Miguel Marín Bosch. La Jornada
En un año se llevarán a cabo las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Pero hace meses que los precandidatos de los partidos Demócrata y Republicano están en campaña. Es un proceso largo y caro. Piensen en las elecciones federales en Canadá del mes pasado, que se llevaron a cabo tras apenas 11 semanas de campaña. Piensen también que una campaña presidencial en Estados Unidos cuesta ahora arriba de mil millones de dólares.
Los partidos designan a su candidato a la presidencia en sendas convenciones que se llevan a cabo en el verano antes de la elección. Ahí se cuentan los votos electorales que cada uno obtuvo en las distintas elecciones estatales de su respectivo partido. Esas elecciones (llamadas primarias) empiezan a principios del año electoral en Iowa. De ahí pasan a Nueva Hampshire, Carolina del Sur y los demás estados.
Muchos de los candidatos derrotados en esas tres primarias iniciales se ven obligados a retirarse. En otras palabras, un puñado de votantes en Iowa (o Nueva Hampshire o Carolina del Sur) puede determinar el futuro de un candidato.
Para sus campañas los candidatos deben conseguir dinero, mucho dinero. Si las primeras encuestas no les son favorables, las contribuciones a sus campañas empiezan a disminuir y se salen de la contienda. Así le ocurrió al ex gobernador de Texas Rick Perry y al gobernador de Wisconsin, Scott Walker. Este último había sido considerado uno de los favoritos del Partido Republicano.
Pero los fondos existen para los candidatos. Gracias a la decisión del primero de abril de 2014 de la Suprema Corte de Justicia, no hay límite a la cantidad que un individuo, un sindicato, una corporación o una organización cualquiera puede aportar a la campaña de un candidato en elecciones federales. La Suprema Corte, por cinco votos contra cuatro, falló que dicha decisión se basa en la libertad de expresión.
Dicha decisión permite la creación de los llamados súper PAC, comités de acción política, que pueden donar fondos sin límites (y a menudo de manera anónima) a un candidato. No entregan los fondos directamente al interesado, pero pagan anuncios en la radio y la televisión, apoyándolo, y contribuyen de otras maneras a su campaña.
Para las elecciones de noviembre de 2016 nadie pudo predecir lo que está ocurriendo en Estados Unidos. Quizás sea una aberración pasajera, pero sin duda es fuente de profunda preocupación entre los dirigentes de ambos partidos, sobre todo el Republicano.
Es cierto que los dos candidatos naturales, los que en cierto modo se sienten con el derecho a la nominación de sus respectivos partidos, ya han lanzado sus candidaturas: por el lado republicano, el ex gobernador de Florida Jeb Bush, hijo de un presidente y hermano de otro, y por el demócrata, Hillary Rodham Clinton, esposa de un ex presidente, ex senadora y ex secretaria de Estado. Ambos han recabado fuertes cantidades de fondos y ambos cuentan con el apoyo de los tradicionalistas de sus respectivos partidos.
Pero hay muchos más individuos interesados en la nominación de sus partidos. Empecemos por el Demócrata. Dos ya abandonaron la contienda: Jim Webb, ex senador por Virginia, y Lincoln Chafee, ex senador y ex gobernador por Rhode Island. Entre los muchos otros aspirantes destacan dos: Martin O’Malley, ex gobernador de Maryland, y Bernie Sanders, senador por Vermont. Este último ha montado una vigorosa campaña que ha resultado muy atractiva para buena parte del electorado joven. Sanders ha superado la alergia estadunidense al término socialista, ya que se autodenomina socialista democrático y ha propuesto una serie de medidas económicas y sociales en beneficio de los más necesitados. En algunas encuestas está compitiendo muy cerca de la señora Clinton.
Por el lado del Partido Republicano la situación resulta insólita. Está Rick Santorum, ex senador por Pensilvania, y hay un nutrido número de gobernadores, unos que lo fueron y otros en funciones: Chris Christie de Nueva Jersey, Mike Huckabee de Arkansas, Bobby Jindal de Luisiana, George Pataki de Nueva York, John Gilmore de Virginia y John Kasich de Ohio. Este último quizás sea el más serio y coherente de todos los candidatos republicanos.
También hay senadores que aspiran a la nominación. Está Lindsey Graham, de Carolina del Sur, y tres arribistas, con poca experiencia política a nivel federal (al igual que Barack Obama en 2008): Ted Cruz de Texas, Rand Paul de Kentucky y Marco Rubio de Florida.
Pero el contingente de aspirantes republicanos incluye a otros tres individuos sin experiencia política que, sin embargo, encabezan muchas de las encuestas. Carly Fiorina, fracasada dirigente de Hewlett-Packard y derrotada candidata al Senado por California, ha sorprendido a muchos. Ben Carson, distinguido neurocirujano, ha sorprendido aún más. Empero el que más sorpresa ha causado es el multimillonario en bienes raíces Donald Trump.
Trump echa mano de su fortuna para sufragar su campaña y ha logrado escandalizar a medio mundo con una serie de ideas un tanto primitivas. Burdo, rayando en lo grosero, ha insultado a no pocos de sus contrincantes y a miembros de la prensa. Pero sus bonos han ido subiendo en los últimos meses y encabeza casi todas las encuestas por un margen relativamente amplio. Tiene mucho apoyo entre los hombres blancos de escasa educación, sobre todo los que han visto bajar su nivel de vida en el sector manufacturero.
Ha desafiado a todos los que pronosticaron que sería un fenómeno pasajero. En elecciones pasadas surgieron candidatos poco ortodoxos que luego cedieron el paso a los más tradicionalistas. Recuerden a Rudy Giuliani en 2008 y Herman Cain en 2012. Pero Trump sigue ahí.
Hay analistas que en un principio descartaron a Trump pero ahora lo califican de favorito para ganar la nominación del Partido Republicano. No creo que ocurra, pero me gustaría. Y ojalá que gane las elecciones en noviembre de 2016. Así, Estados Unidos tendrá otro presidente ignorante pero muy improvisado y con iniciativa. ¿Se lo imaginan?
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