Mark Weisbrott, Cepr
Cuando los manifestantes de Euromaidán tomaron las calles de Kiev a comienzos de año, muchos esperaban lograr formar parte de Europa. La Europa a la cual aspiraban era aquella de comodidades materiales y de niveles de vida muy por encima del alcance de la mayoría de los ucranianos, cuyo ingreso promedio se ubica actualmente cercano al de El Salvador. Era una Europa con una economía social de mercado, tecnología avanzada, transporte público, salud universal, pensiones adecuadas y vacaciones pagadas de cinco semanas en promedio. O por lo menos algo más o menos semejante a eso, tarde o temprano.
Si logran evitar una guerra civil, los ucranianos probablemente se toparán con una mala sorpresa, puesto que sus líderes actuales, e inclusive los que pronto elegirán, negocian su futuro económico con sus nuevos decisores europeos no electos. La Europa de su futuro cercano e intermedio se asemejaría más a Grecia o España – pero, con menos del tercio de su ingreso per cápita y contando con tan solo una fracción de las ya mermadas garantías sociales de esos países, se vería en una situación mucho peor.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) anunció que una de sus condiciones de préstamo (junto con las de la UE y de EEUU) sería que se aplique una política de austeridad fiscal durante los próximos dos años y medio. Con una economía ya en recesión, un apretón fiscal se puede convertir en un blanco móvil, puesto que la economía – y por tanto la recaudación de impuestos– se contraería aún más y el gobierno tendría que hacer más recortes para cumplir con los objetivos en materia de déficit. Así ocurrió en Grecia, donde un ajuste que las autoridades europeas hubieran podido efectuar de manera relativamente sencilla y sin dolor, dio paso a una recesión de 6 años y una pesadilla que le ha costado a Grecia una cuarta parte de su ingreso nacional – dejando sin empleo al 27,5 por ciento de su fuerza laboral.
¿Será poco probable? El ministro de finanzas alemán Wolfgang Schaeuble le dijo a la prensa el mes pasado que Grecia podría ser un modelo para Ucrania; lo cual equivale a decir que la Gran depresión de los Estados Unidos podría ser un modelo para Ucrania.
Pero no hace falta mirar hacia Grecia o España para ver los riesgos de suscribir un programa de austeridad fiscal y de “reformas” operadas por el FMI y su actual directiva europea. Ucrania vivió su propia experiencia hace poco tiempo: en apenas 4 años, entre 1992-1996, Ucrania perdió la mitad de su PIB cuando el FMI y sus amigos soltaron la bola de demolición tanto en la economía rusa como en la ucraniana. La economía de Ucrania no volvió a crecer sino hasta la década del 2000. A modo de comparación, durante los peores años de la Gran depresión de los EEUU, se vivió una pérdida real de 36 por ciento en el PIB.
Ucrania se enfrenta además a una serie de riesgos adversos que hacen que la austeridad sea especialmente peligrosa en este momento. Las exportaciones de Ucrania representan un 50 por ciento del PIB y la mitad tiene como destino la Unión Europea y Rusia, dos economías cuyo rendimiento en el futuro cercano probablemente sea deficiente. En el caso de Europa, por el largo declive autoinducido, del cual apenas emerge tímidamente; en cuanto a Rusia, por la posibilidad de más sanciones o de conflicto con los EEUU y sus aliados. Si Rusia decide ejercer represalias y corta sus exportaciones de energía a Ucrania (o a Europa), esto también podría arrojar a la economía de Ucrania a una recesión aún más profunda. La inversión en Ucrania fue muy débil el año pasado (cerca de la mitad de su pico antes de la Gran recesión) y lo probable es que empeore en vista de la posible intensificación de un conflicto civil. Por lo tanto, la reciente depreciación alzará la inflación –que actualmente se ubica cerca del 1,2 por ciento anual– aún cuando se contrae la economía; junto al aumento de precios de energía que exige el FMI. Desdichadamente, el Fondo también le solicita al Banco Central adoptar un régimen que da enfoque a la inflación, lo cual también pudiera contribuir a profundizar la recesión.
Ciertamente, puede que algunos de los ajustes y reformas que el FMI y Europa buscan aplicar sean necesarios, incluso ventajosos. El déficit de 9,2 por ciento en la balanza de pagos de Ucrania (particularmente en lo comercial) necesita bajar. Pero la manera más rápida de lograrlo –reduciendo las importaciones mediante la contracción de una economía que ya está en recesión– es demasiado brutal e injusta, también riesgosa. El FMI tuvo razón en respaldar un tipo de cambio más flexible, que se implementó en febrero; la economía, que requiere altos niveles de energía y depende de importantes subsidios por parte del gobierno a los combustibles fósiles, también requiere reformas en este ámbito.
Sin embargo, no se puede destruir una economía para salvarla, y el propósito final de los préstamos europeos debiera ser amortiguar cualquier ajuste y permitir que la economía y el empleo crezcan, a modo de evitar una caída en espiral. Lamentablemente, tal como lo indican las declaraciones de Schaeuble (y los documentos del FMI), esta gente ve en las crisis una oportunidad para rehacer la economía acorde a la imagen divina de lo que veneran, sin importar los costos y las consecuencias. Al igual que los colonos portugueses del siglo XVI en Brasil, que no sólo querían la tierra y la fuerza de trabajo, sino también las almas de los pueblos indígenas que buscaban convertir al cristianismo, la religión neoliberal es parte de la ecuación en este caso. Nadie ha pedido disculpas por la destrucción innecesaria de la economía de Ucrania (por la de Rusia tampoco, de hecho) durante los años 90.
“Al ca**jo con la UE (F*** the EU)”, dijo la Secretaria de Estado adjunta Victoria Nuland en febrero, mientras discutía con el embajador de EEUU en Ucrania sus planes para ayudar a parir un nuevo gobierno en Ucrania. Si el nuevo gobierno sigue el programa del FMI y de la UE, puede que muchos ucranianos digan lo mismo.
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