Augusto Klappenbach, Público
Max Weber, un prestigioso sociólogo alemán, publicó hace años un ensayo en el que distinguía dos tipos de éticas: la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad. La primera se refiere a las decisiones morales orientadas por una serie de principios incuestionables: por ejemplo, la obligación de respetar la vida, de decir la verdad, de cumplir las promesas. La segunda, por el contrario, mira más a los resultados que provoca la acción: del cumplimiento de esos principios pueden seguirse consecuencias no deseadas, a veces con grave daño para personas inocentes. Piénsese, por ejemplo, en las víctimas que pueden producirse por respetar la vida de un peligroso psicópata, sobre todo si ejerce el poder, o decir la verdad cuando va a ser usada para perjudicar a un inocente.
Este conflicto lo plantea Weber referido especialmente al terreno político. Un gobernante, dice él, se ve en ocasiones dividido entre el deber de mantener sus principios éticos y la necesidad de conseguir resultados difícilmente compatibles con la pureza moral. Podemos preguntarnos hoy, por ejemplo, si debe ordenar el derribo de un avión comercial cuando puede servir para un atentado terrorista o si debe denunciar un caso de corrupción cuando al hacerlo provocará que obtengan el poder sus enemigos y la corrupción aumente.
Hace más de quinientos años Maquiavelo sostuvo una postura que tiene relación con la de Weber, aunque no se identifica con ella. Para él, la única obligación de un político es mantener el orden y la seguridad del Estado, para lo cual la condición principal consiste en conservar el poder. Y si para ello tiene que matar, mentir, engañar, traicionar y cometer cualquier injusticia debe hacerlo si es necesario para el bien del Estado. Se ha dicho que para Maquiavelo el fin justifica los medios. No es exactamente así: él no dice que el fin perseguido convierta a los medios malos en medios buenos, sino que los medios malos deben utilizarse si son necesarios para conseguir el fin, aunque sigan siendo malos.
En cualquier caso, y sin entrar en el complejo problema de las relaciones entre la vida personal y la vida pública, no habría que caer en el error de pensar que los políticos tienen derecho a una moral distinta a la de los simples ciudadanos. No se entiende la razón por la cual Weber presenta la ética de la responsabilidad como competencia especialmente de la acción política: cualquier decisión moral, privada o pública, tiene que armonizar los principios con las consecuencias, aunque no sean las mismas las que produce la vida personal que la vida pública. Las perplejidades de un político ante algunas decisiones difíciles a las que se enfrenta por su cargo no son cualitativamente distintas a las de cualquier ser humano enfrentado a un conflicto complicado, aun cuando afecten a un mayor número de personas. Las convicciones y la responsabilidad son dimensiones inseparables (aunque a veces difíciles de conciliar) de la experiencia ética, ya que los principios morales no son recetas sino principios generales que no ahorran a nadie -ni al político ni al ciudadano de a pie- la tarea de armonizarlas con los resultados de la acción para tomar una decisión justa. Una virtud a la que los antiguos llamaban “prudencia”. Por otra parte, cuando Maquiavelo defiende el uso de cualquier medio para conservar el poder, olvida que el uso de los medios contamina necesariamente el fin. Más aun cuando los medios que se utilizan implican la manipulación de lo que Kant llamaba “fines independientes”, es decir, seres humanos. Afirmar lo contrario y conceder a la acción política un estatuto moral distinto de aquel que rige en la vida cotidiana implica conceder a los Estados un poder totalitario, con licencia para violar los derechos de los ciudadanos a los que el Estado representa. Sería el triunfo de la abstracción, que es el supuesto de todo absolutismo político.
Todos los Estados totalitarios han concedido a su líder, y por extensión a sus equipos de gobierno, el privilegio de gozar de una moral propia, de la que no pueden participar los ciudadanos de a pie. El culto a la personalidad, del que disfrutaron personajes tan distintos como Hitler, Stalin, Mao y entre nosotros Franco, implica la aceptación por parte del pueblo de que el líder encarna la voluntad de los ciudadanos, de que su poder es incuestionable y está más allá del bien y el mal. Hobbes afirmaba incluso que el Príncipe no está sujeto a las cláusulas del contrato social que le ha otorgado el poder. Hoy, en general, no llegamos tan lejos, pero el funcionamiento interno de los partidos políticos mantiene una considerable distancia con los valores y preferencias de los ciudadanos que los han votado y tienden a generar sus propias normas. Sin duda, la democracia directa es imposible en sociedades como las nuestras, y no se trata de postular regímenes asamblearios que terminan muchas veces en manos de quienes tienen la habilidad de gestionarlos antes que en la expresión de la voluntad general. Pero en los últimos tiempos han salido a la luz las debilidades de un sistema representativo que ha separado radicalmente la vida interna de los partidos políticos de las opiniones y necesidades de sus representados. Ha cundido entre la gente la convicción de que los partidos buscan sus propios intereses antes que la fidelidad a los compromisos con sus votantes y esa convicción genera un peligroso descrédito de la política en general. Se trata de una variante suavizada de la atribución weberiana de una moral para uso de los políticos.
Porque toda institución, y especialmente aquellas que se dedican a gestionar el poder, tienden a generar una endogamia que se reproduce y se gobierna con normas propias, frecuentemente al margen de la sociedad a la que pertenecen y a la cual se supone que deben servir. Por poner un ejemplo, sospecho que los protagonistas de los frecuentes casos de corrupción que se han descubierto en las instituciones públicas no practicaban sus fechorías con la misma actitud interior que un delincuente de a pie. Creo que de algún modo estaban convencidos de que su pertenencia al grupo de los elegidos les concedía ciertas prerrogativas para recibir prebendas y utilizar el dinero público que ellos mismos hubieran considerado indefendibles en otras circunstancias, en las que el robo y la estafa no gozaran de esta inmunidad.
En España y en varios países de nuestro entorno se han producido reacciones populares que no se dirigen a lograr objetivos concretos ni a protestar contra determinadas leyes sino a cuestionar el funcionamiento de nuestro sistema representativo. La consigna “¡no nos representan!”, insistentemente repetida en el movimiento del 15M, no implica necesariamente una postura anarquista o antisistema sino una protesta contra partidos que se encerraron en su propio funcionamiento, olvidando que se les ha contratado para hablar en lugar de sus votantes. Creo que el político que suponga que tiene derecho a regirse por una ética propia, distinta de aquella del común de los mortales, haría bien en dedicarse a otra cosa.
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