Una mirada no convencional al modelo económico neoliberal, las fallas del mercado y la geopolítica de la globalización
jueves, 27 de noviembre de 2025
Descartes, el «cogito» y la fractura de la modernidad
Daniele D’Innocenzio, Arianna Editrice
Descartes no cometió simplemente un error filosófico, como Antonio Damasio señaló acertadamente en «El error de Descartes», sino que inauguró una ruptura que condenó a la humanidad, la naturaleza y la vida misma al colapso. Al separar la mente del cuerpo y el sujeto del mundo, sentó las bases metafísicas para una civilización construida sobre la dominación, la extracción y la racionalidad desencarnada. El cogito cartesiano, concebido como garantía de certeza, se convirtió en cambio en la semilla de la alienación, desarraigando la moralidad de la teleología, la solidaridad de la comunidad y a los seres humanos de la Tierra viva. Lo que parecía un triunfo de la razón fue, en realidad, el acto que dio inicio a un lento suicidio de la civilización. No se trató de un simple error de lógica, sino de un terremoto. La sacudida cartesiana sigue propagándose hoy en día, en forma de grietas en el planeta, de crisis de sentido, de cuerpos ansiosos que ya no entienden dónde terminan y comienzan los demás.
En el momento en que «da a luz» el «cogito, ergo sum», Descartes rasga un velo que ya no se volverá a coser. La mente y el cuerpo ya no son un único entrelazamiento de carne, deseo y memoria: se convierten en dos sustancias. Una, inmaterial, brillante, sede del pensamiento claro y distinto; la otra, pesada, mecánica, fiable como un reloj e igualmente carente de interioridad. El cuerpo es ahora una «cosa» entre las cosas, un pedazo de naturaleza para perforar, pesar, vender. El bosque se convierte en reserva de madera, el petróleo en un fluido que bombear, las neuronas en circuitos que optimizar: el sujeto, armado de razón, se imagina fuera del mundo como un ingeniero sobre un puente de mando. Pero nadie le ha dicho que el puente flota sobre el océano que pretende dominar.
Tres siglos y medio después, Damasio tiene un pensamiento sencillo pero eficaz: quitad al pensamiento el latido, el intestino, la piel que se arruga y lo que queda es un desierto cósmico que deja espacio a una abstracción estéril. Las neurociencias lo demuestran: los pacientes con lesiones en el lóbulo prefrontal presentan una lógica intacta, una emotividad nula y una capacidad de decisión aniquilada.
Sin cuerpo no hay evaluación, sin evaluación no hay acción, sin acción no hay historia.
Sin embargo, la historia cuenta que nuestra civilización ha construido templos, universidades, economías enteras sobre la premisa opuesta. El paraíso cartesiano es un lugar sin olores, sin sudor, sin horizonte. Allí las decisiones se toman con algoritmos, los mercados se regulan por sí mismos, los datos «hablan por sí mismos». El resto —el sabor de las fresas, el llanto de los niños, el zumbido de los insectos— es «externo», un residuo que se tolera hasta que obstaculiza el beneficio.
Sentémonos a la orilla y observemos la realidad: las democracias están narcotizadas por flujos de información que nadie controla; nuestras vidas interiores están subcontratadas a plataformas diseñadas para mantener la atención como rehén. Cada crisis —climática, política, psicológica— es una nota de retorno de la vieja partitura: sujeto separado del objeto, mente alienada de la Tierra. Ahora surge la paradoja: cuanto más alejamos el cuerpo, más reaparece como un espectro. Los trastornos alimentarios, la ansiedad generalizada, la depresión que crece entre los más jóvenes no son «enfermedades mentales» en el sentido cartesiano: son protestas de la «carne», intentos de decir «yo también estoy aquí» a un yo que las había olvidado. La psique, privada de su humus biológico y social, cae en el vacío.
Admitir que pensar es también respirar, que razonar es también alimentarse, que conocer es también ser tocado sería la semilla de una alternancia justa alimentada por este gesto mínimo. La tan querida ciencia, tan a menudo llamada causa durante la temida ola de covid, cuando sale del laboratorio, lo confirma: los microbios intestinales producen serotonina; las ondas ultravioletas modulan el sistema inmunológico; el cerebro «fuera de la cabeza» se extiende por todo el cuerpo y más allá, hasta la trama de relaciones que nos mantienen vivos.
Demos la vuelta a todo: no «pienso, luego existo», sino «soy íntegramente, luego comprendo». Un nosotros que incluye bacterias, bosques, nubes, códigos, recuerdos de los antepasados. Una subjetividad difusa, simbiótica, imperfecta, pero al menos arraigada. La razón, entonces, ya no es una torre de marfil: es un jardín que hay que cultivar, donde la intuición y la medición, la poesía y las matemáticas, la sangre y la idea se riegan mutuamente.
Ya no basta con dudar, sino que hay que acoger. Acoger la vulnerabilidad de la propia respiración. Solo un sujeto que se reconoce dependiente puede concebir una moralidad que no sea también dominio. Es el fin del hombre cartesiano y quizás el comienzo del brote de lo humano.
Cada vez que decidimos escuchar el latido antes que el argumento, cada vez que medimos el valor de un árbol también por lo que es inaprensible (sombra, aroma, historia), quitamos un ladrillo del muro erigido en 1619 por Descartes: ese error no seguirá siendo una condena, sino que se convertirá —quizás ya se esté convirtiendo— en la cicatriz que nos recuerda cómo se camina cuando se está completo de nuevo. Cojeando, tal vez, pero con la Tierra bajo nuestros pies.
El error de Descartes no fue solo un error: fue una herida. Una herida que ha moldeado la modernidad y que hoy sangra en las crisis de nuestro tiempo. Reconocerla significa comprender que la tarea de la filosofía ya no es fundar certezas abstractas, sino recomponer vínculos rotos.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)

No hay comentarios.:
Publicar un comentario