Augusto Zamora Rodríguez, Riadi Noureddine
Mary Shelley, nacida Mary Godwin, en Londres, en 1797, publicó, con veinte años, su obra más famosa (de hecho, la única famosa), que tituló Frankenstein o el moderno Prometeo. Fue un éxito inmediato en Gran Bretaña y es, sin género de duda, una de las novelas de terror más famosas jamás escrita, no tanto por la calidad de su prosa, como por el tema que aborda: la creación, por el doctor Victor Frankenstein, de un ser vivo con los restos de humanos muertos. La posibilidad de ser Dios, dando vida a lo inerte. La fama de la criatura devorará al padre, al menos nominalmente. Se olvida el nombre del creador y pasa a conocerse al monstruo como Frankenstein, siendo ése el apellido de su ¿padre?, que queda, así, subsumido por su criatura. Con la popularidad y el tiempo, la criatura se incorpora al imaginario colectivo para denominar como Frankenstein a las obras que terminan convertidas en algo monstruoso, indeseable, inesperado, antinatural.
Prometeo, hijo de Jápeto y de la ninfa Clímene, era hermano de Epimeteo y, ambos, tenían el trabajo de crear a la Humanidad y de dotarla de todo lo necesario para vivir. Fue Prometeo quien hizo a los humanos bípedos y, en la satisfacción de su obra, decidió entregarles el fuego. Zeus se enfureció, porque el fuego era un don divino reservado a los dioses. Para castigarlo, ordenó a Hefestos que encadenara a Prometeo en una cueva, donde, por 30.000 años, un águila le devoraría las entrañas, que se regeneraban cada día. Hércules, camino de Hespérides, encuentra a Prometeo, mata al águila y lo libera.
Mary Shelley quiso vincular su novela con el mito de Prometeo porque ambos, Victor Frankenstein y Prometeo, hicieron algo prohibido. Uno, dar vida a la muerte, que es atributo de Dios. El otro, robar el fuego sagrado, que era atributo de los dioses.