Bradford DeLong, Project Syndicate
A fines de los 90, al menos en los Estados Unidos, dos escuelas de pensamiento buscaron impulsar una mayor desregulación financiera, es decir, eliminar la separación legal entre banca de inversión y banca comercial, relajar los requisitos de capital para los bancos y fomentar la creación y el uso más proactivos de instrumentos derivados. Si la desregulación parece tan mala idea ahora, ¿por qué no lo fue entonces?
La primera escuela de pensamiento, en términos generales correspondiente al Partido Republicano de los Estados Unidos, sostenía que la regulación financiera era mala, porque toda regulación lo era. La segunda, en términos generales la del Partido Demócrata, era algo más compleja y se basaba en cuatro observaciones:
En el núcleo industrial de la economía global, al menos, habían transcurrido para entonces más de 60 años desde que una perturbación financiera hubiese tenido más que un impacto menor sobre los niveles globales de producción y empleo. Si bien los bancos centrales modernos habían tenido dificultades para hacer frente a los shocks inflacionarios, habían pasado generaciones desde que la aparición de un shock deflacionario que no se hubiera podido manejar.
· Los beneficios de la oligarquía de la banca de inversión (el puñado de bancos de inversión globales, como Goldman Sachs, Morgan Stanley y JP Morgan Chase, entre otros) fueron muy superiores a lo que cualquier mercado competitivo debería generar, gracias al mucho dinero a su disposición y a su capacidad de maniobra por entre frondosos laberintos normativos.
· La pendiente de retornos del mercado de largo plazo -por el cual quienes con mucho dinero y la paciencia para asumir los riesgos de inversiones en bienes raíces, acciones, derivados y otros cosecharon utilidades desmesuradas- parecía indicar que los mercados financieros eran totalmente inadecuados para movilizar la capacidad de asunción de riesgos de la sociedad como un todo.
· Los dos tercios más pobres de la población de Estados Unidos parecían estar excluidos de las oportunidades de acceso a créditos con tasas de interés razonables y, en consecuencia, de las inversiones con grandes beneficios de las que disfrutaba el tercio superior (especialmente los ricos).
Estas cuatro observaciones sugerían que era la hora de un poco de experimentación institucional. Las restricciones de la época de la depresión sobre el riesgo parecían menos urgentes, dada la probada capacidad de la Reserva Federal de los EE.UU. para construir barreras entre las turbulencias financieras y la demanda agregada. Las nuevas maneras de acceder a créditos y extender el riesgo parecían implicar pocos inconvenientes. Una mayor competencia para los oligarcas de la banca de inversión por parte de los bancos comerciales y las compañías de seguros con abundantes fondos a su disposición parecía ayudar a reducir las desmesuradas ganancias de los bancos de inversión.
Parecía que merecía la pena intentarlo, pero no fue así.
Analíticamente, todavía estamos recuperándonos del desastre que significó este experimento. ¿Por qué fueron tan malos los controles del riesgo de los bancos generales altamente apalancados y centrados en el dinero? ¿Por qué los bancos centrales y los gobiernos no estuvieron dispuestos ni fueron capaces de acelerar y mantener el flujo de la demanda agregada a medida que la crisis financiera y sus consecuencias ahogaban la inversión privada y el gasto de consumo?
Más preguntas surgen de la respuesta política a la recesión subsiguiente. ¿Por qué, una vez que la magnitud de la crisis se hizo evidente, los gobiernos no estuvieron dispuestos a intervenir para hacer que el desempleo volviera a niveles normales, sobre todo ante la ausencia de expectativas inflacionarias, presión alcista sobre los precios, o incluso aumentos de las tasas de interés que pudieran desincentivar el gasto de inversión privado? ¿Y cómo ha podido la industria financiera conservar tanto poder político para bloquear la reforma normativa?
Más aún, sigue sin estar clara la forma de reestructurar el sistema financiero. La separación establecida por la Ley Glass-Steagall entre la inversión y la banca comercial benefició en gran medida de la oligarquía ya asentada de los bancos de inversión, pero de alguna manera la entrada de los bancos comerciales y las aseguradoras como competidores aumentó aún más los beneficios de las compañías financieras.
Hubo grandes oportunidades de ganancias para los intermediarios financieros que pudieron encontrar capacidad de asumir riesgos, hacer traspasos de valores para aprovecharse de la transacción y así obtener comisiones por proporcionar riesgos a inversores que pudieran acabar por cosechar ganancias por asumirlos. Pero la llegada de los derivados concentró el riesgo en lugar de dispersarlo, porque se podía entonces hacer todavía más dinero con la venta de riesgo a personas que no sabían cómo valorarlo o, de hecho, qué riesgos estaban asumiendo.
Y el hecho de que los bancos centrales no tuvieran en mente que su trabajo principal era la estabilización de los ingresos nominales -su fracaso no sólo en ser buenos keynesianos, sino siquiera buenos monetaristas- plantea la interrogante de si los bancos centrales necesitan una reforma drástica. Ya en 1825, el gobernador del Banco de Inglaterra, Cornelius Buller, comprendió que cuando el sector privado experimentaba una repentina alza (impulsada por el pánico) de la demanda de activos financieros seguros y líquidos, era responsabilidad del Banco satisfacer esa demanda y así evitar la bancarrota y mantener a raya las tendencias hacia una depresión . ¿Cómo es posible que sus sucesores sepan menos que él?
Hasta puede darse el caso de que debamos volver al sistema financiero mucho más estrictamente regulado de la primera generación post-Segunda Guerra Mundial. Sirvió bien al núcleo industrial, al menos según podemos decir en función de los agregados macroeconómicos. Sabemos con certeza que nuestro actual sistema no lo ha hecho.
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