Atilio Boron, Accion.coop
No creo que exista en el mundo un presidente o un jefe de Gobierno que haya confesado que su misión sea convertirse en un topo cuyo objetivo es destruir al Estado desde adentro. Más que una postura teórica lo que dice el presidente argentino es una aberrante ocurrencia. En una de sus frecuentes polémicas, el gran escritor mexicano Octavio Paz apostrofó a su ocasional contendor diciéndole que no era «un hombre de ideas sino de ocurrencias», es decir, capaz de apelar a dichos ingeniosos y oportunos, pero huérfanos de rigor epistemológico. Milei es un personaje lleno de ocurrencias, armas efectivas cultivadas durante su largo tránsito en tumultuosos paneles televisivos, pero inservibles a la hora de tratar de comprender la realidad.
La ocurrencia de Milei pasa por alto un dato fundamental: el Estado se originó en la necesidad de impedir que como consecuencia de sus conflictos e insolubles contradicciones la sociedad termine devorándose a sí misma, precipitándose hacia lo que Thomas Hobbes concebía como la brutal anarquía del «Estado de naturaleza». En ese primordial escenario imaginado por el filósofo inglés cada individuo era libre de hacer y deshacer a voluntad, y no había leyes ni poder arbitral alguno que mediase en los conflictos entre las personas, grupos, clanes y clases sociales. Regía la ley del más fuerte –o del más inescrupuloso– en la competencia para garantizar la propia supervivencia. Hobbes definía esta situación como una «guerra de todos contra todos» y dada la inexistencia de una autoridad que impusiera un orden la lucha por la sobrevivencia enfrentaba a la sociedad ante el riesgo de su propia disolución. Pero cuando la sociedad estaba por traspasar ese punto de no retorno, sus atribulados integrantes convinieron que debían ceder parte de sus libertades (aunque no todas) a un soberano absoluto, llamado el «Leviatán» por Hobbes, otorgándole el monopolio de la fuerza con la misión de garantizar la paz y el orden. La tradición marxista remata el razonamiento hobbesiano observando que tamaña concentración del poder social en manos del Leviatán no era neutra: el Estado mantiene la paz y el orden pero, salvo breves períodos excepcionales, al servicio de las clases dominantes y sus intereses fundamentales.