En Londres, los ejecutivos pierden dinero mientras las bacterias se agolpan en restaurantes de lujo y se apaga el runrún de los 'aston martins'. La otrora orgullosa capital financiera yace en la ansiedad
John Carlin El País
De las muchas jóvenes promesas de la gastronomía mundial que han rendido culto en el templo de El Bulli ninguno se ha contagiado más del espíritu del gran maestro, Ferran Adrià, que el inglés Heston Blumenthal. Por su invención, por su osadía, por su rigor, Adrià ha identificado a Blumenthal como su discípulo más amado. La fe de Adrià se ha visto justificada por la designación del restaurante de Blumenthal, The Fat Duck, como el segundo del ranking global después de El Bulli.
The Fat Duck se convirtió en un símbolo de la opulencia y ambición de Londres, la capital financiera y cultural del mundo durante la última década, la expresión más dinámica, optimista y derrochadora de un boom de bienestar planetario que nos imaginábamos, en los países ricos, eterno. Los viejos y nuevos multimillonarios de la Tierra se instalaban en Londres, y, saciada su necesidad de ferraris y bentleys, y de hogares caros en los barrios de Mayfair y Belgrade, tiraban fortunas en champán, y potaje de caracol con jamón de jabugo, y nitrohelado de beicon y huevo, en el restaurante más rabiosamente de moda en la breve, pero espectacular, historia culinaria de las islas Británicas.
The Fat Duck ofrece a su vez una metáfora especialmente brutal de la enfermedad que ha devorado a Londres. En enero, clientes del restaurante empezaron a acusar síntomas de malestar estomacal, vómitos y diarrea. El mes pasado, la cifra de comensales que cayeron enfermos, aparentemente debido a un virus, superó los 500. Y Blumenthal se vio obligado a cerrar sus puertas.
Hoy las puertas se están cerrando en todo Londres; las de los restaurantes, las de las tiendas, las de los puestos de trabajo y las de la ilusión. Si el verano pasado la frase que definía a los londinenses era "viva la vida", la palabra que los define hoy es "ansiedad". La mayor concentración de ansiedad se encuentra en el sector financiero de Londres, la fuente de la riqueza de la ciudad, el motor que generó infinidad de puestos de trabajo para abogados, auditores, publicistas, inmobiliarias y cocineros, y donde se ganó dinero grotescamente, inflado a base de comisiones extravagantes y riesgos irresponsables. Jóvenes de 25 años recién entrados en compañías de inversiones se compraban Aston Martins o casas valoradas en dos millones de libras (2,6 millones de euros hace seis meses, un cuarto menos hoy) porque, por encima de sus sueldos de 65.000 libras, acumulaban primas anuales de 200.000. Un veterano de 35 o 40 que ocupaba un puesto ejecutivo medio tenía un sueldo fijo de 200.000, pero con frecuencia cosechaba bonus de cinco millones. Cuanto más dinero (de otras personas) arriesgaban, más ganaban. Ese dinero fluía por toda la ciudad. La excepción, no la regla, fue vivir en una casa valorada en un millón de libras, lo cual creó un clima de confianza tal, que se repartieron hipotecas como pintas de cerveza en un pub. Todo el mundo se imaginó rico y gastó como si lo fuera.
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