Michael Hudson, Sin Permiso
Parafraseando a Mark Twain, todo el mundo se queja de la desigualdad, pero nadie hace nada por remediarla.
Lo que hace la gente es utilizar el término «desigualdad» como punto de partida para proferir sus propias opiniones sobre cómo edificar una sociedad más próspera y al mismo tiempo más igualitaria. El cariz de dichas opiniones dependerá en gran medida de si ven al uno por ciento como un agente innovador, ingenioso y creativo, que crea riqueza e impulsa con ello al resto de la sociedad, o si, tal y como han descrito los grandes economistas clásicos, el estrato más rico de la población está más bien constituido por rentistas, que obtienen sus ingresos y riquezas del 99 por ciento en calidad de propietarios ociosos, monopolistas y banqueros rapaces.
Las estadísticas económicas muestran con imparcialidad las tendencias de la desigualdad en el mundo. Tras alcanzar su punto álgido en 1920, las reformas de la Gran Depresión contribuyeron a que la distribución de la renta fuera más equitativa y estable hasta 1980.[1] Entonces, a la luz del thatcherismo en Inglaterra y de la reaganomía en los Estados Unidos, la desigualdad empezó a dispararse. Y se disparó aún más por efecto del sector financiero (especialmente cuando los tipos de interés se retrajeron del pico del 20 por ciento en 1980, propiciando con ello el mayor auge de la historia del mercado de bonos). Los bienes inmuebles y la industria fueron a la sazón objeto de una financiarización, es decir, de un apalancamiento de la deuda.
La desigualdad aumentó de forma constante hasta el colapso financiero global de 2008. Desde entonces, puesto que se rescató a los banqueros y a los titulares de bonos en vez de a la economía, el uno por ciento con mayores ingresos ha tomado sobradamente la delantera al porcentaje restante. Entretanto, el 25 por ciento con ingresos más bajos ha sido testigo de un grave deterioro de su patrimonio neto y de sus ingresos relativos.
Huelga decir que los más ricos poseen sus propios agentes de relaciones públicas, a su vez respaldados por la tradicional falange de necios útiles del mundo académico. Tanto es así que desde hace ya un siglo la disciplina predominante en ciencias económicas se ha convertido en un ensalzamiento de la clase rica rentista, y puesto que la desigualdad se está expandiendo excepcionalmente en la actualidad, los que elogian al uno por ciento se han encontrado con una necesidad acuciante de adquirir sus servicios.
Un caso ilustrativo es el del economista escocés Angus Deaton, autor de The Great Escape: Health, Wealth, and the Origins of Inequality [La gran escapada: salud, riqueza y los orígenes de la desigualdad]. (2013). Deaton fue elegido presidente de la AEA en 2010 y galardonado con el Premio Nobel de Economía en 2015 por sus análisis de las tendencias de consumo, distribución de las rentas, pobreza y bienestar, los cuales había presentado de modo que no causaran ofensa entre los ricos e incluso trataran el statu quo crecientemente desigual como algo perfectamente natural e instalado en su propia clase de equilibrio matemático. (Este tipo de razonamiento matemático circular es el principal criterio de la buena economía hoy en día.)
En su libro trata el filme La gran apuesta como una metáfora. Así, trae a colación burlonamente que a nadie se le habría ocurrido titular la película «Los prisioneros que quedaron atrás». Al describir a los fugitivos como brillantes innovadores, asume que el uno por ciento más rico debe haber sido, de igual modo, lo suficientemente ingenioso e imaginativo para romper las cadenas del pensamiento convencional con el fin único de innovar. Los fundadores de Apple, Microsoft y otras empresas informáticas son objeto de alabanza porque enriquecen las vidas de los demás. Por añadidura, la economía en su conjunto ha experimentado un crecimiento más o menos constante, sobre todo en el ámbito de la sanidad pública, lo que ha permitido prolongar la esperanza de vida de las personas, derrotar enfermedades y propiciar una mayor innovación farmacéutica.
Hace poco compartí escenario con el Sr. Deaton en Berlín, acompañado también de mi amigo David Graeber. Los tres estamos a la espera de que la fabulosa editorial Klett-Cotta, la cual había organizado aquel evento en el Festival de Literatura de Berlín a mediados de septiembre, publique este otoño nuestros libros en su traducción al alemán.
De algún modo, encuentro que la analogía de Deaton con la película La gran apuesta es muy acertada. Es cierto que los ricos han escapado. Sin embargo, lo realmente importante es de qué han escapado. Han escapado de la regulación y del régimen fiscal (gracias a los enclaves bancarios inscritos en paraísos fiscales y a una reformulación de las leyes fiscales para transferir la carga fiscal al trabajo y a la industria). Pero, sobre todo, los gansters de Wall Street han escapado del enjuiciamiento penal. ¡Qué necesidad hay de zafarse de la cárcel si puedes antes evitar que te atrapen y te enjuicien!
Un elevado número de libros recientemente publicados —de lo que se ha hecho eco la página editorial del Wall Street Journal— defiende la hipótesis de que el uno por ciento más rico es más inteligente que la mayoría. Al menos, lo suficientemente inteligente para ingresar en las principales escuelas de negocios y obtener su Máster en Administración de Empresas (MBA, por sus siglas en inglés), con objeto de financiarizar empresas mediante el método zaitech u otras formas de apalancamiento de deuda, y cosechar así (de hecho, «ganar») enormes bonificaciones.
Lo cierto es que no hay que ser muy inteligente para acumular tanto dinero. Todo lo que hace falta es ser codicioso. Y eso no lo enseñan en las escuelas de negocios. Efectivamente, cuando estuve trabajando como analista de balanza de pagos del Chase Manhattan Bank, me dijeron que los mejores operadores de divisas provenían de los barrios bajos de Brooklyn o Hong Kong. Al parecer estos dedican la vida entera a ganar dinero, con la única meta de ascender a la proverbial clase de los Babbitt de nuestra era: nuevos ricos carentes de una verdadera curiosidad cultural o intelectual.
Sin lugar a dudas, los banqueros que se aventuran a «extender el sobre» (eufemismo con el que los defraudadores se refieren a infringir la ley, tal y como hizo Citigroup en 1999 cuando se fusionó con la aseguradora Traveler antes de que la administración Clinton rechazara la ley Glass-Steagall) necesitan abogados inteligentes. Donald Trump explicó la clave que había aprendido del abogado de la mafia Roy Cohn: no importa tanto la ley, sino qué juez esté de tu lado. Más aún, los tribunales estadounidenses han sido privatizados mediante la elección de jueces cuyos contribuyentes de campaña respaldaban a los desreguladores y a los que prefieren no enjuiciar. De este modo los ricos pueden librarse de las leyes.
Pese a que a ningún cinéfilo le gustaría ver a los héroes de La gran apuesta detenidos y escoltados de vuelta a su campo de concentración, una gran mayoría desearía que los ladrones de Wall Street de Citigroup, Bank of America y otros defraudadores de hipotecas basura fueran a la cárcel, junto con Angelo Mozilo de Countrywide Financial. Poco amor muestran por cabilderos políticos como Alan Greenspan, el fiscal general Eric Holder o Lanny Breuer y sus hombres a sueldo, quienes abiertamente se negaron a perseguir el fraude fiscal.
Deaton sí cita en su libro a los «rentistas» o especuladores, pero en el sentido de Buchannan, su predecesor en el Premio Nobel, ubicando la especulación en el gobierno y no en los bienes inmuebles, los monopolios como las farmacéuticas o la informática, la sanidad, las empresas de televisión por cable y las altas finanzas. Por lo tanto, toda la culpa de la pobreza recae bien sobre el gobierno, bien sobre los deudores, arrendatarios, desempleados y los que no son de buena cuna, principales víctimas de la actual economía especulativa.
La gran apuesta de Deaton prevé algunos problemas, pero no en el seno del sistema económico, no en la deuda ni en el monopolio, no en la crisis de hipotecas basura o en el fraude fiscal. Él señala el calentamiento global como principal problema, pero no el poder político de la industria petrolera. Destaca la educación como modo de que el 99 por ciento prospere, pero no dice nada del conflicto de los préstamos estudiantiles, la farsa de las universidades con fines de lucro que financian una educación basura con préstamos bancarios garantizados por el Estado.
Deaton mide la gran mejora del bienestar por el PIB (producto interior bruto). Lloyd Blankfein de Goldman Sachs describió señaladamente a los gestores y socios de su banco de inversiones como los sujetos más productivos de los Estados Unidos por estar ganando 20 millones de dólares anuales (bonificaciones no incluidas), todo lo cual registraba como contribución de la «producción» del sector financiero al PIB. No existe ningún concepto en virtud del cual esto sea lo que los economistas denominan una actividad suma cero, es decir, que los salarios de Goldman Sachs podrían ser poco productivos, parasitarios, predadores y suponer pérdidas o gastos generales para el resto de la economía.
Tales pensamientos no se derivan de las opiniones sonrientes fomentadas por el uno por ciento. El himno de alabanza de Deaton a las élites presupone que todo el mundo gana lo que recibe, con lo que desempeña un papel productivo y no extractivo.
Una negación aún más flagrante de la especulación y la búsqueda de rentas la encontramos en el nuevo libro de uno de los fundadores de Bain Capital (la empresa de Mitt Romney), Edward Conard, The Upside of Inequality («El lado bueno de la desigualdad»), el cual arremete contra los «demagogos» y «propagandistas» que reivindican que las ganancias del uno por ciento son de sobra inmerecidas, no salariales. Curiosamente, no incluye a Adam Smith, David Ricardo o John Stuart Mill en su lista de «propagandistas». Hasta ahora las ciencias económicas clásicas del libre mercado trataban precisamente de eso: liberar las economías de los desmerecidos ingresos por alquiler y los crecientes precios del suelo de los que los arrendatarios se benefician «mientras duermen», según explicaba John Stuart Mill. Este libro propagandístico, por consiguiente, tergiversa el programa al que instaban los principales fundadores de las ciencias económicas: arrendamiento de la propiedad pública o recaudación por el suelo, arrendamiento de los recursos naturales y explotación pública de los monopolios naturales, todo ello liderado por el sector financiero.
Para Conard, el motivo de la desorbitada riqueza del uno por ciento no es la especulación financiera, inmobiliaria o monopolística, sino las maravillas de la economía de la información; es la «destrucción creativa» de la tecnología menos productiva, acuñada por Josef Schumpeter, fruto del duro trabajo de los innovadores más entregados, cuya creatividad eleva el nivel de vida de todo el mundo. Por tanto, la riqueza del uno por ciento es una medida de la marcha hacia adelante de la sociedad, no unos gastos generales rapaces extraídos de la economía en su conjunto.
La conclusión de la política de Conard es que la regulación y el régimen fiscal ralentizan esta marcha de las economías hacia la prosperidad guiada por el uno por ciento. El Wall Street Journal, en una reseña laudatoria del libro, resumió su mensaje del siguiente modo: Conard asegura que «la redistribución –ya sea a través de los impuestos, las restricciones regulatorias o las normas sociales— parece tener efectos tremendamente perjudiciales para la asunción de riesgos, la innovación, la productividad y el crecimiento a largo plazo, especialmente en una economía en la que la innovación derivada de la asunción de riesgos emprendedora por parte de los talentos mejor formados es cada vez más el motor del crecimiento».2] ¡Su solución es bajar los impuestos a los ricos!
Mi amigo Dave Kelley constata el mensaje normativo que se repite ad nauseum últimamente: la afirmación de que «iniciativas progresistas como la tributación acaban por dañar la economía en vez de contribuir a mejorarla. Esta teoría de “yo te alimentaría, pero entonces acabarías siendo dependiente de la comida” resulta capital para mostrar cómo sociedades de consumo como la nuestra están volviendo a las distribuciones feudales de la riqueza». Esta parece ser la propuesta política de los tres principales candidatos a la presidencia de los EEUU, en este mundo moderno unido y posciudadano, en el que las elecciones se llevan a cabo de un modo muy parecido a como se hacía en los consulados de los últimos días de la República romana.
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Notas:
[1] Anthony B. Atkinson, autor de Inequality: What Can Be Done? acuñó el término “Giro de la desigualdad” para describir el momento en que la desigualdad económica empezó a expandirse en 1980. Fue mentor de Thomas Piketty, y juntos colaboraron con Saez para crear una base de datos histórica sobre las rentas más altas.
[2] Richard Epstein, “The Necessity of the Rich,” Wall Street Journal, 15 de septiembre, 2016. La única crítica del reseñador liberal resulta desternillante: «El Sr. Conard pasa por alto un elevado número de posibles reformas. De hecho, nunca discute el menoscabo de la legislación sobre patentes (un verdadero inhibidor de la innovación) o la ímproba cultura del cumplimiento que ha surgido a raíz de la Dodd-Frank y la ObamaCare, o cómo la ordenación territorial, la estabilización del alquiler y las leyes de acceso a una vivienda asequible están ahogando el mercado inmobiliario. Al ignorar la creciente amenaza que la regulación supone para la economía, su argumento sobre el beneficio de la desigualdad es mucho más débil de lo que debería».
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