Dani Rodrik, en este artículo publicado en Project Syndicate, coincide con los peligros de algo que advertimos: La Revaluación del yuan chino puede ser un boomerang para el resto del mundo producto de los enormes desequilibrios globales que nos han sumergido en la década perdida.
Dani Rodrik
La balanza comercial de China alcanzará otro enorme superávit este año. Mientras tanto, siguen aumentando las preocupaciones sobre la fuerza de la recuperación estadounidense. Ambos acontecimientos sugieren que China se verá nuevamente bajo presión para apreciar fuertemente su moneda al alza. El conflicto con los Estados Unidos puede reavivarse durante las audiencias del Congreso sobre el renminbi que se llevarán a cabo en septiembre. Ahí, muchos instarán a la administración Obama a que aplique medidas punitivas si China no actúa.
La discusión sobre la moneda china se centra en la necesidad de reducir el superávit comercial de ese país y corregir los desequilibrios macroeconómicos globales. Muchos analistas esperan que con una moneda menos competitiva China exporte menos e importe más, haciendo una contribución positiva a la recuperación de los Estados Unidos y de otras economías.
En todas estas discusiones, la cuestión del renminbi se ve como un asunto entre los Estados Unidos y China, y los intereses de los países pobres apenas son escuchados, incluso en los foros multilaterales. Con todo, un aumento notable en el valor del renminbi puede tener implicaciones significativas para los países en desarrollo. No obstante, hay debates muy acalorados sobre si la revaluación del renminbi les conviene o no.
Por un lado está Arvind Subramanian, del Instituto Peterson y del Centro para el Desarrollo Global. Argumenta que los países en desarrollo han padecido enormemente la política de China de devaluar su moneda, que ha hecho más difícil que puedan competir con los bienes chinos en los mercados globales, ha atrasado su industrialización y su crecimiento.
Si aumentara el valor del renminbi, las exportaciones de los países pobres serían más competitivas y sus economías estarían mejor posicionadas para aprovechar los beneficios de la globalización. De ahí que Subramanian argumente que los países pobres deben hacer causa común con los Estados Unidos y otras economías avanzadas para presionar a China con el fin de que modifique sus políticas de tipo de cambio.
Por otro lado está Helmut Reisen y sus colegas, del Centro para el Desarrollo de la OCDE, que concluyen que los países en desarrollo, en especial los más pobres, saldrían dañados si el renminbi aumentara drásticamente. Su razonamiento es que la apreciación de la moneda sin duda frenaría el crecimiento de China, y cualquier cosa que provoque eso también será perjudicial para otros países pobres.
Respaldan su argumento con evidencia empírica que sugiere que el crecimiento en los países en desarrollo se ha hecho gradualmente cada vez más dependiente del desempeño económico chino. Estiman que una disminución en un punto porcentual de la tasa anual de crecimiento de China reduciría las de los países de bajos ingresos en 0,3 puntos porcentuales –casi una tercera parte de esa disminución.
Para entender estos puntos de vista opuestos, necesitamos retroceder y examinar las fuerzas fundamentales del crecimiento. Si hacemos a un lado los tecnicismos, el debate se reduce a una pregunta esencial: ¿Cuál es el modelo de crecimiento más efectivo y sostenible para los países de bajos ingresos?
Históricamente, las regiones pobres del mundo frecuentemente han adoptado el llamado modelo de “salida de excedentes”. Este modelo supone exportar a otras partes del mundo productos básicos y recursos naturales, tales como productos agrícolas y minerales.
Así es como Argentina se enriqueció en el siglo XIX y como los Estados petroleros han acumulado riqueza en los últimos 40 años. El rápido crecimiento que experimentaron muchos países en desarrollo antes de la crisis fue en gran medida resultado del mismo modelo. En particular, la demanda creciente de recursos naturales de otros países –principalmente de China—impulsó a los países del África Subsahariana.
Pero este modelo tiene dos grandes debilidades. En primer lugar, depende mucho del crecimiento rápido de la demanda externa. Cuando esa demanda no se mantiene, los países en desarrollo se enfrentan a una situación en la que los precios de las exportaciones se vienen abajo y, muy frecuentemente, a una crisis interna prolongada. En segundo lugar, no estimula la diversificación económica. Las economías que se quedan con este modelo se especializan demasiado en productos primarios que no ofrecen un gran crecimiento de la productividad.
En efecto, el desafío central del desarrollo económico no es la demanda externa, sino el cambio estructural interno. El problema de los países pobres es que no producen los bienes adecuados. Deben emprender una reestructuración en la que se sustituyan los productos primarios tradicionales por actividades de mayor productividad, principalmente manufacturas y servicios modernos.
El tipo de cambio real es de suma importancia, puesto que determina la competitividad y rentabilidad de las actividades comerciales modernas. Cuando las naciones en desarrollo se ven obligadas a sobrevaluar sus monedas, el espíritu empresarial y las inversiones en esas actividades disminuyen.
Desde este punto de vista, las políticas de tipo de cambio de China no sólo socavan la competitividad de las industrias de África y de otras regiones pobres, sino que también dañan su motor de crecimiento fundamental. Lo que el mercantilismo chino ofrece a esos países pobres es, en el mejor de los casos, un crecimiento temporal que no les favorece.
No obstante, para no correr el riesgo de achacar demasiadas culpas a China, debemos recordar que los países en desarrollo no tienen grandes impedimentos para reproducir lo esencial del modelo Chino. Ellos también podrían haber utilizado sus tipos de cambio de manera más activa para estimular la industrialización y el crecimiento. Es cierto que no todos los países del mundo pueden subvaluar sus monedas al mismo tiempo, pero los países pobre podrían haber desplazado la "carga” hacia los países ricos quienes, como indica la lógica económica, son quienes deberían soportarla.
En cambio, muchos países en desarrollo han permitido que sus monedas se sobrevalúen, confiando en el auge de la demanda de productos básicos o en los flujos financieros. Además, no han utilizado sistemáticamente las políticas industriales explícitas que podrían actuar como sustituto de la subvaluación.
En vista de lo anterior, tal vez no deberíamos acusar a China de cuidar sus propios intereses económicos, aun si al hacerlo ha empeorado los costos de las políticas equivocadas de tipo de cambio de otros países.
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Dani Rodrik es profesor de Economía Política de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y autor de One Economics, Many Recipes: Globalization, Institutions, and Economic Growth.
Tomado de Project Syndicate
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