Occidente es la realización de una política de poder económico-militar, que nace en la Era de los Imperios, desemboca en las dos guerras mundiales y retoma el gobierno del mundo a mediados de los años 70 del siglo XX
Andrea Zhok, Arianna Editrice
Occidente es un concepto extraño, reciente y espurio.
Por “Occidente” se entiende, en realidad, una configuración cultural que surge con la unificación mundial de la Europa política y de lo que a partir de 1931 tomará el nombre de “Commonwealth” (parte del Imperio Británico).
Esta configuración alcanza su unidad bajo el signo del capitalismo financiero, a partir de su emergencia hegemónica en las últimas décadas del siglo XX.
Occidente no tiene nada que ver con la Europa cultural, cuyas raíces son grecolatinas y cristianas.
Occidente es la realización de una política de poder económico-militar, que nace en la Era de los Imperios, desemboca en las dos guerras mundiales y retoma el gobierno del mundo a mediados de los años 70 del siglo XX.
Lamentablemente, también en Europa la idea de que “somos Occidente” ha pasado a formar parte del sentido común.
La Europa histórica, por ejemplo, siempre ha tenido vínculos estructurales fundamentales con Oriente, cercano y lejano (Eurasia), mientras que Occidente se percibe a sí mismo como intrínsecamente contrario a Oriente.
Así, la Europa cultural está en evidente continuidad con Rusia, mientras que para Occidente Rusia es totalmente ajena a sí misma.
Esta premisa sirve para ilustrar una grave preocupación de larga data que no puedo ocultar.
La preocupación está relacionada con el hecho de que Occidente, moldeado en torno al sistema —mental y práctico— del capitalismo financiero, ha desarraigado el alma de los pueblos europeos.
La cultura y la espiritualidad europeas, ese extraordinario florecimiento que va desde Sófocles a Beethoven, de Dante a Marx, de Tácito a Monteverdi, de Miguel Ángel a Bach, etc., etc., es la primera víctima de la cultura occidental, una cultura utilitarista, instrumental, abismalmente mezquina, que solo comprende la belleza del arte, de los territorios, de las tradiciones si es un ‘activo’ transformable en ‘dinero’.
Hemos aprendido a aceptar esta medición de todo valor como precio, y de todo precio como margen de beneficio.
Nuestra sociedad, nuestra educación, nuestras comunidades han sido empujadas a aceptar estas equivalencias que desertifican el alma.
Y se ha hecho porque prometía preservar un estatus de poder, de predominio y hegemonía material de Occidente sobre el resto del mundo.
Por mucho que muchas personas hayan intentado, incluso con cierto éxito, oponerse a esta deriva desertizante, esta se ha impuesto en las instituciones, en las academias, en la escuela.
Quien quiera resistirse a este empobrecimiento debe hacerlo de forma clandestina, como resistencia individual, pagando un precio personal, mientras que todo lo demás, las financiaciones, los programas, las prebendas, van en la dirección opuesta.
Pero hoy hemos llegado al final del camino, al punto de inflexión.
La desertificación del alma que ha producido Occidente ha dado lugar a una de las clases dirigentes más moralmente infames que recuerda la historia.
Antes del surgimiento de la mentalidad occidental, hace aproximadamente un siglo y medio, hubo sin duda tiranos más sanguinarios que los líderes occidentales actuales, pero ninguna forma de vida tan cínica.
Occidente no mata ni extermina por odio, ni por convicción, ni para dar ejemplo, ni siquiera por un sentido franco de superioridad.
No, Occidente mata porque cada vez le cuesta más percibir como relevante la distinción de valor entre la vida y la muerte.
Porque es, en el fondo, una cultura de la muerte en el sentido fundamental de que no reconoce una divergencia de valor esencial entre la vitalidad de una cuenta bancaria y la de un niño, entre la de un algoritmo y la de una cría.
El Occidente actual, ejemplificado hoy de manera paradigmática por las clases dirigentes estadounidenses e israelíes, pero representado igualmente bien por la basura servil que habla en nombre de la Unión Europea, está alcanzando niveles de abjeción raramente vistos.
Ya no se trata de “doble rasero”.
Se trata de un compromiso diario con la mentira sin límites, con la aceptación sincera de que cada afirmación, cada palabra, cada pensamiento solo cuenta por los efectos en términos de dinero-poder que puede producir.
Se puede decir todo y lo contrario de todo.Se puede construir, en Milán como en Londres, la sociedad más clasista, gentrificada, oligárquica y excluyente, mientras se predica suavemente la acogida y la inclusión. Se puede asistir a un genocidio en directo durante dos años y explicar que es legítima defensa.
Se puede negar lo evidente y luego negar haberlo negado.
Se pueden romper promesas y tratados.
Se puede negociar y, al mismo tiempo, intentar matar a la persona con la que se negocia, y luego protestar con cara seria porque la otra parte ya no quiere seguir negociando.
Se puede manipular la información oficial las 24 horas del día y luego pedir castigos ejemplares para contrarrestar el poder manipulador en las redes sociales de la peluquera Pina.
Etcétera, etcétera.
He aquí mi problema: además del disgusto por todo lo que está sucediendo, soy consciente de que no podremos escapar a la condena histórica de esta obscenidad espiritual.
Estaremos involucrados, aunque no hayamos aprobado nada personalmente, aunque lo hayamos contestado con todos los medios a nuestro alcance.
Estaremos involucrados porque esta depravación es Occidente y hemos aceptado esta etiqueta, hemos aprendido a pensar como Occidente y así nos percibe el mundo.
Cuando los 7/8 del planeta nos pidan que paguemos la cuenta —y que nadie se haga ilusiones de que no sucederá—, será increíblemente difícil, quizá imposible, explicar que la gran cultura milenaria europea no tiene nada que ver con el desierto nihilista del Occidente contemporáneo.
Al igual que en la inmediata posguerra muchos no podían oír hablar alemán —la lengua de Goethe y Mozart— sin sentir repugnancia (algunos de los menos jóvenes lo recordarán sin duda), así, pero de forma mucho más radical, podría ocurrir con todo lo que huela, con razón o sin ella, a Occidente.
Después de todo, si estudiar a Dante, Cervantes o Shakespeare os ha llevado a dos guerras mundiales y luego al nihilismo declarado, ¿qué lección debería aprender el mundo de esta tradición?.
Este razonamiento, en su crudeza, nos puede parecer irracional solo porque estamos acostumbrados a ser siempre los que juzgan y nunca los juzgados.
Perder la hegemonía mundial es ahora fatal, y lejos de ser un problema, será una bendición.
Pero perder el respeto y la comprensión por todo lo que ha sido la larga historia europea, esto ya ha ocurrido en parte por involución interna y el golpe de gracia podría darse en breve.
Perder el alma es inmensamente más grave que perder el poder.
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