jueves, 18 de diciembre de 2025

Geoestrategia cognitiva de la fenomenología cultural


Evgueni Vertlib, Katehon

Hoy en día, tanto el espacio físico como la esfera de la conciencia humana se encuentran en la vanguardia de la competencia global. El trasfondo geopolítico basado en los recursos y el territorio está dando paso a una guerra por el dominio cognitivo, en la que la verdadera profundidad estratégica se mide por la capacidad de un pueblo no solo para proyectar su voluntad, sino también para defender el «código cultural» interno de su identidad civilizatoria y nacional. En la era de las plataformas digitales omnipresentes, la cultura ha dejado de ser solo un instrumento de «poder blando» y se ha convertido en un elemento clave del cálculo geoestratégico, que requiere una comprensión fenomenológica de cómo la conciencia colectiva percibe y reacciona ante una influencia externa deliberada. Hoy en día, la ventaja estratégica pertenece a quienes poseen no solo los mejores misiles, sino también los algoritmos que controlan las emociones colectivas y destruyen la base epistemológica de la sociedad. Durante siglos, la geoestrategia ha operado con divisiones, toneladas de desplazamiento y reservas de petróleo, permaneciendo como una realidad de «fuerza bruta» y economía. Sin embargo, los cambios tectónicos provocados por la revolución digital han desplazado el escenario estratégico a un entorno mucho más difícil de definir: el dominio de la conciencia humana, las emociones y la cultura, dando lugar a una esfera de importancia crítica, la geoestrategia psicológica y cultural.

Los conflictos tradicionales se definían por el control del territorio, mientras que los enfrentamientos híbridos modernos se desarrollan por el control del espacio cognitivo del adversario. Este cambio de enfoque ha dado lugar a una nueva doctrina operativa: la geopolítica de las emociones. La esencia de la geopolítica de las emociones radica en que las decisiones tomadas por la sociedad y sus líderes son cada vez más el resultado de una influencia deliberada en el subconsciente colectivo, utilizando emociones como el miedo, la ira, la desconfianza y la nostalgia. cada vez más son el resultado de una influencia deliberada en el subconsciente colectivo, utilizando emociones como el miedo, la ira, la desconfianza y la nostalgia. Los Estados y los actores no estatales convierten las vulnerabilidades psicológicas de la sociedad en objetivos estratégicos, utilizando la desinformación deliberada y las «armas cognitivas» para alcanzar sus objetivos geopolíticos sin necesidad de una invasión física. Este nuevo tipo de guerra pone en peligro los pilares fundamentales de una sociedad estable, ya que el uso de «deepfakes», realistas gracias a los avances en inteligencia artificial, no solo distorsiona los hechos, sino que crea una «crisis epistemológica», socavando la propia capacidad de los ciudadanos para distinguir la verdad de la ficción. Cuando las instituciones clave —el gobierno, la prensa, la ciencia— dejan de ser percibidas como fuentes fiables, la sociedad pierde la base común para la acción colectiva y el consenso.

Como se afirma en el informe analítico de la Fundación para la Defensa de la Democracia (FDD) de 2024, «La manipulación y la injerencia extranjeras en la información constituyen una amenaza para la seguridad nacional de los Estados Unidos, así como para la de sus aliados y socios», subrayando que se trata de una amenaza directa para la seguridad. Es más, esta amenaza tiene como objetivo convertir al propio Estado enemigo en su principal enemigo: las armas mentales están estrechamente entrelazadas con el concepto de «armas organizativas», en el que se utiliza el caos cognitivo para paralizar las instituciones clave y la burocracia. Es precisamente para llevar a cabo estos ataques mentales eficaces que se utiliza el fenómeno de la «posverdad».

El fenómeno de la «posverdad» es, en esencia, un arma mental ideal, ya que su impacto estratégico no consiste en difundir una mentira concreta, sino en anular el valor mismo de la verdad como base para la acción colectiva. El adversario que utiliza la posverdad no pretende que creas en su ficción, sino que dejes de creer en cualquier cosa: ni en tus instituciones, ni en los medios de comunicación tradicionales, ni siquiera en tus propios sentidos. Esto se consigue mediante un impacto informativo masivo, contradictorio y rápidamente cambiante, que provoca una «sobrecarga cognitiva» y una fatiga emocional. Como resultado, la «población» del país, cansada de tener que verificar constantemente los hechos y desentrañar narrativas contradictorias, recurre a la «verdad emocional» o a la lealtad social y tribal, aceptando la información que mejor se ajusta a sus explicaciones «sin complicaciones», independientemente de su veracidad real. Es precisamente esta destrucción estratégica del espacio epistemológico común el objetivo clave de la influencia cognitiva, ya que paraliza la capacidad de la nación para alcanzar un consenso racional de acción y defensa colectiva. Este proceso tiene un análogo estratégico directo en la confrontación nuclear: el fenómeno de la posverdad actúa como una emisión masiva de objetivos falsos y señuelos destinados a sobrecargar, cegar y agotar el sistema de defensa antimisiles (MD) del enemigo.
Los objetivos falsos obligan a los costosos medios de interceptación a gastar munición en amenazas inexistentes, garantizando que la verdadera carga destructiva, que es el cinismo y la división social, alcance su objetivo sin obstáculos. Por lo tanto, el principal reto estratégico consiste no solo en reconocer estos «ataques» en el espacio informativo, sino también en construir una defensa sistémica.
En este sentido, aclararemos una cuestión importante, pero poco estudiada, como es la «inmunidad estatal» frente a los ataques cognitivos. ¿Cómo puede la sociedad desarrollar una resiliencia, o «higiene digital», para hacer frente a las armas psicológicas dirigidas? Parte de la respuesta probablemente radique no solo en la detección tecnológica de las falsedades, sino también en la reestructuración de los sistemas educativos para desarrollar el pensamiento crítico. Lo estratégicamente importante no es simplemente bloquear el contenido dañino, sino crear un entorno social en el que la mentira no encuentre terreno fértil. En el documento «The Defence Horizon Journal» (2024) se señala que «debemos encontrar las respuestas correctas a cómo podemos fortalecer nuestra resiliencia... así como determinar a quién debemos formar, entrenar y con quién debemos realizar ejercicios para mejorar nuestra capacidad de resistencia y respuesta», haciendo hincapié en la necesidad de trabajar de forma sistemática en la resiliencia. En segundo lugar, está el problema de medir el daño estratégico real. El daño económico de un ciberataque es fácil de calcular; pero es mucho más difícil evaluar en qué medida una campaña masiva de desinformación sobre un tema u otro daña la legitimidad del sistema político. Sin métricas y métodos claros para evaluar los daños, a los gobiernos les resulta difícil justificar la necesidad de invertir en «defensa cognitiva», ya que a menudo queda eclipsada por amenazas más tangibles. La guerra en Ucrania ha demostrado que, a pesar de la intensa confrontación psicológica, que incluye la desmoralización, «no se ha traducido en una rendición masiva o en la aceptación del dominio ruso» («Análisis de 55 antiguos alumnos de la Academia Nacional de Defensa», 2024), lo que demuestra la importancia estratégica de la resistencia psicológica, pero hace aún más difícil medir con precisión su eficacia. El éxito de dicha resistencia, a su vez, está estrechamente relacionado con la evolución de una herramienta clave de la geoestrategia: el poder blando.

El concepto de «poder blando» ha experimentado una transformación radical en la era digital: se ha descentralizado, acelerado y, lo que es más importante, ha sido parcialmente interceptado por las plataformas tecnológicas globales. Los gigantes modernos, como TikTok, X, YouTube y Meta, han dejado de ser simples canales neutrales. Se han convertido en actores geopolíticos independientes. Sus algoritmos, sus normas de moderación, sus decisiones sobre el bloqueo de contenidos... Todo ello influye directamente en la formación de la opinión pública en los Estados soberanos y, en ocasiones, en el resultado de las elecciones, lo que crea un «vacío estratégico de legitimidad» en la gestión del espacio informativo global. Por ejemplo, el algoritmo de TikTok, propiedad de la empresa china ByteDance, puede promover o silenciar discretamente determinadas narrativas políticas entre millones de usuarios jóvenes, lo que le da a la plataforma un control estratégico sobre el discurso cultural y político. El análisis de Stanford International Policy Review (2024) señala que la controversia en torno a TikTok se ha convertido en «un símbolo de tensiones geopolíticas más profundas, en particular entre Estados Unidos y China», y subraya que el control de los espacios digitales se ha vuelto «tan estratégico como el control territorial tradicional».

La cuestión estratégica menos desarrollada es cómo los Estados pueden diseñar y proyectar eficazmente su «poder blando» en un contexto de fragmentación del espacio informativo global, en el que las tendencias culturales nacen y mueren en vídeos virales que no están controlados por ningún Estado. El informe de la cumbre del BRICS de 2024 muestra que «los periodistas civiles independientes lideran los índices de participación, mientras que los medios de comunicación tradicionales solo alcanzan el 21 %», lo que pone de manifiesto la necesidad de que los Estados adopten una «estrategia de código abierto», es decir, crear las condiciones para la autodifusión de su producto cultural, utilizando influencers y haciendo que la cultura nacional sea atractiva para su difusión voluntaria. Un excelente ejemplo es la «ola coreana» (Hallyu): el éxito del K-Pop y los Kdramas no se logró a través de los medios de comunicación estatales directos, sino mediante la creación de contenido adaptable y de alta calidad que se volvió viral y fue aceptado voluntariamente por millones de usuarios en todo el mundo, que se convirtieron en sus «promotores» gratuitos en sus plataformas. Además, el éxito del «poder blando» depende fundamentalmente de la coherencia de la política y la cultura internas. Si el Estado predica unos valores, pero los incumple dentro del país, las plataformas digitales ponen al descubierto instantáneamente esta disonancia, haciendo que el poder blando sea «transparente» y exija un compromiso auténtico con los ideales declarados.

La geoestrategia psicológica y cultural no solo se refiere al ataque, sino también a la defensa estratégica. La cultura de una nación, su memoria colectiva, sus narrativas históricas y su cohesión social constituyen una reserva estratégica fundamental y un factor de estabilidad básica frente a las crisis externas. Según el informe «Echo Research» (2024), «la cultura es la clave de la resiliencia. Y la resiliencia es la clave del crecimiento», lo que indica que «la cultura es el factor más importante en la construcción de la resiliencia» a todos los niveles. La cultura se convierte así en un activo estratégico que requiere una inversión no menor que el presupuesto de defensa. Este fenómeno de resiliencia, arraigado en la cultura, confirma que la geoestrategia cognitiva debe incluir mecanismos de defensa profundos, basados en la fenomenología de la experiencia común. El Estado que garantiza a sus ciudadanos el acceso a una historia veraz, mantiene rituales culturales comunes y fortalece los vínculos sociales, construye una «respuesta inmunitaria» a los ataques cognitivos basada en la confianza entre los ciudadanos y sus instituciones.
Teniendo en cuenta que la «crisis epistemológica» es la principal amenaza estratégica, la defensa debe centrarse en restaurar y fortalecer las estructuras de la conciencia colectiva. El fortalecimiento estratégico de la «inmunidad estatal» («State Immunity») requiere un enfoque de tres componentes inseparables: diagnóstico fenomenológico, soberanía educativa y cohesión cultural.
En primer lugar, es necesario pasar del simple seguimiento de la desinformación a la comprensión de las vulnerabilidades psicológicas y culturales fundamentales que hacen que la sociedad sea susceptible a las influencias externas, es decir, realizar un diagnóstico fenomenológico. Esto incluye la creación de perfiles cognitivos de los grupos sociales clave para identificar los «desencadenantes» emocionales colectivos que explota el adversario, así como el «análisis especular» de las narrativas para comprender por qué la propaganda falsa encuentra eco, lo que exige eliminar la debilidad interna y no solo refutar la mentira. Una parte fundamental es la introducción de métricas de confianza en las instituciones clave, ya que la resistencia a los ataques cognitivos es directamente proporcional al nivel de esa confianza, lo que debe convertirse en una directriz de seguridad nacional.

En segundo lugar, la inmunidad cognitiva no se logra mediante la censura, sino a través de la capacidad independiente de los ciudadanos para procesar críticamente la información, lo que requiere soberanía educativa. Esto significa la integración de módulos obligatorios de «higiene cognitiva» y «alfabetización mediática», que se centran no en los hechos, sino en el análisis de las técnicas manipuladoras (retórica del miedo, efecto «cámara de eco») para enseñar a los ciudadanos a reconocer el proceso de manipulación. La estrategia también debe incluir el uso de influencers orientados a nivel nacional y ciudadanos respetados para construir canales de comunicación alternativos y fiables, así como la creación de una «reserva nacional de conocimientos», es decir, archivos digitales de historia y cultura de fácil acceso que sirvan como fuente de información fidedigna y sin distorsiones, lo que constituye una respuesta estratégica directa a los deepfakes y al revisionismo histórico.

Por último, la cultura es la última línea de defensa, que requiere cohesión cultural y defensa fenomenológica. Esto implica una estrategia de «experiencia cultural común», es decir, el apoyo a eventos culturales no partidistas que refuercen el sentido de pertenencia colectiva y reduzcan la eficacia de las tácticas de «divide y vencerás», lo que supone la aplicación directa de la tesis de que «la cultura es la clave de la sostenibilidad». También es necesario un diálogo estratégico con las plataformas tecnológicas para garantizar una «representación algorítmica justa» de las narrativas nacionales y un intercambio transparente de datos sobre la actividad de los bots. La política exterior debe pasar a exportar la fenomenología cultural, es decir, a promover estratégicamente los valores nacionales clave a través de canales digitales, donde el éxito se mide por el cambio en las actitudes cognitivas de las audiencias objetivo y no simplemente por el número de visitas.

Así pues, el nuevo paradigma geoestratégico exige a los Estados que dejen de considerar la cultura y la psicología como aspectos secundarios y «blandos». Se han convertido en ámbitos críticos para la guerra y la paz. Quien sea capaz de proteger eficazmente la conciencia de sus ciudadanos y utilizar flujos de datos algorítmicos para proyectar su influencia obtendrá una ventaja estratégica en la confrontación que superará a cualquier número de tanques o portaaviones nucleares. El futuro de la geopolítica vendrá determinado no solo por quién posea los mejores misiles, sino también por quién comprenda y controle mejor la mente humana.

Este análisis exhaustivo de la geoestrategia cognitiva y la fenomenología cultural, a pesar de su exhaustividad, deja abierta una cuestión fundamental: ¿cuál es el precio ético y estratégico de la inmersión total en este nuevo ámbito? ¿Es posible la cooperación internacional en un contexto en el que la verdad se ha convertido en un arma? Cuando los Estados comienzan a manipular las emociones colectivas y a proyectar su política interna como instrumento de poder blando exterior, la frontera entre la propaganda y la educación, entre la defensa y el ataque se vuelve peligrosamente delgada, y la comunidad internacional aún no ha elaborado ni una base jurídica común ni normas de conducta generalmente aceptadas en el espacio cognitivo. La ausencia de una «Convención de Ginebra» para el ámbito de la información significa que los ataques pueden dirigirse no solo a desmoralizar al enemigo, sino también a destruir por completo su tejido social, lo que representa una amenaza existencial que supera con creces las acciones militares tradicionales.

Es más, la defensa fenomenológica, aunque es vital, conlleva el riesgo de «aislar la conciencia», ya que el Estado, en su afán por proteger su código cultural, puede crear sin querer una «fortaleza» digital o una «cámara de eco», privando a los ciudadanos del acceso a la diversidad de ideas mundiales y socavando así los fundamentos mismos del pensamiento crítico que pretende proteger. Se trata de un desafío paradójico que requiere un delicado equilibrio estratégico. Así pues, la futura doctrina cognitiva deberá equilibrar la necesidad de defender agresivamente la conciencia nacional con la imperiosa necesidad de preservar la apertura y el pluralismo, ya que solo estas cualidades garantizan una estabilidad auténtica y duradera y la capacidad de adaptación en condiciones de turbulencia informativa permanente. De lo contrario, la victoria en la guerra cognitiva podría resultar pírrica: la nación conservará sus fronteras, pero perderá su capacidad de pensar libremente, convirtiéndose en víctima de su propia propaganda, aunque sea defensiva. Por eso, la elaboración de protocolos internacionales y, lo que es más importante, de un consenso ético global sobre el impacto no letal, pero destructivo, en la conciencia colectiva, es la siguiente etapa, la más compleja y urgente, de la evolución del pensamiento geoestratégico, que requiere la atención inmediata de las principales potencias y centros de análisis.
En resumen, podemos afirmar que el ámbito cognitivo se ha convertido en un campo de batalla decisivo. No se trata de un factor secundario, sino determinante para la seguridad nacional y la soberanía. En un contexto en el que las fronteras físicas están protegidas y la soberanía digital sigue siendo permeable, el enemigo logra sus objetivos estratégicos socavando la conciencia colectiva de la nación, aprovechando las vulnerabilidades psicológicas y las diferencias culturales. No se trata de una guerra por los recursos, sino de una lucha por la voluntad de resistir.
Es evidente que la iniciativa estratégica corresponderá al Estado que primero alcance y consolide la soberanía cognitiva plena. Alcanzar esta soberanía requiere no solo la protección tecnológica de las redes, sino también una reestructuración total del sistema educativo y de la administración pública con el fin de cultivar la inmunidad social y psicológica de la nación. Cualquier inversión en defensa clásica que no esté respaldada por la protección del espacio cognitivo interno es deficiente y, a largo plazo, estratégicamente sin sentido, ya que una sociedad desmoralizada, atomizada y dividida no es capaz de utilizar eficazmente el poderío militar. A partir de ahora, la cultura, la educación y el nivel de confianza pública deben considerarse componentes equivalentes del potencial defensivo del Estado y su protección debe considerarse una tarea operativa prioritaria. No se trata simplemente de «poder blando», sino de una regla de oro para la supervivencia en una era de confrontación informativa total.

Para completar la comprensión estratégica, es necesario señalar que el fenómeno de la geoestrategia cognitiva se manifiesta de formas muy diferentes entre los principales actores globales, reflejando sus sistemas políticos y códigos culturales. En Estados Unidos, la defensa y el ataque cognitivos se llevan a cabo según el principio de la respuesta asimétrica y la colaboración público-privada. Dado que las normas constitucionales protegen estrictamente la libertad de expresión, el Estado no se centra en la censura centralizada, sino en la detección y neutralización de las fuentes extranjeras de desinformación a través de la comunidad de inteligencia y las empresas tecnológicas. La estrategia aquí consiste en «contraataques algorítmicos» en la que el sector privado se encarga de moderar los contenidos y el Gobierno se encarga de proteger las infraestructuras críticas y detectar a los actores hostiles. La principal vulnerabilidad de Estados Unidos radica en la polarización interna y la profunda desconfianza hacia los medios de comunicación tradicionales y las instituciones, lo que hace que la sociedad sea extremadamente susceptible a la manipulación externa, que explota las líneas de fractura ya existentes, y es precisamente esta debilidad fenomenológica el principal objetivo de sus enemigos. La República Popular China, por el contrario, ha optado por una estrategia de soberanía cognitiva total y centralizada. Aquí, la defensa y el ataque son inseparables del concepto del «Gran Cortafuegos Chino», que no solo bloquea los datos externos, sino que también forma activamente el espacio informativo interno y la conciencia colectiva utilizando las tecnologías más avanzadas de inteligencia artificial. El enfoque chino es la «fenomenología de la ingeniería», en la que el Estado busca crear un entorno digital perfectamente controlado en el que las narrativas externas no puedan encontrar canales de difusión ni resonancia cultural. Su herramienta estratégica clave es el control estatal sobre los algoritmos y los datos, así como la exportación de sus plataformas tecnológicas (como, por ejemplo, TikTok) para proyectar su poder blando y recopilar datos cognitivos en el extranjero.

La Federación de Rusia aplica una estrategia de «caos cognitivo flexible». A diferencia del modelo chino de control y del modelo estadounidense de detección, el enfoque ruso se centra en desestabilizar el espacio cognitivo del adversario mediante una intervención masiva y en múltiples niveles de la «información falsa». El objetivo estratégico aquí no es imponer su narrativa, sino destruir la confianza de la sociedad objetivo en sus propias instituciones, crear una niebla informativa y paralizar la capacidad de tomar decisiones colectivas racionales. A nivel interno, la estrategia se reduce al fortalecimiento de los valores tradicionales y al control estricto de los activos mediáticos nacionales de importancia crítica, lo que sirve como protección contra la intervención ideológica externa, pero al mismo tiempo utiliza activamente métodos asimétricos y descentralizados para la proyección externa del poder. Estos tres modelos —la contraofensiva algorítmica (EE. UU.), la fenomenología ingenieril (China) y el caos cognitivo flexible (Rusia)— demuestran que la geoestrategia cognitiva no tiene un modelo universal. Está profundamente arraigada en la filosofía política de cada Estado, y el éxito en esta guerra dependerá no tanto del poderío militar como de la capacidad de cada nación para reconocer y eliminar sus vulnerabilidades fenomenológicas únicas frente a la confrontación informativa global.


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