Napoleón Gómez Urrutia, La Jornada
Una política económica y social que no se traduce en mayor bienestar para la mayoría de la población es una política conservadora e ignorante que sólo conduce a mayor desigualdad y al riesgo permanente de crisis laborales, sociales y políticas que eventualmente desestabilizan a un país. En México, la distribución del ingreso se ha deteriorado en contra de la equidad, pues el empleo y los salarios disminuyen constantemente, en contraste con las ganancias de las grandes empresas, que crecen exponencialmente todos los días.
Esa estrategia ha estado acompañada de la pérdida de las libertades y la democracia, así como de la paulatina desaparición de la clase media. Los frutos del crecimiento económico se han perdido a lo largo de los pasados 30 años y la inestabilidad ha crecido enormemente para los mexicanos. La ignorancia y la ambición de los empresarios y los políticos más corruptos han agudizado esta situación, además de que la consolidación corporativa de las empresas, los cambios tecnológicos y la incorporación al mercado y la economía global de millones de trabajadores de China y de otros países asiáticos ha complicado el mundo del trabajo productivo en México, al venir a competir con productos más bajos en precios y de sólo aceptable calidad.
Los problemas para México se han incrementado por el bajo ritmo de crecimiento de la economía, la pérdida de oportunidades, el desempleo creciente, la caída dramática al nivel de estancamiento de los salarios, el aumento de la pobreza y la creciente inseguridad. Todo ello ha repercutido en una caída terrible de la imagen de México en el exterior y en el descrédito del gobierno, pues ya ni siquiera los cambios y las reformas generan confianza o expectativas de un cambio serio en la sociedad.
Hoy el mercado del trabajo ha perdido el poder y la capacidad para generar un salario digno y justo. Más de 30 por ciento de los mexicanos en edad de trabajar están en el desempleo o generan ingresos de sobrevivencia. La pobreza cubre a más de la mitad de la población y en algunos estados, como Oaxaca, Chiapas y Guerrero, alcanza ya las dos terceras partes, el doble de lo que existía hace tres décadas. Los salarios reales se han estancado e incluso reducido a un nivel más bajo que los incrementos en la productividad que se mantenían cercanos hasta antes de la década de los 80. Por tanto, la brecha en la distribución del ingreso se ha agravado aceleradamente en contra de los asalariados y la población, convirtiendo a México en un país con los ingresos promedio más bajos de América Latina, lo cual además de inmoral es totalmente injusto.
En esta etapa es necesario incrementar los niveles de salarios, el mínimo y el general, mantener el crecimiento de la productividad, pero no sobre la base de la explotación, sino de la educación y la capacitación, y abrir más y mejores oportunidades de empleo a las mujeres y a los jóvenes, así como cambiar hacia una nueva estrategia de responsabilidad y prosperidad compartidas. No es posible continuar con el modelo insensible de crecimiento al costo de la desigualdad, porque las consecuencias pueden ser de una verdadera crisis económica, política y social.
El sistema de gobierno en México no ha hecho lo suficiente durante los pasados 30 años para construir un aparato de seguridad social, de tranquilidad y estabilidad que permita a los trabajadores y a sus familias, así como a la sociedad, consolidar una vida de progreso y mantener una próspera actividad que haya permitido avanzar en su bienestar, y no retroceder como sucede actualmente. Esta es la naturaleza real del problema que mucha gente percibe, excepto los que tienen la capacidad de decidir y tomar acciones para cambiar el rumbo y el destino del desarrollo económico.
Probablemente no es un tema de falta de ideas o estrategias para elevar la calidad de vida de las personas y de la clase trabajadora. Más bien es producto de la insensibilidad y la carencia de un auténtico compromiso político para poner en práctica los cambios que la actividad y la estructura productiva necesitan. En la mayoría de los casos cuando se introducen reformas, son de maquillaje para mantener los privilegios de quienes se están beneficiando con la desigualdad. O son medidas que se anuncian para dar una imagen de democracia que no existe en la práctica. También a veces se aplican acciones que sólo sirven para satisfacer la presión nacional e internacional, pero que en el fondo no se piensan cumplir.
Un caso lo tenemos en la reforma laboral que se propuso recientemente, en la que queda claro que el Estado no quiere perder el control de la clase trabajadora por medio de mantener el decadente y fascista sistema de la toma de nota o registro oficial ante la Secretaría del Trabajo, que los sindicatos son obligados a mantener, a pesar de ser obsoleto y contradictorio con la libertad sindical. Otra más es mantener el Poder Ejecutivo el control del nuevo organismo del Poder Judicial que supuestamente sustituirá a la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, y dejará a las juntas locales bajo el dominio de los gobernadores y caciques regionales.
En fin, hay avances, pero de cuestionable procedencia y con fines todavía menos transparentes. Porque si verdaderamente se trata de democratizar la política laboral del país, debería comenzarse con respetar el derecho de huelga y la contratación colectiva, así como la libertad de asociación en las elecciones y en los recuentos que solicitan los trabajadores, incrementar los salarios y prestaciones, proteger la vida y la salud de la mano de obra mediante inspecciones frecuentes y obligar a las empresas a que cumplan con las normas y reglamentos en la materia. Eso no es un modelo idealista, es un esquema de estrategia comprometida con el futuro de la población de México, que se puede poner de inmediato en la práctica con voluntad política.
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