Alejandro Nadal, La Jornada
En el año 2000 un grupo de estudiantes de economía en la Universidad de París inició una protesta por el contenido del programa docente que estaba vigente en la carrera. El alumnado se quejó de la imposición de un enfoque unidimensional basado en un sólo conjunto de teorías y la exclusión de cualquier visión alternativa.
El movimiento recibió más atención después de la crisis en 2008. Sin embargo, a pesar del descrédito en el que cayó la teoría dominante, los planes de estudio en las escuelas de economía siguen siendo esencialmente los mismos que existían antes de 2007. Esos planes están organizados alrededor de un paradigma de investigación en el que, como señala Joseph Stiglitz, premio Nobel de economía, domina la ideología sobre la ciencia. Por eso no es exagerado afirmar que los estudiantes son lobotomizados para que asimilen una forma de ver el mundo en lugar de proporcionales herramientas para acercarse al conocimiento y la práctica científica. Los alumnos rebeldes tienen razón: esa forma de pensar empobrece al despreciar cualquier visión alternativa y rechazar todo cuestionamiento.
El paradigma que domina la docencia descansa en la creencia de que los mercados funcionan bien y permiten encontrar ‘precios de equilibrio’ entre la oferta y la demanda de todo tipo de bienes y, de este modo, hacen compatibles las decisiones de productores y compradores. Y como las decisiones de los agentes individuales se hacen bajo una racionalidad de maximización de satisfacción (para consumidores) y de ganancias (por parte de los productores), el resultado al que se llega no es sólo de armonía social, sino de óptima ‘asignación de recursos’.
La teoría que más lejos ha llegado en el desarrollo de esta línea de pensamiento es la teoría de equilibrio general (TEG). Es una teoría que tiene muchos antecedentes, pero que se desarrolla sobre todo con las aportaciones de Hicks, Samuelson, Arrow, Debreu, Hahn y otros entre los años 1936 y 1975. Hoy es la teoría más completa sobre precios flexibles y el equilibrio en mercados conectados por sistemas de precios.
Pero ahora viene lo importante: decir que la TEG es la teoría que más lejos ha llegado en el desarrollo de esta idea no significa que ha alcanzado resultados satisfactorios y que ha logrado sus objetivos. En realidad, el trabajo de la TEG se saldó por un estrepitoso fracaso en su objetivo principal. Imagínense los lectores el escándalo en el mundo de la ciencia. La teoría que más se desarrolló, en la que se invirtieron más recursos (financieros y humanos), la que logró el mayor grado de sofisticación, en especial por el empleo de herramientas matemáticas que le dan un ropaje de cientificidad, esa teoría no pudo demostrar lo que se proponía demostrar (que las fuerzas de la competencia en el mercado conducen a la formación de precios de equilibrio). El año de 1974 marca la fecha en que se demostró (con los teoremas de Sonnenschein-Mantel-Debreu) que la TEG nunca podría llegar a esa demostración.
El fracaso es rotundo. Pero es cierto lo que dice Stiglitz: en economía lo que domina es la ideología. Por eso no sorprende que los alumnos de economía sigan pasando la mayor parte del tiempo estudiando los componentes de la TEG y, en especial, la forma en que los agentes individuales en el modelo realizan sus cálculos de optimización. Eso sí, cuando se llega al contenido central de la TEG, cuando hay que enseñar cómo se forman los precios de equilibrio, ahí la cosa cambia y se pasa rapidito y de puntitas sobre los temas escabrosos del modelo. ¿Por qué? Porque ahí está inconfundible el fracaso de la TEG y eso no hay que sacarlo a la luz del día.
Hoy la revuelta de los estudiantes de economía se propaga. Los alumnos en la Universidad de Manchester, Inglaterra, han constituido una sociedad de economía post-derrumbe y a través de ella presionan para transformar el programa docente y enriquecerlo con visiones e interpretaciones alternativas. Han recibido miles de adhesiones y el ejemplo ha cundido: los estudiantes de Sheffield y Cambridge buscan activamente influir en el diseño del programa docente para introducir cambios. Hasta los estudiantes en algunas universidades en Estados Unidos han demostrado su descontento (véase la protesta contra el curso de Mankiw en la Universidad Harvard), aunque siguen siendo una minoría y su impacto es imperceptible. Ojalá algún día aquí en México y en América Latina los estudiantes de economía arranquen sus propios movimientos de protesta y de diálogo para reconstruir los programas docentes en universidades y centros de enseñanza.
Pero los estudiantes en rebeldía deben ser cuidadosos: no sólo se trata de abrir el espacio docente a visiones alternativas. Eso es, desde luego indispensable. Pero también habría que exigir se cubra de manera detallada el fracaso de la teoría económica dominante. Ese es el preludio a la crítica de la teoría económica.
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