jueves, 22 de agosto de 2024

Estados Unidos entre la debilidad y la ambigüedad moral

Se trata de una condición de debilidad, que a su vez produce cierta ambigüedad moral en la estrategia estadounidense, que recuerda cada vez más a un león viejo, que ruge más fuerte para intimidar a los leones jóvenes, pero que sabe que es incapaz de enfrentarse a ellos

Enrico Tomaselli, Giubbe Rosse News

Observando el escenario general de la confrontación que enfrenta al bloque occidental con el bloque euroasiático, surgen una serie de elementos interesantes sobre los que merece la pena detenerse.

Parece difícilmente discutible que Estados Unidos ha hecho una elección estratégica precisa, a saber, que este enfrentamiento –que básicamente se reduce a la negativa a aceptar la hegemonía estadounidense por parte de ciertas naciones– debe resolverse de forma radical, mediante el instrumento de la guerra.

Se pueden encontrar muchas pruebas de ello en los documentos oficiales del Pentágono y de los diversos grupos de reflexión que contribuyen a determinar las opciones estratégicas de EEUU. Pero, una vez hecha esta consideración, se corre el riesgo de hacer una lectura demasiado simplista de la misma, lo que a su vez podría llevar a malinterpretar lo que está ocurriendo, y lo que podría ocurrir.

La primera aclaración que se hace necesaria es que, cuando utilizamos el término guerra, pretendemos ante todo referirnos a un modo de planteamiento del enfrentamiento caracterizado por la agresión activa: el enfrentamiento se entiende como conflicto, y éste se considera irremediable, no susceptible de mediación –salvo en un plano meramente táctico-.

Este enfoque contempla la posibilidad de la guerra declarada (de la guerra real), pero no la privilegia: el modelo preferido es el de la guerra híbrida, es decir, llevada a cabo mediante una combinación de acciones hostiles, en la que coexisten las amenazas y los halagos, la presión económica y la corrupción, las operaciones psicológicas y el ciberespionaje, la diplomacia y -sí- también la acción militar.

A este respecto, también es pertinente tener presentes los precedentes históricos. En la Segunda Guerra Mundial, que representa la transición final de EEUU al papel de superpotencia mundial, EEUU luchó esencialmente contra dos potencias industriales emergentes -Alemania y Japón-, ambas, sin embargo, con una falta sustancial de acceso a fuentes de energía y materias primas, y en cualquier caso inferiores en cuanto a capacidad de producción.

A pesar de ser el país que ha participado en el mayor número de guerras desde su fundación, ésta fue la última en la que Washington se implicó tan profundamente.

Durante el no tan breve periodo que recibe el nombre (no casual) de Guerra Fría, Estados Unidos -al igual que la URSS- se cuidó mucho de no entablar una guerra frontal directa.

En cierto sentido, fue entonces cuando comenzó la guerra híbrida Este-Oeste. La razón por la que nunca se llegó a una confrontación directa, a pesar de muchos conflictos indirectos, es sencillamente porque prevaleció la conciencia de que EEUU ya no era una potencia dominante, hasta el punto de que podía esperarse razonablemente que ganara la confrontación.
Obviamente, la disponibilidad en ambos bandos de armas nucleares desempeñó su papel en esto, pero ya en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea había dejado claro que, incluso en el nivel de la guerra convencional, Estados Unidos ya no tenía una supremacía militar incuestionable.

Ese periodo, por tanto, fue frío, puesto que ya no era posible asegurar la victoria por la fuerza de las armas.

Es importante comprender el peso que han tenido las décadas entre 1945 y 1991 en la determinación de las opciones estratégicas estadounidenses. La gran lección para los estrategas geopolíticos estadounidenses es que, contra potencias de cierto calibre, la confrontación militar frontal tiene un resultado peligrosamente incierto, mientras que la guerra híbrida tiene éxito.
La URSS no cayó como consecuencia de una derrota en el campo de batalla, sino porque fue incapaz de resistir el desgaste producido por la combinación de tensiones a las que se vio sometido el Estado soviético, el partido comunista y la sociedad en su conjunto. Lo que la doblegó fue la guerra híbrida.
La posguerra fría hizo creer primero a los dirigentes estadounidenses que aquello significaba el fin de la historia, entendido como la conclusión de una era conflictiva y el comienzo de una era de hegemonía indiscutible.
La euforia del momento fue también responsable de la apertura de la temporada de la globalización, que iba a representar la división capitalista del trabajo a escala planetaria, precisamente a la sombra de la hegemonía estadounidense.
Sin embargo, esta ilusión, al menos entre las élites políticas, económicas y militares estadounidenses, no duró mucho. De hecho, pronto quedó claro que, en su lugar, estaban surgiendo nuevas potencias, inevitablemente destinadas a rechazar -tarde o temprano- el papel hegemónico de Estados Unidos.

Mientras tanto, el final de la Guerra Fría -y de la historia- había producido sus efectos, empujando a Estados Unidos al papel de policía del mundo. Esto tuvo un impacto considerable no sólo en la autopercepción, sino también en la planificación estratégica y la organización militar.

Esencialmente, se ha pasado de una estructura (y doctrina) diseñada en función de una hipotética gran guerra simétrica, a una en función de muchas guerras asimétricas.

El único legado estratégico (de la Segunda Guerra Mundial) del pasado fue la persistencia -en la doctrina militar- de la necesidad de que las fuerzas armadas tuvieran capacidad para sostener dos conflictos al mismo tiempo, en zonas diferentes -un legado obvio de la guerra con Alemania (Europa) y Japón (Pacífico)-.

Estos aspectos han sido muy discutidos, incluso en estas páginas, por lo que no merece la pena detenerse más en ellos.

El pasaje fundamental, sobre el que en cambio hay que llamar la atención, es el desfase que se produce entre la reflexión geopolítica y la planificación estratégica. Es como si esta última viajara empujada por la euforia antes mencionada, y se preparara así para un mundo sustancialmente unipolar, en el que el papel hegemónico de EEUU exigiera que las fuerzas armadas actuaran como porra del poder, mientras que la reflexión geopolítica se proyectaba hacia delante, imaginando un futuro mucho más inestable y la aparición de competidores potencialmente temibles.

En resumen, surgió una especie de retraso del instrumento de la guerra respecto al análisis estratégico a largo plazo.
El resultado de este desfase es que, hoy en día, el instrumento militar estadounidense (y, más en general, el de los países de la OTAN, que siguen su modelo), aunque sigue dotado de un poder considerable, ya no es totalmente adecuado para el escenario de un conflicto global.
Y, por supuesto, esto debe entenderse con referencia a varios niveles, desde la doctrina hasta la organización, desde la articulación estructural de las fuerzas armadas hasta el tipo de armamento, etc.

Si, por tanto, podemos afirmar que Occidente –quizás regodeándose en un arraigado sentimiento de superioridad– no ha tomado medidas a tiempo para adaptar su instrumento militar a las ambiciones y designios de la hegemonía global, sus adversarios (también por una serie de razones históricas y estructurales, que no viene al caso recapitular aquí) han empezado, en cambio, a equiparse a tiempo para esta eventualidad.

Conviene hacer aquí una breve referencia a lo dicho anteriormente. Cuando la doctrina estratégica estadounidense hace hincapié en la necesidad de poder hacer frente a dos conflictos, en teatros diferentes, pesa fundamentalmente la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, como ya se ha señalado.

Es decir, no se trata simplemente de mantener dos teatros de guerra, sino de hacer frente a dos guerras. Dicho de otro modo, EEUU debe ser capaz de llevar a cabo dos guerras al mismo tiempo, contra dos enemigos que (como Alemania y Japón) bien pueden ser aliados, pero que actúan esencialmente de forma independiente, y sin posibilidad de ayudarse mutuamente.

Por esta razón, el pensamiento estratégico estadounidense siempre ha tenido como objetivo, desde la Guerra Fría, dividir el frente enemigo, y en particular a Rusia y China.

La idea estratégica, de hecho, sería idealmente enfrentarse a los países hostiles por separado (y posiblemente uno tras otro). Pero la política geopolítica de Estados Unidos ha producido, en cambio, una segunda brecha; no sólo se encuentra con un instrumento bélico diseñado y organizado para guerras asimétricas -mientras se enfrenta a la perspectiva de guerras simétricas-, sino que, en lugar de dividir a los enemigos, les ha empujado a reforzar fuertemente los lazos mutuos, hasta un extremo sin precedentes.
Como resultado, existe un grave riesgo de enfrentarse a una guerra de múltiples frentes en múltiples teatros, pero contra un enemigo bien coordinado y capaz de prestarse apoyo mutuo a todos los niveles.
Aunque dentro de las élites estadounidenses, como reflejo natural de la decadencia imperial más amplia, no es raro encontrar personas de baja o mediocre posición (de lo contrario no habrían cometido errores tan atroces), hay que considerar que en la esfera colectiva del aparato político-económico-militar existe conciencia de esta difícil condición.

De ello se deduce que, incluso en presencia de una propensión a adoptar el esquema de la guerra como piedra angular de la acción para preservar el poder hegemónico, y tal vez incluso en presencia de un impulso por aplicarlo rápidamente, una evaluación básica de costes y beneficios sugiere una acción más gradual.

En esta fase, a pesar de un despliegue constante de fuerza, ésta tiene sobre todo un valor disuasorio, y sirve para ganar tiempo. De hecho, si se analiza más detenidamente, la acción política estadounidense se centra en evitar cualquier escalada peligrosa de la ya tensa situación internacional.

Desde el punto de vista estadounidense, ahora se enfrenta a tres escenarios diferentes, en tres teatros distintos.

En Europa, la operación para enfrentar a Ucrania con Rusia, con la doble intención de desgastarla y romper los lazos entre ella y los países europeos, sólo ha tenido éxito en este último aspecto, mientras que Moscú está utilizando eficazmente la guerra para reforzarse a todos los niveles.

En Extremo Oriente, la operación de contención de China -imaginada esencialmente como la creación de un cinturón de países capaces de limitar su agilidad en el Pacífico- se encuentra aún en una fase incipiente, y en cualquier caso tiene que contar con el crecimiento de Pekín (incluido el militar), infinitamente superior a las posibilidades de EEUU a medio plazo.

En Oriente Medio, por último, se encuentra enredado en una situación indeseable, en la que no puede desvincularse (por razones tanto internas como estratégicas) del último aliado que le queda en la región, pero tampoco puede dejarse arrastrar por él a un conflicto peligroso.

En el teatro europeo, el conflicto entre Rusia y la OTAN (que ya es descaradamente) se mantiene, sin embargo, un paso o dos por debajo del umbral de la confrontación abierta.
Para Washington, en este momento, se trata de completar la operación de retirada que ya ha comenzado, manteniendo el control del conflicto, y luego evaluar –en función de cómo evolucione la situación– si dejarlo extinguir, habiéndolo alargado todo lo posible, o si lanzar a los ejércitos europeos (o a parte de ellos) a la refriega, relanzando y apuntando a una escalada del propio conflicto.
Fundamentalmente, mucho dependerá también de lo dispuesto que esté EEUU a quemar las colonias aliadas de la OTAN (de las que, sin embargo, no puede prescindir en una perspectiva de confrontación global).

Por lo que respecta al teatro de operaciones del Pacífico, aparte del tiempo que llevará establecer esta super-OTAN oriental, es prioritario aislar a China, de un modo u otro, del continente euroasiático antes de que pueda plantearse el paso a la guerra caliente.
Mientras Pekín pueda abastecerse y alimentar su aparato industrial, no hay lugar para otra cosa que no sea la guerra híbrida actual.
El tiempo para llevar a cabo estas tareas no es corto y, además, la transición a la siguiente fase requiere un esfuerzo extraordinario para modernizar la marina estadounidense, lo cual es cualquier cosa menos sencilla, incluso sin tener en cuenta que la industria naval china produce tres/cuatro veces más barcos que la estadounidense.

Por último, el teatro de Oriente Medio es el más peligroso. Mientras tanto, ciertamente no se encuentra entre los que Washington considera prioritarios, y la posibilidad de verse envuelto en un conflicto regional se ve como humo y espejismos. Y esto por, al menos, tres muy buenas razones.

Desencadenaría una reacción en cadena que, mediante el inevitable bloqueo del Estrecho de Ormuz por Irán, haría explotar los precios del petróleo, desencadenando una crisis mundial. Sea cual sea el resultado de cualquier guerra, el riesgo de que Israel (el último aliado seguro que queda en la región) salga de ella con los huesos rotos es muy alto. La presencia de Rusia sobre el terreno, los numerosos países implicados y el interés estratégico de Moscú en impedir una derrota de Irán, hacen posible que se produzca un enfrentamiento directo.

En conclusión, podría decirse que Estados Unidos se encuentra hoy en una condición de inestabilidad, caracterizada por dos factores contrapuestos: por un lado, la necesidad de abordar y resolver la cuestión de la amenaza a su hegemonía antes de que sus adversarios sean demasiado fuertes para hacerlo, y por otro, la conciencia de que actualmente no está en condiciones de intentar un movimiento decisivo.
Se trata de una condición de debilidad, que a su vez produce cierta ambigüedad en la estrategia estadounidense, que recuerda cada vez más a un león viejo, que ruge más fuerte para intimidar a los leones jóvenes, pero que sabe que es incapaz de enfrentarse a ellos.
Por el momento, parecen más inclinados a encogerse de hombros y esperar a que la naturaleza y el tiempo hagan su trabajo.
La cuestión es cuánto tiempo puede aplazarse el enfrentamiento.


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