Fernando Luengo, Público.es
Se ha convertido en un lugar común reivindicar las esencias de la iniciativa privada -transparencia, eficiencia y esfuerzo- frente a los males endémicos e incorregibles del sector público –rutina, opacidad y despilfarro-. El diagnóstico “oficial” sobre las causas de la crisis, culpabilizando de la misma al sector público, y el planteamiento de que su superación pasa por meter la tijera con decisión sobre el gasto de las administraciones públicas han alimentado y han dado cobertura a este antagonismo. Por si esto fuera poco, la interminable sucesión de episodios de corrupción ha reforzado la sensación de que una parte importante de la clase política, en connivencia con empresarios desaprensivos, se ha entregado al saqueo de las arcas públicas.
A la hora de sostener y cebar el mantra de las bondades de lo privado y las maldades de lo público, poco importa que el origen de la crisis resida, justamente, en el crecimiento desbordante de la industria financiera, en la concentración espacial y social de la renta y riqueza y en la tendencia al estancamiento de los salarios. Todo ello ha tenido como protagonista a un sector privado, controlado por las grandes corporaciones, desbocado e ineficiente. El crack financiero y la gestión de la crisis realizada por los gobiernos europeos y por la troika han preservado y han protegido los intereses de los que han causado la crisis, a costa del erario público.
Pero nada de esto parece digno de ser tenido en cuenta, ante el poderoso mensaje, continuamente repetido, de las virtudes de lo privado y de los vicios de lo público. Mensaje, por cierto, muy útil para el poder. Para justificar los continuos recortes realizados sobre el sector social público, para privatizar activos y para dedicar enormes cantidades de recursos que son de todos a los grandes bancos. Este discurso también es muy útil para desacreditar la acción política y para arrojar a la abstención, al desencanto y a la frustración a la gente, ¡todos son iguales! ¡nada puede cambiar! Claro, con una ciudadanía desactivada es más fácil mantener el estatus quo.
En este contexto, el fraude multimillonario cometido por Volkswagen abre una puerta que, hasta ahora, inexplicablemente, ha estado casi cerrada. Las corruptelas y los privilegias que anidan en el sector privado. Una de las empresas de referencia del capitalismo alemán y global ha hecho trampas con el objeto eludir la legislación en materia de contaminación medioambiental. Beneficio privado, cosechado ilegalmente, y coste global, aumento de las emisiones a la atmosfera.
Es imprescindible conocer la magnitud del fraude y quienes han sido los responsables, y es necesario que sean castigados de manera ejemplar. A pesar de que los directivos de la firma intentan echar balones fuera –señalando como responsables de la estafa a elementos que habrían actuado por su propia cuanta, fuera de control de las estructuras corporativas-, todo apunta a que ha formado parte de la estrategia de la empresa. Y cabe sospechar que no es un caso aislado.
Pero, más allá del fraude y de la trampa de Volkswagen, urge poner el foco en las prácticas de las firmas –algunas ilegales o en la frontera de la ilegalidad, y otras simplemente indecentes- que están profundamente enraizadas en la gestión corporativa y que nos alejan de esa imagen de eficiencia, transparencia y responsabilidad.
Algunos ejemplos al respecto: las multimillonarias retribuciones que, en complicidad con empresas de consultoría, se fijan los directivos; la enorme e injustificada en términos de productividad, que sólo se justifica en clave de poder, brecha que separa los salarios de éstos de los del resto de trabajadores de la firma; los contratos blindados que establecen muy elevadas indemnizaciones y muy rentables fondos de pensión para los ejecutivos cuando dejan de prestar sus servicios en la empresa; las operaciones de recompra de acciones de la propia firma con el único propósito de aumentar su valor en bolsa y de esta manera el de las “opciones sobre acciones” que constituyen una parte importante de las compensaciones de los equipos directivos; la ingeniería fiscal que permite que las grandes corporaciones, que pueden contratar a despachos especializados en estos asuntos, eludan sus obligaciones tributarias; la complicidad de las agencias de calificación de riesgos (privadas) para ocultar activos tóxicos comercializados, muy rentablemente, por bancos y operadores financieros; la ingeniería utilizada por las empresas multinacionales para disfrazar o hacer desaparecer sus beneficios en los países que tendrían que pagar más impuestos para hacerlos “reaparecer” en aquellos donde hay una legislación en materia tributaria más generosa; los acuerdos entre grandes bancos para manipular los tipos de interés en su exclusivo beneficio; y el diseño de productos financieros opacos y la utilización de información privilegiada para obtener beneficios extraordinarios.
Ejemplos, entre otros muchos que podríamos poner sobre la mesa, que nos hablan de privilegios y de poder, de colisión de intereses y de opacidad, de abusos y de oligarquías, todo ello resultado de una estructura empresarial y de una distribución del ingreso y de la riqueza cada vez más concentrados. ¿Poner el foco en la corrupción política? Sí, sin duda, y desvelar las tramas público-privadas que la alimentan. Pero también es crucial orientar la reflexión, la denuncia y la acción política en la dirección de los privilegios de las élites económicas y empresariales. Un terreno deliberadamente poco explorado, pero muy necesario para impulsar el cambio.
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