lunes, 2 de junio de 2014

Autoritarismo del siglo XXI: ¿quién es el enemigo?

Daniel Inclán, América Latina en Movimiento
"El enemigo no puede ser atacado directamente. Si lo aproximamos frontalmente el enemigo es impenetrable. Si al enemigo lo aproximamos frontalmente debemos reconocerlo vencedor. Para continuar victorioso el enemigo requiere nuevos enemigos frontales. Ésos no existen; entonces el enemigo los inventa. Ésta es la oportunidad que aguardamos para emprender incontables ataques laterales. Así es la estrategia de la resistencia."
John Berger, De A para X. Una historia de cartas.
Vivimos en un contexto autoritario que afecta el conjunto de las relaciones sociales en sus estructuras y sus prácticas. El autoritarismo contemporáneo lejos está de ser una renovada versión de los fascismos históricos o de los procesos contrarrevolucionarios de la segunda mitad del siglo XX. Ante lo que estamos es un nuevo orden social que reorganiza las relaciones interestatales y las relaciones sociales de los distintos países; su fundamento es la militarización de la vida cotidiana a través de múltiples mecanismos, que no se reducen a la presencia de cuerpos armados, legales o ilegales, en la mayoría de los espacios públicos. La militarización de las distintas formas sociales sigue un modelo de capas interactuantes que intentan atravesar todas las estructuras de la vida social, en las que ocupa un lugar privilegiado la presencia de cuerpos militares o de segmentos militarizados (“The overarching focus of this vision is full spectrum dominance –achieved through the interdependent application of dominant maneuver, precision engagement, focused logistics, and full dimensional protection”, Joint Vision 2020).

Este nuevo autoritarismo es resultado de al menos cuatro grandes transformaciones estructurales en la vuelta de siglo. La primera transformación está en el cambio de estrategia global estadounidense, que desde los años noventa dirige sus empresas militares al control de los recursos estratégicos y a la construcción de una “democracia internacional” acorde con las necesidades del libre mercado. En este proceso el papel de las fuerzas armadas estadounidenses se modificó; junto a la invasión de países y la administración de guerras en las que se convirtió en el coordinador de los cuerpos internacionales de paz, hay una campaña de intervención cívico-policiaca a través del entrenamiento de las fuerzas represivas locales, estatales o privadas, que complementan los proyectos de desarrollo económico transnacionales, localizados en las regiones donde están los bienes naturales estratégicos.

El segundo cambio es la transformación de las relaciones intercapitalistas, que modificaron la composición del bloque económico hegemónico. A pesar de los traspiés económicos, Estados Unidos es la potencia hegemónica mundial, la financiarización de la economía depende del papel estadounidense; al mismo tiempo, las empresas domiciliadas en Estados Unidos, amparadas bajo sus leyes, tienen una ventaja comparativa en los sectores estratégicos de la economía mundial. La internacionalización de la economía mundial sigue subordinada, en gran medida, a la intervención de los Estados para la defensa de los monopolios; y Estados Unidos sigue siendo el Estado más fuerte del orbe, no sólo por su capacidad militar, sino por su poder político que logra reorganizar la diplomacia internacional.

Junto con el poderío estadounidense hay intentos de reestructuración de los bloques económicos, que aspiran a contrarrestarle peso, sin lograr una autonomía absoluta. En parte porque el papel hegemónico se construye también a través de las agencias internacionales (FMI, BM, OCDE, OMC), desde las que se diseñan y administran los proyectos económicos e imponen una agenda global, apuntalando el poderío estadounidense.

La tercera transformación es la presencia de una movilización popular abigarrada, en la que se mezclan distintas demandas sociales y múltiples formas de lucha. Ante la crisis de los estados de bienestar y la avalancha de proyectos neoliberales, se han producido múltiples estrategias de resistencia, que no se adaptan a las viejas formas de organización política, el sindicato, la confederación o la guerrilla, si bien éstas siguen existiendo ya no son las que sirven de referente para la movilización popular. Desde la vuelta de siglo hay un nuevo ciclo de protestas sociales, en ocasiones con demandas perentorias o coyunturales, en ocasiones con proyectos de transformación de las estructuras sociales. Dentro de estos hay un amplio grupo de movilizaciones que construyen o intentan construir otro tipo de relaciones con el territorio, en abierta oposición a los mecanismos de territorialización del capitalismo. Este tipo de procesos de resistencia son los que más incomodan a la construcción del orden mundial, porque cuestionan, resisten y proponen alternativas al modelo dominante. La cuarta mudanza es la inminente crisis orgánica de la civilización capitalista. Las múltiples dimensiones de la crisis obligan a reconfigurar el orden de poder internacional, para asegurar la flexibilidad del poder económico y su incesante acumulación de capitales. En esta crisis, la lucha por los recursos estratégicos para la sobrevivencia del modelo de civilización capitalista es cada vez más intensa. Se resaltan de la crisis su dimensión ecológica y el impacto que ésta genera en la alimentación humana y en el desplazamiento de personas en búsqueda de mejores condiciones de vida. Al mismo tiempo hay un claro agotamiento de las formas seculares de convivencia, que ponen en cuestión la validez de las instituciones políticas occidentales. Ante estas transformaciones el autoritarismo del siglo XXI intenta contener los estallidos y las amenazas en el corto plazo para la reproducción del sistema.

La instalación del nuevo orden autoritario

Estos cuatro grandes cambios han motivado una reestructuración profunda de la doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos. Un elemento clave es la modificación en la configuración discursiva y práctica del enemigo que se pretende combatir. Durante el proceso de contrainsurgencia la doctrina de seguridad nacional, inaugurada en el gobierno de Kennedy, configuraba al enemigo como la amenaza comunista a la democracia occidental. La expresión sintética de este peligro era el guerrillero, el combatiente insurgente, que por la vía de las armas intentaba desestabilizar el orden local para instalar la semilla del comunismo. Esta doctrina se acompañaba de proyectos de desarrollo local para desestabilizar a las fuerzas populares que apoyaban a los distintos grupos insurgentes, en este proceso jugaba un rol central la USAID.

Para la doctrina de seguridad nacional, expuesta por Robert McNamara, secretario de defensa estadounidense en la década de los años sesenta (The essence of security), el pueblo solidario con los guerrilleros era el verdadero enemigo; junto al exterminio de las fuerzas beligerantes se necesitaba modificar las condiciones que hacían posible una aceptación social de la insurgencia armada. El enemigo debía ser exterminado, no sólo derrotado en el terreno militar. El proceso de exterminio del enemigo seguía dos argumentos; el primero señalaba que la procedencia del enemigo era exógena, es decir, que era resultado de la infiltración internacional con el objetivo de desestabilizar el orden local. El segundo argumento se servía de una metáfora médica para señalar que la presencia de los subversivos contaminaba el resto del cuerpo social, por lo que era necesario extirparlo.

La doctrina de seguridad nacional estadounidense ha cambiado su perspectiva (Field Manual 3-24. Counterinsurgency). El enemigo ya no es el pueblo afín a las demandas de la subversión comunista; ahora lo es todo aquel sector de la sociedad que exprese manifiesta o explícitamente una oposición a las reglas de funcionamiento del capitalismo internacional. El enemigo ya no es resultado de una infiltración externa, producto de una conspiración comunista internacional. El enemigo es expresión de un desarreglo de las fuerzas locales, que aprovechando los contextos de inestabilidad económica o política ejerce una acción que “pone en peligro” a la nación en su conjunto y, en casi todas las ocasiones, convirtiéndose en un peligro para la región y, por tanto, una amenaza para la libertad y la democracia. Ahora el enemigo se construye como aquel que no respeta los “valores democráticos” y que busca imponer por la fuerza formas de socialidad que no son consensuadas por las mayorías a través de los canales institucionales (el voto universal, la representatividad de poderes y el respeto a las leyes). El nuevo enemigo es el terrorista, una figura social que se esconde detrás del anonimato, que usa la violencia desmesurada con el único objetivo de atemorizar poblaciones. Esta figura se hace concreta en aquellas personas que usan la fuerza para resistir la imposición de un proyecto económico o político, en toda colectividad que defienda su territorio, sus tradiciones y que no tolere la violación de derechos.

Uno de los espacios donde esta configuración del enemigo ha tenido grandes repercusiones es en la esfera del derecho, tanto en sus formas nacionales como en su dimensión internacional. Se ha transitado de la imposición de derechos militares a la militarización del derecho. Durante los procesos de contrainsurgencia, en los que los golpes de Estado fueron la herramienta político-militar para desarticular las movilizaciones locales, se instaló el estado de excepción como principio legal. Una forma propia de un contexto de guerra, llamada en ese entonces no-convencional, pero que seguía, al menos formalmente, los principios jurídicos de la guerra, como la suspensión de la división de poderes y el control del ejecutivo en manos de las fuerzas armadas. Este proceso presuponía el reconocimiento de fuerza beligerante a las distintas guerrillas, pretexto para legitimar la presencia de militares en el poder. En la vuelta del siglo las cosas cambiaron, se empezó a legalizar el estado de excepción, militarizando el derecho nacional e internacional. Los criterios de estado de emergencia se volvieron positivos, permitiendo la violación legalizada de derechos sin la necesidad de suspender todo el estado de derecho. Las leyes permiten construir situaciones de emergencia jurídica dentro del marco legal vigente. Los terroristas pueden ser tratados fuera del derecho general y sometidos a una estructura legal particular. Lo que en términos formales presupone una contradicción al principio universal de todo derecho positivo.

El nuevo enemigo

En este proceso se construyó otra imagen del enemigo, ya no es más el enemigo político subversivo que toma las armas, hay una caracterización ambigua de aquel que no respeta las leyes y que por tanto puede ser puesto en un régimen de excepción. A diferencia del subversivo comunista, que también era un sujeto ambiguo en su definición, el sujeto terrorista no tiene ningún rasgo de proyecto político o parapolítico. Su caracterización reduce al mínimo toda posible expresión de politicidad. Lo que caracteriza al terrorista, según la nueva doctrina de seguridad nacional, es el uso clandestino y premeditado de la violencia dirigida a objetivos no combatientes para sembrar el miedo y el terror como forma de coaccionar a los gobiernos o a la sociedad.

El enemigo sigue siendo la población en su conjunto, sobre todo aquellas partes que se movilizan y resisten los proyectos político-económicos dominantes; lo que ha cambiado son las armas para combatirla. A diferencia de la guerra de contrainsurgencia de los años sesenta y setenta, desde la vuelta de siglo se construye una estrategia de lucha que abarca todos los niveles de la vida social. Junto con los ejércitos, los policías y los cuerpos de seguridad privados viajan antropólogos y sociólogos. Al enemigo se le vence conociéndolo (“viewing the adversary through one’s own eye” The U.S. Army Functional Concept for Intelligence, 2016-2028), y eso no lo hacen las fuerzas armadas, lo hacen académicos. La antropología y la sociología son instrumentos que pueden ser más efectivos que las armas de fuego. Una vieja práctica colonial, la de conocer las formas de vida de la sociedad por dominar, se recicla y se integra al autoritarismo contemporáneo que busca “derrotar” a los procesos terroristas mediante el control total de las formas sociales particulares.

Las balas no logran estabilizar las condiciones sociales para la instalación de proyectos económicos, por eso se utilizan medios de disuasión y conocimiento de las poblaciones locales a través de distintos saberes. Lograr la estabilidad necesaria para los proyectos económicos o políticos tiene como principio la división de la población para que ella misma se enfrente a los terroristas, para que sean los locales, dirigidos por los militares estadounidenses, los que enfrenten al enemigo interno. A la división interna de la sociedad agredida, y la colaboración de una parte de ella con las fuerzas estadounidenses la llaman acción unificada (Unified action is the synchronization, coordination, and/or integration of the activities of governmental and nongovernmental entities with military operations to achieve unity of effort. Field Manual 3.0. Operations).

De la construcción de la imagen del terrorista no sólo participa el orden jurídico internacional y sus adaptaciones locales, juegan un papel central los medios de comunicación. Junto con las leyes punitivas que hacen cotidiano el derecho militar, hay una fuerte campaña mediática por construir un sentido común en torno a la figura del terrorista, como aquella entidad asocial incapaz de manifestar sus demandas por las “vías institucionales” y “democráticas”. El proceso mediático contribuye a la construcción de la imagen difusa del terrorista; su representación sigue el principio de no referir a humanos, sino a figuras genéricas, sin rostro y sin identidad. La metáfora es la de un cuerpo sin identidad, sujeto sin historia, cuya única marca de diferenciación es su actuar fuera del “estado de derecho”. Este es el enemigo del poder hegemónico en el siglo XXI.

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