Dani Rodrik, Project Syndicate
Bancos codiciosos, malas ideas económicas, políticos incompetentes: no faltan culpables para la crisis económica en que están sumidos los países ricos. Pero también hay en juego algo más fundamental, una falencia que se encuentra más allá de la responsabilidad de quienes toman las decisiones. Las democracias son notablemente deficientes a la hora de generar acuerdos creíbles que exijan compromisos políticos en el mediano plazo. En Estados Unidos y Europa, los costes de esta limitación a sus políticas han ampliado la crisis y oscurecido el camino de salida.
Consideremos los EE.UU., donde los políticos están debatiendo la manera de prevenir una recesión de doble caída, reactivar la economía y reducir una tasa de desempleo que parece no querer bajar del 9%. Todo el mundo está de acuerdo con que la deuda pública del país es demasiado alta y que debe reducirse en el largo plazo.
Aunque no existe una solución rápida a estos problemas, es claro el imperativo de política fiscal. La economía de EE.UU. necesita una segunda ronda de estímulo fiscal en el corto plazo para compensar la baja demanda privada, junto con un programa verosímil de consolidación fiscal en el largo plazo.
Con todo lo sensato que pueda ser este enfoque de dos vías -gastar ahora, hacer recortes más tarde-, se ha vuelto prácticamente imposible por la falta de un mecanismo que permita al presidente Barack Obama comprometerse de manera fiable a sí mismo o a los gobiernos futuros al ajuste fiscal. Así, toda mención a un nuevo paquete de estímulo se convierte en una invitación abierta a que los políticos de derechas critiquen al gobierno demócrata por su clara irresponsabilidad fiscal. El resultado es una política fiscal que agrava en lugar de mejorar los problemas económicos estadounidenses.
El problema es aún más extremo en Europa. En un vano intento por ganar la confianza de los mercados financieros, un país tras otro se ha visto obligado a seguir contraproducentes políticas de austeridad para recibir el apoyo del Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo. Sin embargo, exigir profundos recortes fiscales, privatizaciones y otras reformas estructurales del tipo que Grecia ha tenido que asumir arriesga un mayor desempleo y más recesión. Una de las razones de que los diferenciales de las tasas de interés en los mercados financieros sigan siendo altos es que las perspectivas de crecimiento de los agobiados países de la zona del euro parecen muy débiles.
También en este caso, no es difícil discernir las líneas generales de una solución. Los países más fuertes en la zona euro deben permitir que estos diferenciales se estrechen, al garantizar la nueva deuda de países como Grecia e Italia a través de la emisión de eurobonos, por ejemplo. A cambio, los países con altos niveles de endeudamiento deben comprometerse a programas plurianuales de reestructuración de las instituciones fiscales y a mejorar la competitividad, reformas que solo se pueden implementar y dar frutos en el mediano plazo.
Pero, una vez más, para ello se requiere un compromiso creíble con un trato que implica la promesa de un comportamiento futuro a cambio de algo que se recibe hoy. Podemos disculpar a los políticos alemanes y su electorado si dudan de que los futuros gobiernos griegos, irlandeses, portugueses cumplan con los compromisos de sus autoridades. Ello explica el callejón sin salida de una eurozona sumida cada vez más en un círculo vicioso de alto endeudamiento y austeridad económica.
A menudo las democracias enfrentan el problema de lograr compromisos de futuros políticos al delegar la toma de decisiones en organismos cuasi-independientes y administrados por funcionarios ajenos de la política del día a día. Los bancos centrales independientes son el ejemplo arquetípico. Mediante la puesta de la política monetaria en manos de banqueros centrales a quienes no se les puede decir qué hacer, en la práctica los políticos se atan de manos (y, como resultado, obtienen una menor inflación.)
Desgraciadamente, los políticos de EE.UU. y Europa no han podido demostrar una imaginación similar cuando se trata de políticas fiscales. Podrían haber evitado lo peor de la crisis mediante la implementación de nuevos mecanismos que hicieran más predecibles la deuda pública y el rumbo futuro de los equilibrios fiscales.
En comparación con la política monetaria, la política fiscal es infinitamente más compleja, ya que implica muchos más 'toma y daca' entre intereses en conflicto. Por ello, una autoridad fiscal independiente que siga el modelo de un banco central independiente no es factible ni deseable. Sin embargo, ciertas decisiones fiscales y, en especial, el nivel del déficit sí se pueden delegar a un comité independiente.
Una entidad así fijaría la máxima diferencia entre el gasto público y los ingresos a la luz del ciclo económico y los niveles de deuda, dejando que el tamaño total del sector público, su composición y las tasas de impuestos se resuelvan a través del debate político. Crear un organismo de este tipo en EE.UU. ayudaría mucho a recobrar el sentido común en la formulación de políticas fiscales del país.
Europa, por su parte, necesita dar pasos resueltos hacia la unificación fiscal para que la eurozona pueda sobrevivir. La eliminación de la capacidad de los gobiernos nacionales de caer en grandes déficits y endeudarse a voluntad es la necesaria contrapartida de una garantía solidaria de las deudas soberanas y las facilidades de crédito que existen hoy en día.
Sin embargo, esto no puede significar que la política fiscal de, por ejemplo, Grecia o Italia, se determinaría en Berlín. Una política fiscal común implica que los líderes electos de Grecia e Italia tendrían también algo que decir sobre las medidas fiscales alemanas. Si bien se reconoce cada vez más la necesidad de la unificación fiscal, no está claro si los líderes europeos están dispuestos a enfrentarse de manera decidida a su lógica política última. Si a los alemanes les resulta difícil de digerir la idea de compartir una comunidad política con los griegos, bien podría ocurrir que rechazaran de plano una unión económica.
Se dice que la política es el arte de lo posible, pero las posibilidades están determinadas por nuestras decisiones tanto como por nuestras circunstancias. Tal como están las cosas, cuando las generaciones futuras vuelvan la mirada hacia nuestros gobernantes desde una perspectiva histórica, lo más probable es que les reprochen sobre todo su falta de imaginación institucional.
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