sábado, 1 de marzo de 2014

La crisis económica mundial: la Unión Europea en el ojo del huracán

Nacho Álvarez Peralta, Colectivo Novecento

En septiembre de 2008 Lehman Brothers se declara en quiebra. La crisis de la economía mundial se evidencia ya entonces en toda su dimensión. Desde la II Guerra Mundial las economías desarrolladas no habían sufrido un colapso económico de tal magnitud. Así, los países de la OCDE experimentan en 2009 un desplome del PIB del -3,6%, contrayéndose la inversión empresarial en dicha zona un 12,3% y el comercio mundial un 20%.

Las causas de esta crisis hunden sus raíces en la especificad del modelo de crecimiento experimentado por las economías desarrolladas durante las últimas décadas. En la articulación de dicho modelo jugaron un papel esencial las medidas desplegadas por los gobiernos y las empresas desde comienzos de los años ochenta.

Estas contrarreformas neoliberales tenían por objetivo rescatar a la economía mundial de la crisis de rentabilidad que esta estaba sufriendo en ese momento. Así, el colapso de la ganancia empresarial en los años setenta —en parte consecuencia de las importantes luchas obreras de la década de 1960, en parte consecuencia del proceso de sobreinversión en unas economías con mercados saturados y maduros—, determinará el inicio de la ofensiva neoliberal. El objetivo no era otro que el de ampliar los marcos de valorización del capital, mercantilizando nuevos espacios económicos y cuestionando los “cuerpos extraños” a la lógica de la rentabilidad (como los servicios públicos o las empresas estatales).

De este modo, ya desde comienzos de los años ochenta los gobiernos de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Helmut Kohl comienzan a liberalizar las economías, a desreglamentar los distintos mercados y a privatizar las empresas y los servicios públicos. Dos son los resultados principales. Por un lado, se consolida la ralentización económica durante las décadas siguientes, así como un elevado desempleo. Este paro masivo explicará, junto con los procesos de flexibilización del mercado de trabajo, un crecimiento de los salarios inferior al de la productividad y, por tanto, la progresiva reducción del peso de estos en la renta nacional.

Por otro lado, la liberalización de los mercados financieros internacionales y la apertura externa de las economías desmantela el “corsé” que los poderes públicos habían impuesto a la banca y a los inversores financieros, sentando las bases del denominado proceso de financiarización. El capital financiero internacional es capaz de dirigir a partir de ese momento un modelo de crecimiento que pivota en torno a un patrón de distribución de la renta favorable a los beneficios empresariales y un drenaje de estos capitales hacia la esfera financiera en detrimento de la inversión productiva.

Sin embargo, a pesar del limitado crecimiento económico, las cotizaciones bursátiles se disparan en las economías de la OCDE durante las décadas de 1990 y 2000, el valor de las transacciones financieras se multiplica y los activos inmobiliarios se revalorizan intensamente. Esto es posible gracias al creciente endeudamiento de millones de empresas y hogares norteamericanos y europeos, que sostienen de este modo los niveles de consumo y de acceso a la vivienda. Así, el drenaje hacia el ámbito financiero de los capitales no invertidos en la actividad productiva —dada la mayor rentabilidad de la primera de estas esferas— conlleva la formación de enormes burbujas bursátiles y crediticias, divorciándose temporalmente el valor nominal de los distintos activos de su valor real.

La inestabilidad sistémica que genera un modelo de crecimiento como este es evidente, en la medida en que el divorcio entre las esferas productiva y financiera no puede ser sostenible. Los títulos bursátiles deben estar respaldados por beneficios reales, y los créditos financieros por ingresos que permitan devolver las deudas. Por ello, la acumulación de este “capital ficticio” toca a su fin en el momento en el que alcanza una dimensión tal que impide que los acreedores puedan seguir ejerciendo con normalidad sus derechos de cobro sobre los deudores. Esto es precisamente lo que sucede a partir del verano de 2007, momento en el cual la desvalorización de los “activos ficticios” acumulados sume a las economías desarrolladas en una intensa “recesión de balances”: los hogares, las empresas y las instituciones financieras tratan de desendeudarse simultáneamente, cortocircuitándose con ello el crédito, el consumo, la rentabilidad y la inversión.

Cuando estalla la crisis el nivel de endeudamiento de las principales economías del planeta es elevadísimo, sobre todo en el caso del endeudamiento privado: en 2008 Estados Unidos acumula deuda por valor del 290% de su PIB, Japón alcanza el 460%, Reino Unido el 380%, Alemania el 274%, Francia el 308% y España el 342%.

Ahora bien, la crisis —a pesar de tener una dimensión mundial— presenta una significativa particularidad en Europa. Esto llevará a que el ojo del huracán de la tormenta económica se sitúe a partir de 2009 en dicho continente, materializándose la tempestad en ataques a las deudas soberanas de los países de la periferia y en el propio cuestionamiento del euro.

Las razones que explican que la crisis económica esté siendo más intensa en la Unión Europea deben buscarse en la propia configuración de la moneda única, así como en la especificidad del proceso de sobreendeudamiento privado en la zona euro.

La construcción de un mercado unificado y una moneda común a partir de espacios económicos no integrados contribuyó a profundizar las asimetrías productivas y comerciales en esta área. La participación de buena parte de las economías europeas en una misma zona monetaria facilitó y abarató la financiación privada captada por los países periféricos (Grecia, Portugal o España, entre otros), debido a la libertad total de los flujos financieros intracomunitarios, a la “seguridad” propiciada por una moneda común y a unos tipos de interés reales muy reducidos fruto de los diferenciales de inflación entre los distintos países. Estas circunstancias permitieron que apareciesen economías “impulsadas por la deuda” (como España), que contribuyeron a dinamizar el limitado crecimiento de aquellas otras “impulsadas por las exportaciones” (como Alemania). Así, la moneda común posibilitó una mayor penetración de las exportaciones de los países centrales (Alemania, Austria, Países Bajos, Finlandia) en el resto de países, al tiempo que reciclaba los crecientes superávits comerciales de estos hacia la periferia y contribuía a propiciar burbujas crediticias, inmobiliarias y bursátiles en este último grupo de economías.

En caso de que no hubiese existido el euro, estas crecientes divergencias en las balanzas de pagos intraeuropeas no habrían quedado “invisibilizadas” ni se habrían prolongado tanto. Los mercados financieros, como sucedió en la crisis de 1993, habrían atacado las monedas nacionales de los países periféricos y estos habrían tenido que devaluar. El monto de endeudamiento externo acumulado tampoco habría sido tan elevado. La moneda común contribuyó por tanto a impulsar la lógica del capital financiero internacional, basada en la creciente acumulación de capital ficticio antes descrita y, con ello, en una valorización caracterizada por sus frágiles vínculos con la actividad productiva.

Para hacer frente a esta crisis la llamada troika —Comisión Europea, Fondo Monetario Internacional y Banco Central Europeo— diseña la estrategia que presentamos en el siguiente capítulo, con el objetivo fundamental de garantizar la estabilidad del euro y de que no se desvaloricen ni se cuestionen los derechos de cobro de los acreedores.

Las implicaciones políticas de esta crisis, tanto a escala mundial como europea, son muy significativas. En primer lugar, la profundidad de la crisis evidencia la insostenibilidad en el tiempo de las “soluciones” que el sistema capitalista había encontrado a sus problemas de acumulación en la década de 1970. La crisis actual es por tanto la crisis del neoliberalismo, en un contexto en el que el sistema parece no tener ningún otro modelo de recambio para salir de esta situación.

Además la crisis revela, en el contexto europeo, la inviabilidad de que una zona monetaria unificada pueda garantizar la convergencia de las distintas economías que la integran, o los derechos sociales, en ausencia de un Estado que respalde dicha moneda. El papel histórico del euro no ha sido precisamente el de garantizar esta convergencia o los derechos sociales a escala europea sino, al contrario, el de institucionalizar las medidas neoliberales y, con ello, el permanente cuestionamiento de tales avances. Este papel se ha agudizado con la crisis hasta extremos antes inimaginables, como se ha podido comprobar en Grecia.

En definitiva, como veremos, ni las medidas neoliberales suponen un horizonte que permita vislumbrar algo diferente a la regresión económica y social que hoy día contemplamos, ni el proyecto de la Unión Europea –tal y como actualmente está formulado– parece albergar algo más que la institucionalización de dichos retrocesos.

Capítulo 1 del libro Lo llamaban democracia. De la crisis económica al cuestionamiento de un régimen político (Colectivo Novecento)
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Tomado de Colectivo Novecento

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