Al igual que Randall Wray, y el ya mentado fracaso de las políticas monetarias, Joseph Stiglitz cuestiona a la Fed y demuestra su total incapacidad para revertir una situación que a la Fed y solo a la Fed se le escapó de las manos, porque la misión fundamental de la política monetaria es impedir la creación de burbujas.
Joseph Stiglitz, Project Syndicate
Con los tipos de interés cercanos a cero, la Reserva Federal de los Estados Unidos y otros bancos centrales están esforzándose por seguir siendo pertinentes. La última flecha en su carcaja se llama distensión cuantitativa y es probable que resulte casi tan ineficaz para reactivar la economía de los Estados Unidos como cualquiera de los demás procedimientos a que la Reserva Federal ha recurrido en los últimos años. Peor aún: es probable que la distensión cuantitativa cueste a los contribuyentes un dineral y, además, menoscabe la eficacia de la Reserva Federal en los próximos años.
John Maynard Keynes sostuvo que la política monetaria fue ineficaz durante la Gran Depresión. Los bancos centrales son mejores para contener la exuberancia irracional de los mercados durante una burbuja –limitar la disponibilidad de crédito o aumentar los tipos de interés para frenar la economía– que para fomentar la inversión en una recesión. Ésa es la razón por la que una buena política monetaria va encaminada a prevenir el surgimiento de las burbujas.
Pero la Reserva Federal, apresada durante más de dos décadas por fundamentalistas del mercado y por los intereses de Wall Street, no sólo no puso límites, sino que, además, hizo de animadora y, después de haber desempeñado un papel fundamental en la creación del embrollo actual, ahora está intentando recuperar su prestigio.
En 2001, la reducción de los tipos de interés pareció funcionar, pero no como debería haberlo hecho. En lugar de espolear la inversión en instalaciones y equipo, los bajos tipos de interés inflaron una burbuja inmobiliaria, lo que permitió una orgía de consumo, con lo que se creó deuda sin los activos correspondientes, y fomentó una inversión excesiva en propiedad inmobiliaria, cuyo resultado fue un exceso de capacidad que se tardará años en eliminar.
Lo mejor que se puede decir de la política monetaria de los últimos años es que impidió los resultados más nefastos que podría haber tenido el desplome de Lehman Brothers, pero a nadie se le ocurriría afirmar que la reducción de los tipos de interés a corto plazo espoleó la inversión. De hecho, los préstamos a las empresas –en particular a las pequeñas– siguen siendo. tanto en los EE.UU. como en Europa, claramente inferiores a los niveles anteriores a la crisis. La Reserva Federal y el Banco Central Europeo no han hecho nada a ese respecto.
Parecen seguir siendo entusiastas de los modelos habituales de política monetaria, en los que lo único que los bancos centrales deben hacer para que la economía funcione es reducir los tipos de interés. Los modelos habituales no predijeron la crisis, pero las ideas malas tardan en morir. De modo que, si bien la reducción a casi cero de los tipos de intereses de las letras del tesoro a corto plazo no ha dado resultado, la esperanza es que la reducción de los tipos de interés a largo plazo espolee la economía. Las posibilidades de que así sea son casi nulas.
Las empresas grandes están inundadas de liquidez, por lo que una ligera reducción de los tipos de interés no será un gran cambio para ellas, y la reducción de los tipos que el Estado paga no ha redundado en unos tipos de interés menores para las muchas empresas pequeñas que tienen problemas de financiación.
Más pertinente es la disponibilidad de préstamos. En vista de que tantos bancos de los EE.UU. son vulnerables, es probable que siga habiendo una limitación de los préstamos. Además, la mayoría de los préstamos que reciben las empresas pequeñas tienen una garantía prendaria, pero el valor de la forma más común de garantía, la propiedad inmobiliaria, se ha desplomado.
Las medidas adoptadas por el gobierno de Obama para abordar el mercado inmobiliario han sido un fracaso estrepitoso y tal vez sólo hayan conseguido aplazar bajadas mayores, pero ni siquiera los optimistas creen que los precios de la propiedad inmobiliaria vayan a aumentar en gran medida en un futuro inmediato. En una palabra, la distensión cuantitativa –la reducción de los tipos de interés a largo plazo mediante la compra de bonos e hipotecas a largo plazo– apenas servirá para estimular a las empresas directamente.
Sin embargo, puede ayudar de dos formas. Una de ellas forma parte de la estrategia de devaluación competitiva por parte de los Estados Unidos. Oficialmente, en este país se sigue hablando de las virtudes de un dólar fuerte, pero la reducción de los tipos de interés debilita el tipo de cambio. Ya lo consideremos una manipulación de la divisa o una consecuencia accidental de unos tipos de interés inferiores, carece de importancia. El caso es que un dólar más débil a consecuencia de unos tipos de interés inferiores brinda a los EE.UU. una ligera ventaja competitiva en el comercio.
Entretanto, cuando los inversores buscan un rendimiento mayor fuera de los EE.UU., la riada de dinero que ha abandonado el dólar ha hecho aumentar los tipos de cambio en los mercados en ascenso de todo el mundo. Dichos mercados lo saben y están inquietos –el Brasil ha expresado vehementemente su preocupación– no sólo por el mayor valor de su divisa, sino también por la afluencia de riesgos monetarios que alimentan las burbujas de activos o desencadenan la inflación.
La reacción normal de los bancos centrales de los mercados en ascenso ante las burbujas o la inflación sería la de aumentar los tipos de interés, con lo que incrementarían aún más el valor de sus divisas. Así, pues, la política de los EE.UU. está asestando un doble golpe a la devaluación competitiva: debilitando el dólar y obligando a los competidores a fortalecer sus divisas (si bien algunos están adoptando medidas en sentido contrario, poniendo barreras a la afluencia a corto plazo e interviniendo más directamente en los mercados de divisas).
La segunda forma como la distensión cuantitativa podría tener un ligero efecto es reduciendo los tipos de las hipotecas, lo que contribuiría a sostener los precios de la propiedad inmobiliaria. De modo que la distensión cuantitativa produciría algunos efectos –probablemente débiles– en los balances.
Pero los costos potencialmente importantes contrarrestan esos pequeños beneficios. La Reserva Federal ha comprado hipotecas por un importe de un billón de dólares, cuyo valor bajará cuando la economía se recupere, razón por la cual nadie del sector privado quiere comprarlas precisamente.
El Gobierno puede fingir que no ha experimentado una pérdida de capital, porque, a diferencia de los bancos, no está obligado a utilizar una contabilidad ajustada al valor del mercado, pero nadie debe dejarse engañar, aun cuando la Reserva Federal mantenga los bonos hasta su vencimiento. El intento de velar por que no se reconozcan las pérdidas podría infundir a la Reserva Federal la tentación de depender excesivamente de instrumentos de política monetaria costosos, inciertos y no puestos a prueba, como el de pagar tipos de interés elevados por las reservas para inducir a los bancos a no prestar.
Está bien que la Reserva Federal esté intentando enmendar su nefasta actuación anterior a la crisis. Lamentablemente, dista de estar claro que haya abandonado la concepción y los modelos que no mantuvieron la economía dentro de un rumbo uniforme antes... y volverán a fracasar con seguridad. Los errores anteriores de la Reserva Federal resultaron extraordinariamente costosos. Lo mismo ocurrirá con los nuevos, aun cuando la Reserva Federal se esfuerce por ocultar la etiqueta del precio.
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Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de economía, es profesor de Economía en la Universidad de Columbia. Este mes se publicó la edición de bolsillo de su libro Freefall: Free Markets and the Sinking of the World Economy (“Caída libre. Los mercados libres y el hundimiento de la economía mundial”).
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