Kemal Dervis, Project Syndicate
Ya es evidente que la crisis de la eurozona se prolongará hasta bien entrado 2012, a pesar de la recuperación de los mercados de valores de principios de febrero. Aunque las negociaciones entre Grecia y los bancos respecto de los títulos de deuda soberana griegos lleguen a término, todavía hay bastantes dudas respecto de si habrá una participación suficientemente amplia de los bancos en el acuerdo. Mientras tanto, el Fondo Monetario Internacional planteó la cuestión de una reducción de la deuda con los organismos públicos (incluido tal vez el Banco Central Europeo), lo que envía el mensaje de que un “recorte” en las acreencias de los bonistas privados no bastará para que Grecia recupere la sostenibilidad financiera.
Las preocupaciones del FMI son válidas, pero la idea del Fondo se ha topado con una férrea resistencia que se origina en el temor al contagio político, ya que otros países de la eurozona que tienen problemas para pagar sus deudas podrían exigir el mismo tratamiento. Además, el prometido aumento de los recursos del FMI, que le permitiría construir una barrera más sólida contra el contagio financiero, todavía no ha llegado. Y de los cambios acordados para el Fondo Europeo de Estabilización (FEE) y el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE), todavía no ha sido implementado ninguno.
Esto no quiere decir que no se hayan tomado algunas medidas positivas. La generosa inyección de liquidez a los bancos europeos por parte del BCE, a un interés de apenas el 1% por hasta tres años, impidió que a la crisis de deuda soberana viniera a sumársele una crisis bancaria. Pero esta iniciativa no logró que los costos financieros a más largo plazo para los países en “problemas” se redujeran a niveles compatibles con las proyecciones de sus tasas de crecimiento: es que, sencillamente, la incertidumbre a largo plazo es mucha y las perspectivas de crecimiento son demasiado desalentadoras. De hecho, a mediados de enero Standard & Poor’s degradó la calificación AAA con que contaban Francia y Austria, junto con las de otros siete países de la eurozona: Eslovenia, Eslovaquia, España, Malta, Italia, Chipre y Portugal.
A estas alturas ya casi parece obvio que un desafío clave que enfrenta la eurozona se origina en el hecho de ser una unión monetaria sin ser una unión económica, un sistema que no tiene parangón en ninguna otra parte. El resultado es que las divergencias en los costos de producción a lo largo del tiempo no se pueden compensar con ajustes en los tipos de cambio.
A falta de una inflación un poco mayor en los países superavitarios, digamos, un 4% anual, todo ajuste requiere que en los países afectados por la crisis se produzca una deflación capaz de lograr con el tiempo una caída relativa apreciable de los costos de producción. En la práctica, dicha deflación no se puede lograr sin altos niveles de desempleo y malestar social. Por ello, no está claro que la estrategia actual de combinar austeridad y deflación pueda ser viable desde el punto de vista político, lo cual explica la enorme incertidumbre que se cierne sobre el conjunto de la eurozona.
Una inflación un poco mayor en los países superavitarios y mayores transferencias de recursos a través de las fronteras darían a los países deficitarios más tiempo para que las reformas estructurales produzcan resultados, con lo que disminuiría la necesidad de deflación. Pero los países superavitarios del norte de Europa rechazan este planteo, porque temen que reduzca la presión sobre los países deudores del sur de Europa para que emprendan esas reformas estructurales en primer lugar.
Más allá de los problemas específicos de la unión monetaria, los desafíos que enfrenta Europa también tienen una dimensión global: la tensión (señalada por autores como Dani Rodrik, así como por Jean Michel Severino y Olivier Ray) entre las políticas democráticas nacionales y la globalización. El comercio, las comunicaciones y los vínculos financieros han creado un grado tal de interdependencia entre las economías nacionales que, sumado a una mayor vulnerabilidad a los vaivenes de los mercados financieros, reduce en todo el mundo la libertad de acción de los responsables políticos.
Tal vez la señal más dramática de esta tensión haya sido lo que sucedió cuando el por entonces primer ministro de Grecia, Yorgos Papandreu, anunció la realización de un referendo sobre el paquete de políticas propuesto como condición para la permanencia de Grecia en la eurozona. Más allá de que se pueda discutir sobre la conveniencia de someter las decisiones políticas a referendos, el núcleo del problema estaba en la noción misma de celebrar un debate nacional que duraría varias semanas, cuando los mercados se mueven en cuestión de horas o minutos. La propuesta de Papandreu se vino abajo en menos de 24 horas ante la presión de los mercados financieros (y el consiguiente temor de los líderes europeos).
En todo el mundo, el volumen de los activos financieros ha crecido tanto en relación con los flujos de ingresos nacionales que los movimientos de los mercados financieros pueden ser más fuertes que la mayoría de los países. Incluso las economías de mayor tamaño son vulnerables, especialmente si dependen en gran medida del endeudamiento para financiarse. Si, por alguna razón, los mercados financieros o el banco central de China decidieran de un día para el otro dejar de aceptar bonos del Tesoro de los EE. UU., los tipos de interés se dispararían y la economía estadounidense caería en recesión.
Pero tampoco los acreedores están a salvo. Si un pánico financiero en los Estados Unidos hiciera que la demanda estadounidense de exportaciones chinas se contrajera repentinamente, la economía de China también se vería gravemente afectada.
Estos entrecruzamientos de peligros son reales y exigen una cooperación internacional mucho más intensa en materia de políticas económicas. Pero como los ciudadanos desean comprender lo que sucede, debatir las políticas y dar su consentimiento a las formas de cooperación propuestas, se necesitan mecanismos políticos más supranacionales que permitan reencauzar los mercados dentro de los procesos democráticos, como sucedió con las políticas nacionales y los mercados nacionales durante el siglo XX.
La magnitud de este desafío se torna evidente al advertir las dificultades que supone la coordinación de las políticas económicas incluso dentro de la Unión Europea, un grupo de países que ha avanzado mucho más que cualquier otro en dirección a la cooperación supranacional. Sin embargo, a menos que la globalización pueda frenarse o revertirse en parte (algo que es improbable e indeseable a largo plazo), una “política más allá de las fronteras” como la que actualmente está buscando Europa se volverá necesaria en todo el mundo.
De hecho, tal vez la crisis europea sea apenas un preanuncio de lo que probablemente será el debate político central de la primera mitad del siglo XXI: cómo resolver la tensión entre los mercados globales y las políticas nacionales.
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