Pedro Calvo El Economista
El futuro comenzó a escribirse el 21 de julio de 2005. Ese día las autoridades chinas dieron un paso en apariencia pequeño, pero que en el fondo supuso el inicio de un proceso irreversible. Un movimiento milimétrico, tanto por su magnitud como por la precisión quirúrgica con la que se emprendió, que en su ADN incorporó la semilla de un combate futuro. Una batalla que amenazará con alterar el orden cambiario del último siglo.
En litigio estará el cetro mundial, el privilegio de ser la divisa más fuerte del mundo. El reinado del dólar estadounidense será puesto a prueba. Pero no por el euro, como cabía esperar, sino por la irrupción de una nueva dinastía. La de la moneda china. El yuan.
Aquella jornada de julio, Pekín comenzó a levar las anclas que habían mantenido prácticamente inmóvil a la divisa del gigante asiático desde 1994. Durante esos 11 años, la moneda contó con un margen de variación ínfimo contra la estadounidense, a la que estaba vinculada.
Apenas oscilaba entre los 8,277 y los 8,30 yuanes por dólar. El país estaba preparando el salto a la primera división de la economía mundial, y para ello quiso un aliado en su moneda, de ahí que los estrictos dirigentes chinos impidieran su apreciación. Sería más fácil exportar, y por tanto crecer, con una divisa barata.
Pero ese día le permitieron subir un 2,1%, hasta las 8,11 unidades, y accedieron a que desde entonces emprendiera un camino que técnicamente se conoce como flotación sucia. Es decir, en adelante iban a permitir que el yuan se revaluara, pero no libremente -como ocurre con las divisas de los países desarrollados-, sino de forma limitada y dirigida. Además, el norte de la brújula de la moneda asiática ya no sería únicamente el billete verde, sino que su valor iba a estar referenciado a una cesta de monedas. El viaje había comenzado.
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