El auge del neoliberalismo no se debió simplemente a que los políticos centristas y de derecha decidieran darle rienda suelta a las fuerzas del mercado. Reflejó una verdadera crisis del orden económico de la posguerra, y la ausencia de un movimiento obrero poderoso que impulsara una alternativa de izquierda.
Colin Gordon, Jacobin
Bajo cualquier forma de medición, la desigualdad económica se disparó en el último medio siglo. Desde 1970, la proporción de la renta nacional que se lleva la mitad inferior de los asalariados cayó del 21,3 % a solo el 13,6 %, mientras que la que se lleva el 1 % superior casi se duplicó, pasando del 11,6 % al 19,1 %. Aunque los programas sociales redujeron la pobreza sustancialmente durante ese periodo, los criterios de elegibilidad mezquinos y la discreción a nivel estatal han erosionado los medios de vida de las familias con bajos ingresos. La brecha racial de riqueza, sostenida por generaciones de explotación y exclusión en el sector inmobiliario privado y los programas públicos, es ahora tan amplia como lo era en la década de 1960.
Una historia común viste estas tendencias con ropajes partidistas: los demócratas lucharon por extender o apuntalar el New Deal; los republicanos, por fervor ideológico o por servil deferencia a los intereses privados, intentaron derribarlo todo con la misma determinación. Hay un atisbo de verdad en esta ordenada narrativa, pero solo un atisbo. De hecho, el regreso de la desigualdad a niveles no vistos desde la Edad Dorada fue un proyecto frecuentemente bipartidista: los demócratas llevaron la delantera (controlando tanto la Cámara de Representantes como el Senado, o la presidencia y una o ambas cámaras) durante treinta de los últimos cincuenta y cuatro años. Sus huellas, en diversos grados, están en todas y cada una de las políticas que aumentaron la desigualdad durante este período.
Esa hoja de antecedentes penales es el hilo conductor de Left Behind (Abandonados), el provocador examen de la historiadora Lily Geismer sobre la presidencia de Bill Clinton, sus raíces políticas e intelectuales y su impacto duradero. Left Behind comienza trazando la ya familiar historia del Consejo de Liderazgo Democrático (DLC, por sus siglas en inglés), fundado en 1985, y su determinación de liberar al partido de sus «intereses especiales» (sindicatos, minorías raciales, movimiento feminista, etc.) y dividir la improbable diferencia entre la Gran Sociedad y las políticas económicas de la época de Reagan (Reaganomía). Como argumenta Geismer, las invocaciones clintonianas de una «tercera vía» o «un puente hacia el siglo XXI» apenas podían ocultar la verdadera intención y el resultado: abandonar a los sectores de la mitad inferior de la distribución de ingresos en favor de soluciones de mercado que harían sonrojar a Friedrich Hayek.
Según Geismer, no se trataba simplemente de una batalla por el alma del Partido Demócrata, o, como se suele decir, de un esfuerzo de los asediados demócratas por adaptarse a un giro derechista del electorado o por mitigar la maldad del «Contrato con América» de Newt Gingrich. El DLC fue fundamental para el triunfo retórico de las políticas neoliberales, el aumento de la desigualdad, el debilitamiento de la seguridad económica y el empobrecimiento de la ciudadanía social en Estados Unidos. Las prescripciones políticas del DLC (y las suposiciones que las sustentaban) no fueron concesiones ni retrocesos; se desarrollaron con entusiasmo y voluntad, desde mucho antes de que la presidencia de Clinton se viera presionada a «triangular» ante un Congreso hostil.
Geismer echa una muy amplia red. Los culpables habituales (la reforma de la asistencia social, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, la debacle de la atención sanitaria) aparecen todos, pero la verdadera contribución del libro consiste en partir de estos episodios para subrayar cómo una fe implacable en las fuerzas del mercado dio forma a toda la agenda política de los años Clinton. En lo que hace a desarrollo económico y normas laborales, su administración se basó en la evaluación y la iniciativa de los actores del mercado. En política educativa y de vivienda, facilitó la disciplina y el desplazamiento de los bienes públicos por las fuerzas del mercado.
En cada giro, Left Behind atrae la inusual fascinación del DLC por la microempresa y el crédito a pequeña escala. A primera vista, parece una elección extraña, con el impacto político y económico de la microempresa empequeñecido por la atención que le presta Geismer. Sin embargo, a medida que se desarrolla el argumento, queda claro que tales políticas ocupaban un lugar descomunal y talismánico en el pensamiento del DLC.
La lógica de la microempresa de «empujar hacia arriba» ayudó a eludir las contradicciones centrales de la economía en la época de Clinton (Clintonomía): que las fuerzas del mercado (a raíz del NAFTA y la reforma de la asistencia social) no estaban creando buenos empleos y que los alquileres y los precios de la vivienda estaban superando drásticamente el crecimiento de los ingresos. En lugar de afrontar los efectos reales de sus decisiones políticas, la administración hizo alarde de historias de éxito dispares y que desafiaban las probabilidades —la madre beneficiaria de la asistencia social que abrió un salón de belleza, el inquilino de una vivienda pública que se compró una casa en las afueras, la escuela autónoma «severa» que elevó drásticamente las calificaciones en los exámenes— como si fueran soluciones serias, escalables y estructurales.
Lo que esto significaba, en un régimen político en el que el éxito del mercado se había convertido en la moneda principal, era que los que se quedaban atrás eran vilipendiados, marginados y desatendidos. Eran los fracasados y, por definición, los que no lo merecían. Las invocaciones a la «responsabilidad», «independencia» o «empoderamiento» injertaron valores de mercado en programas y políticas originalmente destinados a proteger a los más vulnerables de las fuerzas del mercado o a proporcionar bienes (educación, vivienda asequible) que el mercado no proporcionaba. Las condiciones y expectativas conductuales reinterpretan cada desventaja, cada paso en falso, como un fracaso personal.
Las raíces estructurales de la Clintonomía
Tengo dos dudas con el relato de Geismer (aunque son menos críticas que reflexiones). En primer lugar, Left Behind podría haber explorado más sistemáticamente las razones por las que los actores estatales hicieron lo que hicieron. La de Geismer es en gran medida una narración de acuerdos entre bastidores, encuentros casuales y ambiciones personales o profesionales. A veces, la fuerza motriz de las políticas de la administración parece ser su compromiso ideológico con una «tercera vía» animada por el fundamentalismo de mercado y rebosante de palabras de moda de la «economía del conocimiento». En ocasiones, como en algunos relatos del New Deal, se presenta como una serie de compromisos reacios ante obstáculos políticos y fiscales inexpugnables.
Pero queda sin explotar una explicación más estructural, en la que las opciones políticas están moldeadas (o limitadas) por realidades económicas más amplias. En Estados Unidos, como en otras democracias capitalistas, los intereses empresariales privados toman las decisiones clave sobre cómo asignar los recursos y dónde invertir. Las políticas públicas, en el mejor de los casos, reparan parte del daño: su atención se centra en los fallos del mercado y se ve limitada por la necesidad de mantener el crecimiento y la rentabilidad privados. El mercado, como famosamente dijo el politólogo Charles Lindblom, es una prisión.
Los límites de esa prisión y los comportamientos políticos que probablemente castigará o recompensará reflejan el carácter cambiante de la economía de mercado. El crecimiento económico constante impulsado por el globalismo estadounidense hizo posible y sostenible el orden institucional del New Deal (incluido un acuerdo entre el capital y el trabajo, un mínimo de seguridad económica y una inversión relativamente sólida en algunos bienes públicos). El colapso de ese crecimiento (y sus fundamentos globales) hizo que el retroceso fuera en gran medida inevitable en ausencia de un movimiento de clase trabajadora robusto y armado con una alternativa progresista. En este sentido, la administración Clinton no estaba reinventando tanto el New Deal o la Gran Sociedad para el siglo XXI, sino respondiendo a las mismas limitaciones de recursos y demanda que dieron forma a las políticas republicanas anteriores y posteriores.
En otras palabras, es difícil comprender plenamente el ascenso conservador después de la década de 1970 a través de la estrecha ventana temporal que ofrece cualquier administración. Al igual que la brillante trilogía de Rick Perlstein sobre los años de Richard Nixon y Ronald Reagan, Left Behind detalla las formas en que los actores políticos, las facciones políticas y los partidos políticos navegaron por el paisaje de la sociedad de «suma cero». Pero no nos dice mucho sobre el paisaje en sí, ni explica por qué algunos actores políticos lo navegaron con más éxito (al menos en sus propios términos) que otros.
En segundo lugar, es importante reconocer que la deferencia del mercado funcionó de manera diferente, y en trayectorias distintas, dependiendo del ámbito político. En el caso del bienestar, el programa federal-estatal de asistencia en efectivo lanzado en 1935 aisló a las madres de la participación en la fuerza laboral. La decisión de 1996 de «poner fin a la asistencia social tal como la conocemos» fue la culminación de un retroceso que comenzó en la década de 1960. En la atención sanitaria, los programas públicos en Estados Unidos sirvieron durante mucho tiempo para santificar la cobertura privada, al hacerse cargo de aquellos (los pobres, los ancianos) que perdían las prestaciones basadas en el empleo. El plan de salud de Clinton naufragó en su determinación de atender a esos intereses privados arraigados y en competencia.
Las políticas federales de vivienda y desarrollo económico, por el contrario, siempre cedieron ante el capital privado, y el dinero federal nunca hizo mucho más que subvencionar los sueños de los intereses inmobiliarios locales (que segregan y gentrifican). En educación, la genuflexión ante la competencia llegó más tarde: los demócratas de la era Clinton adoptaron las escuelas charter como una débil alternativa pública a los vouchers.
En cada una de estas políticas, el DLC tenía una visión neoliberal particular y llevó al partido mayoritario en una dirección concreta. Pero, en su mayor parte, ese cambio de dirección fue una cuestión de grados: el giro final en un largo y tortuoso giro a la derecha.
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