domingo, 14 de diciembre de 2025

Ontología y escatología del orden mundial


Evgueni Vertlib, Katehon

En una época en la que el triunfo de la cosmovisión liberal parecía definitiva y se proclamaba el «fin de la historia» como un hecho irreversible, el mundo se encontró al borde de una nueva realidad post-atómica, en la que los conflictos ideológicos y civilizatorios no desaparecieron, sino que se transformaron en formas más complejas y ontológicamente irreconciliables. El orden global ya no puede basarse en la ilusión de la homogeneidad o en la estrategia de destruir al oponente, ya que las apuestas en juego han alcanzado un límite existencial: la victoria, definida como la maximización del daño, hoy en día conlleva inevitablemente a una catástrofe global. Así, el único final realista del enfrentamiento no es la capitulación de una de las partes, sino el reconocimiento ontológico y la fijación de un nuevo límite estratégico, en cuya lógica la capacidad de prevenir la guerra se convierte en el valor político supremo. Como resultado, el mundo no alcanzará la utopía de la homogeneidad, pero encontrará estabilidad gracias a la «multiplicidad floreciente» (K. Leontiev), pasando a un estado de tensión controlada y coexistencia estructural en todos los hemisferios.

Los años de Matusalén traen consigo un profundo enfrentamiento ontológico entre dos principios civilizatorios: el universalismo atlántico (Leviatán), que aspira a la unificación del mundo y a la eliminación de todas las formas de diferencia, y el principio telúrico (Katechon), que defiende el derecho de los pueblos a la soberanía, el arraigo y la multiplicidad de lo sagrado. La esencia de esta confrontación consiste en la lucha por la estructura misma del ser, por la esencia humana y la trayectoria del desarrollo histórico. El principio atlántico (Leviatán) se opone al telúrico (Katechon): lo móvil (marítimo, abstracción) frente a lo sedentario (tierra, orden). Históricamente, cada avance del universalismo, desde las reformas de Pedro I hasta las teorías revolucionarias de principios del siglo XX, ha ido acompañado de un intento de desmantelar los sistemas que mantienen las diferencias nacionales y culturales. El globalismo contemporáneo no rechazó este impulso, sino que lo reconfiguró en clave tecnocrática. El lugar de la quimera de la revolución permanente lo ocupó el modelo de integración del Nuevo Orden Mundial a través de la burocracia, la estandarización digital y la gestión unificada, donde la supervisión y la regulación sustituyen funcionalmente al radicalismo anterior. El contenido escatológico de la elección estratégica se manifiesta en un dilema: o bien el universalismo tecnocrático, donde el control se disfraza de unidad simbólica, o bien el restablecimiento de la multipolaridad telúrica, que afirma el derecho a la diferencia como principio fundamental del orden mundial.

El bloque telúrico de Estados, cuyo núcleo lo forman los centros de poder de Eurasia —Rusia, China e Irán—, aplica una estrategia de contención y limitación del hegemonismo universalista. La intención del Katechon, entendida como la misión de retener el tiempo histórico y obstaculizar el triunfo total del mal escatológico, está dirigida a crear un orden mundial autónomo, basado en una arquitectura dual, donde coexisten dos sistemas que se limitan mutuamente. El mantenimiento de la autonomía estratégica requiere un enfoque integral en el que la autosuficiencia económica, tecnológica, militar y cultural se integren en un sistema único de sostenibilidad. El factor clave para los Estados telúricos es garantizar la continuidad de las cadenas de producción y tecnología, el control de los recursos y los flujos energéticos, así como la capacidad de respuesta autónoma en materia de defensa. La sostenibilidad estratégica se garantiza no solo con la presencia de fuerzas armadas, sino también con la estructura organizativa de la sociedad, el nivel de preparación tecnológica y la flexibilidad de la movilización. La interacción con posibles aliados del Sur Global desempeña un papel estratégico, ya que refuerza las alianzas macrorregionales y crea plataformas para el desarrollo conjunto. La contención financiera se lleva a cabo a través de sistemas monetarios y de pago alternativos, lo que garantiza la libertad financiera estratégica. La contención económica se basa en el principio de la limitación estratégica de las vulnerabilidades, en la que los corredores logísticos se convierten en un instrumento de control estratégico. La autonomía tecnológica se forma mediante la creación de plataformas digitales y computacionales independientes: la infraestructura digital se construye según el principio de gestión segmentada pero integrada, en la que los sistemas críticos están protegidos de la interferencia externa, lo que permite alcanzar la soberanía económica y tecnológica mediante la creación de complejos macrorregionales autónomos. La disuasión militar integra la autonomía de las fuerzas armadas nacionales con la coordinación macrorregional, utilizando el concepto de «ataque imposible». La dimensión informativa y cultural del Katechon constituye la base estratégica de la soberanía: el control de los discursos y los códigos culturales permite mantener la integridad de la sociedad frente a la presión universalista.

En la configuración final, el mundo entra en una época en la que el cambio antropológico se vuelve decisivo: la formación de un nuevo tipo de persona, separada del territorio y la tradición. Los futurólogos predijeron la aparición del nómada global, un consumidor móvil, sin raíces y que vive en una cultura de consumo desechable y devaluada. Esta figura encarna al sujeto ideal de la Hiperimperio tecnocrática: un ser humano que ha perdido el contacto con la tierra y es incapaz de resistir políticamente a todo lo que viene de afuera. La lucha por la soberanía se desplaza al espacio interior del ser humano: su memoria cultural, sus fundamentos psicológicos y su capacidad para mantener una identidad estable. Se libra una guerra de mentalidades por la preservación del núcleo humano. Los Estados deben defender su propio código antropológico para que no se disuelva en la cesta de compras de la supersociedad. Este proyecto de gestión tecnocrática es anunciado abiertamente por sus arquitectos. Klaus Schwab insiste en el «Gran Reinicio» y su asesor, Yuval Noah Harari, señala directamente: «Simplemente no necesitamos a la gran mayoría de ustedes… Tendremos la oportunidad de hackear a las personas». Esta postura, confirmada por ideólogos como Jacques Attali, da a la concepción del nuevo campo de concentración régimen digital un objetivo concreto, en el que la supervisión y la regulación sustituyen funcionalmente al radicalismo anterior.

La dimensión financiera de la confrontación se ha convertido en el ámbito en el que el proyecto atlántico ha alcanzado su mayor madurez. El paso del control territorial al control informativo y financiero ha permitido trasladar el núcleo del poder al ámbito de la vigilancia algorítmica y la dependencia monetaria. Así surge la escatología financiera, un concepto en el que el dinero se transforma de instrumento de intercambio a mecanismo de control total. La unificación del espacio monetario mundial a través de las monedas digitales abre el camino a la creación de un contorno financiero supranacional capaz de imponer normas únicas. La fórmula histórica «quien controla la masa monetaria de un país, controla el país» adquiere una dimensión global. Para las fuerzas telúricas, esto crea un imperativo estratégico: la soberanía monetaria se convierte en un elemento clave de la independencia política, lo que convierte la criptopolítica en el frente principal del siglo XXI. En la época del capitalismo digital, el principio atlántico obtiene una ventaja absoluta en la gestión de la información. El poder algorítmico sustituye al poder de las flotas, formando el imperialismo de los datos, una forma de dominio basada en el control del entorno digital. El carácter escatológico de este proyecto se manifiesta en el deseo de crear un estado de paz en el que cualquier alternativa sea técnicamente imposible, convirtiendo el fin de la historia en una escatología algorítmica.

La fractura entre los diferentes frentes del mundo se desplaza definitivamente hacia la esfera del control del significado. Surge un nuevo régimen cognitivo en el que el control se ejerce a través de la distribución de la atención y el replanteamiento de la realidad, y los algoritmos conforman la percepción del ser humano. El principio telúrico, en respuesta, intenta devolver a la cultura su profundidad y sacralidad. El código cultural es una forma de arraigo existencial que vincula al ser humano con la historia y el espacio. Por lo tanto, la confrontación entra en el campo de la escatología cultural: un proyecto busca crear un sujeto universal para la economía en red (utilizando la hipertolerancia y la deconstrucción posmoderna para la atomización), mientras que el otro busca restaurar al sujeto como portador de la tradición, cuya existencia trasciende las predicciones y el control de los algoritmos.

La capa más profunda del conflicto radica en la cuestión del cuerpo y los límites. La civilización atlántica propone la idea de difuminar la naturaleza material del ser humano a través del posthumanismo, mientras que la lógica telúrica insiste en el arraigo insuperable del ser humano en la geografía carnal del ser. La tierra implica el cuerpo y el cuerpo implica límites. El proyecto atlántico construye un mundo en el que los límites deben desaparecer, mientras que el proyecto telúrico construye un mundo en el que los límites son la base del orden y el orden es la base de la libertad. Esto convierte la restauración de las fronteras en una estrategia ontológica.

La estructura del enfrentamiento mundial adquiere su forma definitiva cuando se analiza el tiempo. El proyecto atlántico pretende privar a la humanidad de su profundidad histórica, reduciendo el pasado a símbolos deconstruidos y el futuro a una proyección tecnocrática única y racional, lo que supone un enfrentamiento entre dos teologías de la historia: la tecnocrática y la tradicional. El sistema sobrehumano que la civilización atlántica pretende crear es una tecnocracia sin tecnócratas, un poder distribuido entre máquinas y protocolos. El proyecto telúrico, por el contrario, pretende integrar la tecnología en la estructura del sentido, en lugar de sustituir el sentido por la tecnología, generando la idea de la soberanía del sentido.

Está en juego la propia posibilidad de existencia de las civilizaciones humanas como formas de vida autosuficientes, donde la soberanía comienza con la libertad interna y el sentido colectivo. El conflicto entre los proyectos atlántico y telúrico no es simplemente una disputa sobre cómo gobernar el mundo, sino un conflicto sobre qué considerar mundo. A este nivel, la elección estratégica adquiere una profundidad escatológica: o bien aceptar la disolución en un conglomerado nómada universal, o bien construir un mundo contraescatológico basado en la sacralidad del espacio, la tradición y el derecho a la diferencia, que se convierte en un nuevo valor político supremo. La unión de todos estos elementos forma un bloque macrorregional capaz de mantener el equilibrio estratégico con el Leviatán. El capital demográfico se convierte en un instrumento de profundidad estratégica y en una garantía de reproducción de la soberanía nacional y cultural, siendo un aspecto fundamental en esta lucha y, por lo tanto, la apuesta final en el conflicto global.

Así, hemos investigado la ontología y la escatología del orden mundial, estableciendo que el conflicto global ha traspasado los límites de la geopolítica clásica, convirtiéndose en una confrontación antagónica entre dos principios metafísicos. En este contexto, la victoria rusa en el teatro de operaciones ucraniano no es solo un éxito militar y político, sino un acto existencial de realización del potencial de las fuerzas del Katechon para contener el triunfo total de las intrigas anticristianas del euroatlantismo. Dada la inaceptabilidad de un enfrentamiento militar directo entre los polos en un contexto de contención nuclear entre partes con igual potencial de destrucción mutua, la confrontación pasa al plano de la estrategia de agotamiento: guerras de sanciones, bloqueos marítimos y tecnológicos, en las que la victoria se logra no tanto mediante la destrucción física del enemigo como mediante la destrucción de su voluntad de continuar la lucha. «Una forma eficaz de debilitar a un rival grande y armado con armas nucleares es hacerle sangrar desde lejos, lo que constituye una versión moderna y relativamente segura de la estrategia Anaconda. El objetivo de esta lucha no es la derrota inmediata, sino el agotamiento prolongado e inexorable de sus recursos y su determinación política», afirma el prestigioso estratega estadounidense Stephen M. Walt, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Harvard.

Es precisamente esta conciencia de un agotamiento total, pero a distancia, lo que hace imposible la victoria total del Leviatán y conduce inevitablemente a la necesidad de establecer un nuevo límite de cordura estratégica. Este límite conduce a la composición de un compromiso dual, que el analista Evgueni Vertlib denominó «arquitectónica de la supervivencia» («La lógica de los compromisos estratégicos», 2014; «Katechon y Leviatán. Duelo global», 2025). El autor formalizó la dicotomía Leviatán vs. Katechon ya no como una confrontación entre Estados, sino como una necesidad en la que Leviatán y Katechon resultan ser contrapesos necesarios en la unidad dialéctica de los opuestos, dictada por los límites de la destrucción mutua. El Katechon (el Oso Ruso), tras aguantar la estrategia de agotamiento, obliga al Leviatán a reconocer los límites de su universalidad: los límites de mantener la apariencia de la victoria, la legitimación de la no derrota como victoria. El resultado final del enfrentamiento no se logrará mediante la capitulación, sino mediante el reconocimiento ontológico y la fijación de un nuevo límite estratégico. Según esta lógica, la victoria no se logra maximizando el daño, sino maximizando la capacidad de prevenir la guerra. Como resultado, el mundo no alcanzará la utopía de la homogeneidad, pero encontrará la estabilidad en su multiplicidad, lo que es el único final realista en la era posnuclear y la garantía de la preservación del propio espacio de la acción histórica, donde la «multiplicidad floreciente» (K. Leontiev) se convierte en el nuevo valor político supremo.

El mundo está entrando en un estado de tensión controlada y coexistencia estructural de dos hemisferios, lo que, en esencia, representa una reencarnación pragmática del principio de «coexistencia pacífica», un concepto fundamental de la política exterior soviética que, a pesar de todo su trasfondo ideológico, tenía como objetivo prevenir un enfrentamiento militar directo y fijar la competencia a largo plazo como un proceso controlado y no catastrófico. En este sentido, nuestro modelo de «coexistencia estructural de dos hemisferios» ocupa una posición única, demostrando una ventaja significativa sobre los otros dos paradigmas mundiales importantes.

En primer lugar, difiere críticamente de la fórmula china «Un país, dos sistemas», un modelo desarrollado por Deng Xiaoping para preservar los enclaves capitalistas bajo la soberanía del Estado socialista. Mientras que esta fórmula alcanza la paz a través de la subordinación ontológica de un sistema a la soberanía estatal unificada (como lo demuestra la interpretación oficial: “«Un país» es la premisa y la base los «dos sistemas» y los «dos sistemas» están subordinados a «un país» y todos se basan en él”), nuestra visión excluye la subordinación jerárquica. La «coexistencia estructural de dos hemisferios» afirma el equilibrio, no la subordinación, fijando el límite estratégico como una frontera horizontal de reconocimiento mutuo, donde la «multiplicidad floreciente» se presenta como un valor político autosuficiente y una garantía de paz y no como una concesión temporal para preservar la unidad del Estado.

En segundo lugar, nuestra concepción también se caracteriza por una mayor rigidez política y realismo en comparación con la idea del «Diálogo de civilizaciones», promovida, en particular, por el presidente de Irán, Mohammad Khatami, como respuesta a la tesis del «Choque de civilizaciones». Mientras que el «Diálogo de civilizaciones» pretende superar el conflicto mediante el acercamiento ético, cultural y de valores basado en el respeto mutuo y el intercambio activo (con la afirmación de que «no existe el choque de civilizaciones. Existe un choque de intereses y un choque de ignorancia»), no contiene mecanismos para contener la agresión sistémica. Nuestra concepción, por el contrario, es ontológicamente realista, ya que reconoce e incluye la «tensión controlada» como parte integrante del sistema, fijando el límite estratégico precisamente a través de la maximización de la capacidad de prevenir la guerra. De este modo, no se basa únicamente en la superación voluntaria de la «ignorancia», sino que utiliza la fuerza de contención como base para la estabilidad estructural. Por consiguiente, la «coexistencia de dos hemisferios» no es solo una cuestión pragmática para evitar la guerra, sino también un mecanismo político de primer orden que afirma la igualdad estructural y basa la paz en un límite estratégico controlable.

Este enfoque requiere renunciar a las pretensiones universalistas, características tanto de la ideología de la Guerra Fría como del hegemonismo postbipolar, donde la victoria se concebía como la absorción total o la reformulación del oponente. En su lugar, el nuevo límite de la acción estratégica dicta la necesidad de desarrollar protocolos de interacción complejos y en múltiples niveles, capaces de integrar el antagonismo en el tejido de un orden mundial sostenible. En este sistema, la «tensión controlada» se convierte en un estado permanente en el que los actores clave calibran constantemente sus acciones en relación con el nuevo límite estratégico, sin cruzar la línea crítica que conduce a la catástrofe. De este modo, la diferencia ontológica de los sistemas, al ser reconocida e institucionalizada, deja de ser una fuente de conflicto incontrolable y se transforma en una fuente de equilibrio dinámico, en el que la estabilidad se garantiza, paradójicamente, precisamente por el hecho de la coexistencia competitiva.

Para el Katechon, que lucha en solitario contra la legión del Anticristo, se cumpliría el papel de Rusia como Retenedor. Esta misión, arraigada en la Segunda Epístola del apóstol Pablo a los Tesalonicenses («Porque el misterio de la iniquidad ya está en acción, solo que no se consumará hasta que sea quitado de en medio el Retenedor… y entonces se revelará el inicuo»), se proyecta en la tarea ontológica de estabilizar el límite estratégico global.

El cálculo estratégico de la victoria rusa va más allá del logro de los objetivos operativos y tácticos clásicos y se basa en obligar al enemigo a autolimitarse y a aceptar la multiplicidad irremediable de la arquitectura mundial. Rusia no aspira al dominio total, sino a crear hechos irreversibles de equilibrio estratégico que hagan que una mayor escalada militar sea existencialmente desfavorable para el enemigo. El imperativo clave es maximizar la propia estabilidad y minimizar el espacio operativo para el expansionismo globalista, lo que se logra mediante una fórmula triple: causar daños inaceptables en caso de enfrentamiento directo para reforzar el límite estratégico; la demostración de la autonomía y la autosuficiencia de la civilización, que demuestra la inutilidad de la estrategia de «asfixia»; y la formación de nuevos polos de atracción: coaliciones de Estados soberanos para los que el modelo dominante de «pluralidad floreciente» se convertirá en una alternativa segura a la hegemonía centrada en Estados Unidos. Así pues, la victoria rusa no es la capitulación del enemigo, sino el triunfo del sentido común y la necesidad histórica, que conduce al reconocimiento ontológico por parte de ambos hemisferios de una nueva norma sostenible del orden mundial: a la humanidad en su conjunto se les da la oportunidad de existir «legalmente» en su pluralidad. El objetivo es recodificar la estrategia global, pasando de la lógica del «el ganador se lo lleva todo» a la razón práctica: «sobreviven todos los que reconocen el límite». Esta es la función del Retenedor: no impedir el fin del mundo, sino retrasarlo lo máximo posible mediante el establecimiento del orden y el derecho al desarrollo soberano en condiciones de tensión permanente controlada.

Este imperativo estratégico se vuelve aún más ineludible en el contexto de la comprensión de que la historia mundial no solo no ha terminado, como postuló Francis Fukuyama en su concepto «El fin de la historia» tras el triunfo de la democracia liberal, sino que ha regresado en forma de conflicto entre paradigmas ontológicos irreconciliables, refutando definitivamente la ilusión de la unificación. Es más, esta nueva era coincide con la formación de la «sociedad del riesgo global» según Ulrich Beck (1986), en la que las amenazas sistémicas, invisibles y transfronterizas (desde las climáticas hasta las nucleares) crean una nueva solidaridad universal ante una catástrofe común provocada por el hombre. «Los riesgos, al igual que las riquezas, se distribuyen según un esquema de clases, solo que en orden inverso», afirmaba Beck, subrayando que las amenazas modernas no conocen fronteras nacionales, lo que hace que cualquier intento de victoria total sea ontológicamente sin sentido. Así, Rusia, actuando como Retenedor, asume la función de estabilizador mundial, cuya victoria no consiste en imponer su orden, sino en fijar un límite metafísico insuperable que garantiza a todas las civilizaciones su propia existencia mediante la «multiplicidad floreciente» y anulando cualquier pretensión de un final único de la historia.



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