en el que Ucrania se promete que “el año que viene en Crimea”-, escribió que “la Comisión Europea propone movilizar activos rusos congelados para financiar la compra de armas de Ucrania a fabricantes europeos. Esta es una victoria, un soplo de inmensa esperanza para Ucrania y un paso gigantesco hacia la libertad”. Como informa Financial Times, “UE ha ofrecido utilizar parte de un préstamo propuesto de 140.000 millones de euros respaldado por los activos congelados de Rusia para comprar armas estadounidenses para Ucrania, siempre que Washington siga apoyando a Kiev en su defensa contra Rusia”. La guerra es la prioridad y garantizar que Ucrania pueda adquirir las armas estadounidenses y europeas necesarias para seguir luchando es más importante que preservar la credibilidad del sistema financiero europeo ante países como China, que pueden ver en este paso la evidente inseguridad jurídica que supone. Pese a la euforia europeísta de Attal, la realidad es que Zelensky ha anunciado que Ucrania encargará 25 sistemas Patriot a Estados Unidos. Todo pasa por convencer a Donald Trump de que las ventas de armas estadounidenses son más importantes que cerrar rápidamente un conflicto que no es de su interés. La propuesta europea es anterior a la reunión de Trump y Zelensky, pero está claramente condicionada por la conversación mantenida el día anterior con Vladimir Putin, el resultado del viaje ucraniano a Estados Unidos obliga a la UE a seguir buscando sus propias soluciones.

Aunque con cuentagotas, van apareciendo en los medios detalles sobre la encendida discusión que aparentemente mantuvieron los dos presidentes, una conversación que pudiera parecer un flashback a tiempos en los que se daba por hecho que los acontecimientos se encaminaban a un acuerdo desde arriba, un entendimiento entre Putin y Trump que dejara a Ucrania vendida a los hechos consumados y a la Unión Europea encargada de hacerse cargo del coste de la guerra y posible éxodo de población a causa de la pobreza que va a suponer la posguerra. La posibilidad de una cumbre en Budapest, una ciudad que le recuerda a Ucrania el denostado acuerdo según el cual renunció a las armas nucleares soviéticas que se encontraban en su territorio –pero de cuyo uso no disponía, ya que los códigos de uso se encontraban en Moscú- a cambio de garantías de la inviolabilidad de sus fronteras, es un factor más para empeorar la precaria situación de la UE, perdida en el trayecto del péndulo que parecen las opiniones de Donald Trump.

Según publican varios medios y han confirmado con sus declaraciones tanto Trump como Zelensky, la clave de la guerra vuelve a ser la misma que en 2014 y en 2022, Donbass, algo lógico teniendo en cuenta que fue allí donde Ucrania decidió tratar de resolver un problema político por la vía militar. En su conversación telefónica, el presidente ruso insistió a su homólogo estadounidense que Ucrania debía ceder Donetsk y Lugansk en su totalidad para avanzar hacia la resolución del conflicto. Según varios medios, Rusia estaría dispuesta a ceder unas pequeñas partes de Jersón y Zaporozhie para lograrlo (hay tantas versiones de esta afirmación que algunas indican simplemente que Moscú se comprometería a congelar el frente en estos oblasts). Ninguna de las versiones dadas por los medios sobre la conversación entre los presidentes de Rusia y Estados Unidos menciona otros aspectos clave del conflicto, como la cuestión de la seguridad, la insistencia de neutralidad o el rechazo ruso a aceptar la presencia de países de la OTAN en sus fronteras como parte de un acuerdo de paz, por lo que todo indica que el Kremlin ha optado por la táctica elegida por Hamas al recibir el ultimátum de Washington: comenzar por un tema en el que el acuerdo es más sencillo. La rabieta de Trump con el mapa de Ucrania prueba que se trata de la táctica correcta, aunque el acuerdo no pueda darse por hecho. Las palabras de Putin constatan una posición de máximos con respecto a Donetsk -donde desde el fin de semana las tropas rusas vuelven a avanzar tras meses de bloqueo- que aparca el resto de demandas.

“La opinión de los «rusos» no ha cambiado. Quieren que nos retiremos por completo de las regiones de Donetsk y Lugansk. Les expliqué tanto al presidente Trump como a Steve Witkoff que la postura de Ucrania en este contexto no ha cambiado. Entendemos que Steve Witkoff simplemente está transmitiendo lo que Rusia tiene en mente. Esto no significa que sea su opinión. Al menos eso es lo que él dice”, afirmó ayer Volodymyr Zelensky, en respuesta, no solo a las exigencias rusas, sino a la apariencia de que una parte del trumpismo estaría dispuesta a partir de esa base en busca de un acuerdo. Aparentemente, los argumentos de Witkoff, cuyo conocimiento sobre Donbass es profundamente limitado, pero cuenta con la credibilidad que supone para el presidente de Estados Unidos su trabajo en Oriente Medio, parte de dos postulados: las características sociolinguisticas de la zona y la celebración de referendos, argumentos excesivamente cercanos a la narrativa de Moscú y capaces de provocar la ira de Zelensky. “Ahora es el momento oportuno para impulsar la situación hacia el fin de la guerra, y lo más importante es aprovechar al máximo cada oportunidad y ejercer la presión adecuada sobre Rusia. Presionar a quien inició la guerra es la clave para un desenlace”, se quejó ayer el presidente ucraniano. Zelensky olvida, por supuesto, que esa identificación con la cultura rusa, rechazo a renegar del pasado común a los dos países y la negativa a aceptar el cambio de Gobierno que se produjo en febrero de 2014 en Kiev provocó una rebelión en la que la población de todo Donetsk y Lugansk, no solo de las zonas actualmente bajo control ruso, tomó las armas para defenderse de la agresión ucraniana. Aquellos referendos de los que Ucrania se mofó en mayo de 2014 y que prefirió no ver siquiera como una manifestación cívica de muestra de un agravio legítimo no se produjeron en el vacío, como un capricho de Vladimir Putin, que llegó a publicar un comunicado dirigido a la población del este de Ucrania en el que pedía que no se realizaran aquellas votaciones. Once años después, Donbass, única de las regiones ucranianas que decidió realizar el referéndum, sigue siendo el centro de un conflicto que en aquel momento se limitaba a una lucha interna y a la disputa entre Kiev y Moscú por el control de Crimea, entonces principal interés del Kremlin. En todo este tiempo, y especialmente ahora, Ucrania y sus medios afines insisten en que Rusia lleva tratando de conquistar Donbass desde 2014, una afirmación que busca negar la posibilidad de que las tropas rusas vayan a ser capaces de seguir avanzando en caso de que el acuerdo que propone Donald Trump, la partición de Donbass, sea considerado inviable. Esa versión manipula la realidad para olvidar que, en dos ocasiones –septiembre de 2014 y febrero de 2015- Rusia obligó a las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk a firmar sendos acuerdos de Minsk, en ambos casos pese a encontrarse a la ofensiva y con las tropas ucranianas al borde de derrotas en batallas importantes. El argumento ucraniano olvida también que el apoyo que Rusia prestó a la RPD y la PRL a lo largo de los años de Minsk fue suficiente para garantizar que no pudieran ser militarmente derrotadas por Kiev, pero impedía cualquier ambición de avanzar sobre posiciones ucranianas.

“Que lo corten por donde está”, afirmó Donald Trump sobre Donbass, alegando que la partición ya está hecha y que se perpetúa desde hace años. Sus palabras, como la exigencia de Vladimir Putin, apunta a que la opción más favorable para Ucrania, al menos en Donbass, será el statu quo de la frontera de facto que actualmente marca el frente. Esa partición nunca fue inevitable y pudo haberse evitado en numerosas ocasiones. La primera fue en la primavera de 2014, cuando Ucrania decidió movilizar a batallones como lo que pronto sería el batallón Azov para reprimir por la vía de la fuerza una situación que pudo haber resuelto por la vía del diálogo. La segunda, durante los años de Minsk, en los que Kiev tuvo en su mano recuperar Donbass por la vía diplomática. El acuerdo negociado por Angela Merkel y François Hollande en la capital bielorrusa implicaba una serie de concesiones políticas para que Ucrania recuperara un territorio perdido y que no habría conseguido reconquistar por la vía militar. En aquel momento, el Gobierno ucraniano decidió perder de nuevo a esa población a base de retorcer los términos firmados y caminar en la dirección opuesta a la acordada. Frente a la paz del vencedor que Ucrania siempre ha afirmado que Minsk pretendía ser, el acuerdo exigía a Kiev conceder un estatus especial a los territorios de la RPD y la RPL, una autonomía local con la que se otorgaba el derecho a comerciar con Rusia, disponer de una policía propia y tener voz en el nombramiento de los jueces y la celebración de elecciones según una legislación pactada con Donetsk y Lugansk como punto de partida para la devolución del control de la frontera a Ucrania. Se trataba, a ojos de Ucrania, de unas concesiones excesivas, un acuerdo que Zelensky anunció a sus socios de Francia y Alemania que Kiev no podía cumplir. El Gobierno ucraniano, confiado en sus opciones y escudándose en la certeza de que siempre tendría el apoyo de los países occidentales, prefirió arriesgarse a una guerra más amplia ante las expectativas de obtener un acuerdo mejor, una forma de recuperar el territorio sin realizar ninguna concesión. Entonces, como ahora, la mejor opción para Ucrania era el acuerdo con Rusia. Pero al contrario que en 2025, entre 2014 y 2022, el compromiso no tenía como opción más favorable el statu quo de la partición.


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