En 1667, en sus Principios Matemáticos, y mientras plantea la relación de los astros, planetas y estrellas en el Universo, Newton escribe “parecen estar ordenados por la mano invisible de Dios”.
Newton, resumidor de la teoría euclidiana del espacio y creador del cálculo diferencial e infinitesimal y de
Tal fue el golpe intelectual en el mundo de las ciencias y la filosofía que cuando Smith (en La riqueza de las naciones, 1776) intenta responder a la inquietante pregunta que sacudió a Hobbes sobre el egoísmo humano y cómo los hombres no terminan matándose unos a otros, es que acoge la metáfora newtoniana de la “mano invisible”. Según Smith, el mercado es un dispositivo social que permite coordinar los planes de individuos egoístas sin que se llegue a requerir la intervención del Estado. En esta metáfora, el mercado no solo hace compatibles los planes individuales de agentes egoístas sin que éstos se percaten de ello (de ahí lo “invisible” del mecanismo) sino que esta articulación es la que permite alcanzar la prosperidad. Aunque Smith nunca pudo proporcionar la prueba científica de que esto es lo que efectivamente ocurre en el mercado, los economistas posteriores tomaron dicha idea como la principal Ley de la economía.
Junto a la alegoría platónica del mito de la caverna, la alegoría de Smith se ha convertido en uno de los elementos más enigmáticos de la ciencia. Y transcurridos 230 años desde aquello, la teoría económica aún no sale de esta prueba de fe. Es la fe y no la ciencia la que está tras la idea de la “mano invisible”.
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