martes, 16 de diciembre de 2025

El socialismo después de la IA

Las tecnologías del capitalismo no deben ser consideradas sólo como meras herramientas que el socialismo podría utilizar mejor. Y mucho menos si hablamos de la IA, que en su despliegue cristaliza y hasta crea valores y deseos

Evgeny Morozov, Jacobin

La inteligencia artificial produjo un tipo poco frecuente de curiosidad popular. No solo entre inversores y fundadores, sino también entre personas que abren un navegador, escriben una pregunta y sienten —aunque sea de manera inexacta— que algo del otro lado piensa con ellas. Esa fenomenología importa. Más allá de lo que opinemos sobre el hype, las alucinaciones o la tabla de capitalización de OpenAI, la IA llega como una tecnología cuyos usos se descubren después de su despliegue, cuyos límites son porosos y cuyos efectos secundarios aparecen en lugares para los que nadie la diseñó. «Generativa» no es solo una palabra de marketing; nombra una inestabilidad real.

Para los socialistas, esta inestabilidad plantea un desafío específico. Y sus reflejos son conocidos: regular plataformas, gravar rentas extraordinarias, nacionalizar las empresas líderes, conectar sus modelos a un aparato de planificación. Pero si el socialismo quiere ser algo más que capitalismo con cuadros de mando más amables —si de verdad es un proyecto para rehacer colectivamente la vida material, y no solo para redistribuir sus resultados—, tiene que responder a una pregunta más difícil: ¿puede ofrecer una forma mejor de convivir con esta tecnología que la que ofrece el capitalismo? ¿Puede proponer una forma de vida distinta y deseable, y no solo una porción más justa de lo que el capital ya produjo?

Cuando el problema se plantea así, aparece como algo incómodo. Para una tradición obsesionada con maximizar las fuerzas productivas, el socialismo fue llamativamente rápido a la hora de dejar algunas de ellas fuera de la política. Trata a la tecnología como un kit neutral destinado a insertarse en instituciones mejores cuando estas existen. Tomemos los ferrocarriles, las centrales nucleares o los modelos de lenguaje: si el capitalismo los usa mal, el socialismo promete finalmente orientarlos al bien común. La pregunta real, sin embargo, es si incluso la teoría socialista más reciente y ambiciosa logra escapar a esta limitación, o si reproduce la neutralidad en un nivel más sofisticado.

I.
La propuesta de Aaron Benanav de una «economía multicriterial», desarrollada en dos extensos ensayos en New Left Review, ofrece un caso de prueba. Su diagnóstico es que tanto el capitalismo como el socialismo estatal clásico se organizan en torno a una optimización de «criterio único»: el capitalismo en torno a la ganancia y el socialismo estatal en torno al producto bruto. Eso funcionó, de manera brutal, mientras el crecimiento del PBI podía servir como justificación. En una era de estancamiento, colapso ecológico y crisis de cuidados, ya no lo hace, al menos en el Norte Global (lamentablemente, las particularidades del Sur Global casi no figuran en el análisis de Benanav).

Benanav quiere una democracia económica que tome en serio, desde el inicio, múltiples objetivos inconmensurables. La sostenibilidad ecológica, la calidad del trabajo, el tiempo libre y los cuidados se tratan como bienes distintos que no pueden aplastarse en un único índice. El equilibrio entre ellos se compone y recompone mediante elecciones políticas explícitas, en lugar de ser descubierto por el mercado o por un algoritmo central.

Con ese fin propone un sistema monetario dual. Las personas recibirían créditos no transferibles para consumo personal y un ingreso básico; las empresas y los organismos públicos operarían con «puntos» que solo podrían usarse para inversión y producción. La inversión ya no provendría de ganancias retenidas, sino de «Consejos de Inversión» gobernados democráticamente, que asignarían puntos a los proyectos según múltiples criterios.

En este modelo, la coordinación queda en manos de consejos sectoriales y regionales de trabajadores, consumidores, representantes comunitarios y expertos técnicos. Estos se apoyan en una «Matriz de Datos», un sistema abierto de estadísticas y modelización, gobernado democráticamente, que sigue flujos, mapea límites ecológicos y sociales y vuelve visibles los trade-offs: si descarbonizamos a tal ritmo, construimos tantas viviendas y reducimos la semana laboral en tal medida, esto es lo que ocurre. Los mercados persisten, pero pierden su lógica de ganancia. Las empresas no pueden acaparar excedentes ni decidir el rumbo de largo plazo de la economía; compiten por desempeño según métricas democráticamente elegidas, no por retornos para accionistas privados. Las «Asociaciones Técnicas» organizan el trabajo, la formación y los saberes entre sectores.

Benanav insiste en que los valores no son fijos. Apoyándose en el polímata austríaco Otto Neurath, el filósofo pragmatista estadounidense John Dewey y otros, sostiene que las prioridades evolucionan a través del conflicto, el aprendizaje y la experiencia. Los planes deben revisarse, los criterios ajustarse y las instituciones reconstruirse a la luz de lo que ocurre. El socialismo, en su visión, es intrínsecamente experimental. Incluso reserva un «Sector Libre», financiado públicamente, para que artistas, movimientos y asociaciones exploren nuevas formas de vida y de valor, devolviendo sus innovaciones a los criterios oficiales.

Como visión de instituciones poscapitalistas, esto es inusualmente detallado. Pero descansa sobre un supuesto: que los fracasos históricos del socialismo fueron fracasos procedimentales, como su escasez democrática, un criterio demasiado burdo. ¿Y si el problema fuera más profundo? Si apuntamos una tecnología inestable como la IA a la arquitectura cuidadosamente trazada de Benanav, aparecen grietas que ningún procedimiento democrático alcanza a sellar.

II.
La dificultad no reside en un plano en particular; es estructural. El pensamiento socialista se organizó en torno a una serie de dicotomías —fuerzas productivas versus relaciones de producción, base versus superestructura, medios versus fines— y, en cada caso se colocó a la tecnología del lado neutral e instrumental: la cinta transportadora, la central nuclear, el modelo de lenguaje. Bajo el capitalismo, la clase incorrecta utiliza esa maquinaria para sus fines; bajo el socialismo, la misma maquinaria se redirige hacia objetivos mejores.

Una rica tradición crítica, en gran medida en campos adyacentes al socialismo, rechaza esta tesis de la neutralidad. Marcuse mostró que la tecnología incorpora dominación, no solo la sirve. Harry Braverman (citado por Benanav) mostró cómo la maquinaria taylorista descalifica por diseño a los trabajadores. David Noble fue más lejos y demostró que la automatización misma no estaba técnicamente determinada: cuando existían múltiples caminos, el capital eligió sistemáticamente aquellos que transferían conocimiento del taller a la gerencia, incluso a costa de la eficiencia. Desde otra dirección, Cornelius Castoriadis sostuvo que la tecnología capitalista materializa un imaginario capitalista —expansión ilimitada, dominio racional, cuantificación— y que no puede simplemente reutilizarse (al menos no hasta que exista un imaginario diferente). Andrew Feenberg sintetizó varios de estos aportes al describir a la tecnología como «ambivalente», suspendida entre trayectorias que la intervención democrática puede alterar.

Pero estos enfoques casi siempre desembocan en teorías sobre la reestructuración del lugar de trabajo o sobre procedimientos democráticos: cómo reorganizar el trabajo, cómo abrir las decisiones técnicas a la participación. Rara vez transforman la imaginación macroinstitucional que fundaría un socialismo como alternativa integral y sistémica al capitalismo, y no meramente paliativa y procedimental. Cuando los socialistas diseñan economías completas, la tecnología vuelve a aparecer como hardware que una clase distinta usará mejor. Benanav, con toda su sofisticación, trabaja dentro de este molde: el «Demos» y los Consejos de Inversión fijan criterios; las empresas y las Asociaciones Técnicas los implementan; las tecnologías son instrumentos.

La IA no encaja del todo en este esquema. Hace más difícil posponer la «pregunta por la tecnología» (para usar la frase de Heidegger en un registro que él no habría reconocido). Un modelo de lenguaje grande (LLM) entrenado con texto recolectado a bajo costo, ajustado para una plausibilidad fluida y monetizado mediante acceso medido no es simplemente estadística a escala. Es la expresión material de un mundo particular: cronogramas de capital de riesgo, mercados publicitarios, extracción de datos, arbitraje de propiedad intelectual. La interfaz conversacional que hace que el modelo se sienta como un interlocutor y no como una biblioteca fue una decisión de producto diseñada para fomentar formas específicas de uso y apego. Las capas de seguridad codifican una noción particular de lo decible, lo cortés o lo riesgoso.

Un sistema así no solo responde a relaciones sociales existentes; las cristaliza y las devuelve presentadas como sentido común. Incluso la definición dominante de la IA —modelos cerrados, de propósito general, en centros de datos lejanos, a los que se accede por chat— condensa una serie de decisiones capitalistas sobre escala, propiedad, opacidad y dependencia del usuario.

Ahora imaginemos un futuro en el que un Consejo de Inversión multicriterial, bajo presión para evitar sesgos y desinformación, ordena que los sistemas de IA sean justos según métricas acordadas, respeten la privacidad, minimicen el uso de energía y promuevan el bienestar. Llamemos a esto IA woke por mandato democrático: una infraestructura cuyos resultados son correctos, diversos y equilibrados. Y, sin embargo, sigue sintiéndose como algo diseñado por encima de nuestras cabezas. Los torpes retoques de «equidad» en los generadores de imágenes que intentaron codificar la diversidad a la fuerza nos dieron un anticipo. Se los ridiculizó no porque la diversidad sea un mal objetivo, sino porque apareció como un parámetro estático a cumplir, y no como una transformación que emerge de prácticas sociales cambiadas. Una IA multicriterial gobernada por Consejos de Inversión corre el riesgo de repetir ese patrón al tratar a los valores como casilleros a completar y no como significados elaborados en el proceso desordenado de usar y rehacer las herramientas mismas.

Aquí es donde resulta costosa la separación limpia que propone Benanav entre una economía que ejecuta y esferas que deciden. En su esquema, los valores se originan fuera de la producción —en la deliberación democrática o en el Sector Libre— y luego se aplican a la tecnología mediante Consejos de Inversión y organismos de control. Pero la IA expone una circularidad que ningún procedimiento democrático logra resolver: los valores con los que gobernaríamos estos sistemas se forman, ellos mismos, a través de nuestros encuentros con esos sistemas, siempre cambiantes. Nadie votó para que charlar con bots pasara a ser parte de la vida cotidiana. Nadie deliberó de antemano qué significaría eso para la autoría, la pedagogía o la intimidad cuando las máquinas empezaron a imitar la prosa humana. Y los juicios sobre todo eso se están haciendo ahora, dentro de equipos de producto, términos de servicio e improvisaciones de millones de usuarios, no en asambleas que luego podrían aplicarlos a una tecnología en espera.

Las soluciones conocidas no salen de este círculo. Más democracia en el lugar de trabajo, más evaluación participativa de tecnologías, más consejos de gobernanza inclusivos, todo eso supone que ya sabemos qué valoramos y que solo necesitamos una entrada más amplia sobre los trade-offs. Pero cuando la tecnología en cuestión reconfigura las capacidades, los autoconceptos y los deseos de quienes la usan, no hay un punto de vista estable desde el cual gobernar. Preguntamos «¿con qué criterios deberíamos darle forma a esto?» mientras la cosa misma le da forma a los seres que deben responder la pregunta. Este no es un problema que pueda arreglarse con mejores procedimientos. Es una condición estructural que cualquier socialismo que se tome en serio la tecnología tendrá que habitar, no resolver.

III.
El modelo multicriterial de Benanav, con toda su pluralidad, descansa de todos modos sobre un criterio único de orden superior: que las decisiones deben pasar por los procedimientos democráticos correctos. Debajo de eso hay una imagen weberiana familiar de la modernidad como un conjunto de esferas diferenciadas —la economía aquí, la ciencia allá, la política en otro lado—, retocada con un poco de Habermas, que agrega que podemos coordinarlas mediante el discurso comunicativo.

Los socialistas rara vez cuestionaron esta imagen. Fredric Jameson, en su célebre análisis del posmodernismo, estuvo cerca. Escribiendo en los años ochenta, observó que el capitalismo tardío ya había desdiferenciado las esferas: la alta cultura y la baja cultura se mezclan, y la lógica mercantil satura todo, desde las exposiciones hasta la gastronomía molecular. Jameson pasó décadas mapeando esa desdiferenciación en la cultura —cine, literatura, arquitectura—, pero dejó extrañamente intacta a la economía. Sin embargo, si el capitalismo tardío realmente revuelve los límites entre dominios —y de un modo que Jameson no desaprobaba del todo—, ¿por qué la planificación socialista debería operar como si esos límites siguieran en pie?

Para Jameson, el juego, la impureza y el pastiche estaban en todas partes, excepto en la forma en que los socialistas debían pensar esa parte nada trivial de la vida que queda más allá de la alta y la baja cultura (y que incluye a la tecnología). En un ensayo de 1990 incluso elogió el «admirablemente totalizador» enfoque del economista de Chicago Gary Becker, que veía todo comportamiento humano como actividad económica, y confesó compartir «prácticamente todo» con los neoliberales, «salvo lo esencial». Lo que compartían, argumentó, era la convicción de que la política es simplemente «el cuidado y la alimentación del aparato económico»; discrepaban solo sobre cuál aparato. Para Jameson, eso convertía a ambos bandos en aliados contra la vacuidad de la filosofía política liberal.

Pero esta simetría es una proyección de Jameson. Imagina a los neoliberales como administradores beckerianos y al mercado como un mecanismo de control, «un policía destinado a mantener a Stalin lejos de la entrada». Lo que ni él ni muchos de sus compañeros marxistas contemplan es una política orientada a descubrir la pluralidad de significados que tecnologías, prácticas y formas sociales pueden alcanzar a medida en que germinan, se hibridan y mutan, no solo en las novelas de Balzac o los edificios de Koolhaas —terreno que la tradición jamesoniana explotó hasta el agotamiento—, sino en el propio curso de la producción. En este punto, como veremos, los neoliberales reales —los de Silicon Valley, no los de Chicago— son menos weberianos que sus críticos marxistas. No son administradores, sino fabricantes de mundos; se alimentan de la contaminación cruzada de dominios y monetizan la impureza que Jameson solo diagnostica.

¿Y si la introspección socialista empezara en otro lugar: ni restaurando esferas diferenciadas como Benanav, ni colapsándolas todas en el ámbito económico como Jameson, sino en el abandono de la premisa de que la política, el saber experto, la creatividad y la tecnología alguna vez pertenecieron a cajas separadas?

Con la IA, estas separaciones son especialmente difíciles de defender. Esta tecnología es a la vez herramienta, medio, forma cultural, instrumento epistémico y sitio de formación de valor, como Raymond Williams describió alguna vez a la televisión, pero con mucha menos estabilidad. No se la puede encajar en una sola esfera y gestionarla desde afuera.

Así, la pregunta cambia. En lugar de preguntar «¿cómo coordinamos mejor este conjunto tecnológico bajo múltiples criterios democráticos?», podríamos preguntar «¿qué tipos de instituciones hacen posible explorar sistemáticamente distintos conjuntos tecnológicos y distintas maneras de vivir con ellos?». El problema es menos de coordinación óptima que de experimentación organizada.

Eso implica ecologías de experimento, no una única Matriz de Datos que alimente a un único conjunto de Consejos de Inversión. Imaginemos, junto a los gigantes corporativos, una capa densa de proyectos de IA municipales, cooperativos y de movimientos sociales, cada uno con sus propias prioridades. Un gobierno local podría mantener modelos abiertos entrenados con documentos públicos y saberes locales, integrados en escuelas, centros de salud y oficinas de vivienda bajo reglas fijadas por los vecinos. Una red de artistas y archivistas podría construir modelos especializados en lenguas en peligro y culturas regionales, ajustados a materiales que sus comunidades realmente valoran.

La idea no es que estos ejemplos sean la respuesta, sino que un socialismo a la altura de la IA institucionalizaría la capacidad de probar arreglos así, habitarlos y modificarlos o abandonarlos, y hacerlo a escala, con recursos reales. Este tipo de socialismo trataría a la IA como algo lo suficientemente plástico como para alojar usos, valores y formas sociales que solo emergen cuando se los despliega. Vería a la IA menos como un objeto a gobernar (o con el cual gobernar) y más como un campo de descubrimiento colectivo y de auto-transformación.

Vista de este modo, la tecnología no es una superficie sobre la que proyectamos valores preexistentes; es uno de los principales lugares donde los valores se forman. Las personas que trabajan con herramientas particulares desarrollan nuevas habilidades y sensibilidades, aprenden que algunos usos se sienten como cuidado y otros como vigilancia, que algunas interfaces invitan a la pedagogía y otras fomentan la trampa, todo mientras reconsideran qué significan realmente cuidado, vigilancia, pedagogía y trampa. Esos juicios no pueden producirse de antemano mediante deliberación abstracta; emergen en la práctica.

La arquitectura de Benanav reconoce esto al subrayar que los valores evolucionan y al financiar a un Sector Libre de «creadores de valor». Pero estructuralmente sigue suponiendo un flujo de una sola dirección: el Demos y el Sector Libre generan prioridades, y luego los Consejos de Inversión y las instituciones económicas las implementan. Lo que falta es un relato de cómo los valores emergen desde dentro de la producción y se diseñan a sí mismos; de cómo, en torno a una tecnología como la IA, la distinción entre «economía funcional» y «creatividad libre» se vuelve porosa hasta el punto de romperse.

Gillian Rose, cuya obra temprana investigó la forma en que el pensamiento poskantiano desgajó la «vida ética» hegeliana en dualismos sin vida —valores versus hechos, normas versus instituciones—, llamó luego a este terreno «el medio roto»: la zona donde medios y fines, moralidad y legalidad, se elaboran en contextos concretos y no se aplican desde afuera. Lo que ella llamó «el medio sagrado» era la fantasía de escapar de esa ruptura hacia una armonía purificada, ya sea procedimental o redentora. En torno a la IA, esa zona es políticamente decisiva. Tratar a la tecnología como una esfera puramente instrumental que la política dirige desde afuera no solo es ingenuo; nos ciega respecto de dónde reside hoy el poder.

IV.
En este punto surge una preocupación razonable: ¿cualquier otra cosas no implicaría simplemente caos? ¿No se supone que el socialismo debe liberarnos del vértigo de la innovación capitalista, con sus gadgets y su obsolescencia programada? La respuesta depende del tipo de impureza que abracemos. Existe la violencia tecnocrática de la modernización de arriba hacia abajo, que arrasa formas de vida existentes y llama «progreso» a los escombros. Y existe lo que el filósofo ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría llama un ethos «barroco»: aceptar que la modernidad llegó para quedarse, pero negarse a vivirla en la forma pura e higiénica que prefiere el capital, para hacerlo torciendo normas, obedeciendo sin cumplir del todo, comiéndose el código y escupiendo otra cosa.

El capitalismo tiene su propio barroco, por supuesto. El emprendedor de Silicon Valley —a diferencia del administrador beckeriano que imaginó Jameson— crea nuevos valores construyendo nuevos mundos y acelerando la contaminación cruzada entre tecnología, cultura y deseo. Pero es un barroco al servicio de la acumulación, una impureza encauzada hacia una única trayectoria.

El punto de Echeverría va más hondo. En el centro de su argumento hay una relectura de una idea marxista clave: el valor de uso. Toda tecnología, insiste, contiene una infinitud de actualizaciones posibles, las trayectorias plurales que podría tomar, las diversas formas de vida que podría habilitar. El capitalismo no elimina esta pluralidad; la refuncionaliza, orientando el desarrollo hacia el camino singular de la valorización. Las posibilidades reprimidas no desaparecen; persisten como potenciales latentes, disponibles para ser redescubiertos bajo otras condiciones sociales.

Aplicado a la IA, esto significa que la tarea no es solo regular o redistribuir tecnologías cuya forma básica se da por sentada, sino explorar las trayectorias que el desarrollo capitalista clausuró. ¿En qué podrían convertirse los modelos de lenguaje si no se diseñaran en torno a imperativos de monetización y gestión de riesgos corporativos? ¿Qué formas de creatividad, memoria o colaboración podrían habilitar si los datos de entrenamiento fueran curados por comunidades y no recolectados a escala, y si las interfaces invitaran a la indagación y no al apego? No podemos saberlo de antemano. La estrategia barroca pasa por tratar cada encuentro con estos sistemas como una prueba de si siguen siendo posibles otras actualizaciones. Probar, fallar y volver a probar.

El marco de Benanav tira en la dirección opuesta. Siguiendo a Robert Brenner, trata el dinamismo capitalista como algo real, con empresas que innovan mediante la competencia y el mercado como un auténtico proceso de descubrimiento. Pero esto lee mal las fuentes del poder del capitalismo. Tomemos Google: su ascenso es inseparable del control estadounidense sobre la infraestructura de comunicaciones, del proyecto político de liberalización de internet y de un orden de seguridad que canalizó el tráfico global a través de sistemas de Estados Unidos. La innovación capitalista está entrelazada con el poder estatal, las jerarquías imperiales y la ingeniería legal. Confundir eso con un descubrimiento espontáneo del mercado corre el riesgo de preservar en el socialismo lo que nunca fue el verdadero motor del cambio técnico en el capitalismo.

Benanav espera que la composición multicriterial —la reponderación continua de eficiencia, ecología, cuidados y tiempo libre— genere el tipo de capacidad de respuesta dinámica que le faltó a las formas más antiguas de socialismo. Pero esa capacidad corre el riesgo de ser administrativa y no creativa: orienta (democráticamente) en lugar de inventar. Y aquí emerge un problema más profundo. Benanav ofrece el socialismo como respuesta a una pregunta que el capitalismo nunca formula: ¿cómo deberíamos equilibrar democráticamente valores en competencia? Pero nunca responde a la pregunta que sí formula el capitalismo: ¿de dónde surge la creatividad, más allá de las salas de asamblea y las salas de conciertos? ¿Qué impulsa la contaminación cruzada entre dominios, la invención de nuevos deseos y capacidades, y la fusión entre imaginación y materia? Cualquiera que haya escuchado a Steve Jobs, Peter Thiel o Elon Musk sabe que el neoliberalismo no es la administración beckeriana de un aparato de mercado que imaginó Jameson. Es un proyecto de fabricación de mundos. Y su promesa es clara: el mercado es el vehículo mediante el cual se amplían las capacidades humanas, a medida que los consumidores descubren nuevos gustos y los emprendedores construyen nuevos mundos.

Si el socialismo quiere responder al capitalismo en su propio terreno, necesita un vehículo rival de fabricación de mundos, no simplemente la administración democratizada de una economía cuya creatividad ocurre en otra parte. Aquí es donde la IA importa. La apuesta de una sociedad socialista de la IA sería que las funciones generativas que los neoliberales asignan al mercado —experimentación, descubrimiento, la capacidad de hacer mundos a partir de ideas— ahora pueden pasar por otro medio. Llamemos a esto barroco socialista: sistemas de IA gobernados colectivamente, incrustados en lugares de trabajo, escuelas, centros de salud y cooperativas, que habiliten la misma fabricación de mundos que el emprendedor reclama para el capital, pero sin el imperativo de acumulación que distorsiona y clausura los caminos no tomados.

Entonces el imperativo motor no sería el «crecimiento» medido como cada vez más mercancías, sino la ampliación de lo que las personas realmente pueden hacer y ser, individual y colectivamente.

Desde esa perspectiva, la IA se evaluaría por si abre nuevos espacios de competencia, comprensión y cooperación, y para quiénes. En ese marco sería muy valiosa una herramienta que le permita a docentes y estudiantes trabajar en sus propios dialectos, interrogar la historia desde sus puntos de vista y compartir y refinar saberes locales. Mientras que otra que aplane a las personas hasta volverlas consumidoras pasivas de lodo autogenerado, o que concentre el poder interpretativo en un puñado de sacerdotes del aprendizaje automático, valdría muy poco, cualquiera sea su eficiencia.

Si un socialismo expansor de capacidades —orientado a maximizar fuerzas creativas y no solo productivas— es posible o no, sigue siendo una pregunta abierta. Lo que importa aquí es que marcos como el de Benanav apenas nos permiten formularla. Tienen reglas detalladas para equilibrar criterios una vez que los tenemos, pero dicen mucho menos sobre el lugar de dónde surgen esos criterios, la forma en que cambian y cómo la tecnología misma participa en su emergencia. Incluso cuando reconocen que las necesidades están históricamente moldeadas, olvidan que las capacidades también lo están.

V.
La IA importa menos porque sea la tecnología más importante o una ruta garantizada a la emancipación o al desastre que porque expone fallas en el pensamiento socialista que resultaba más fácil de ignorar cuando el paradigma era la máquina de vapor o la línea de montaje. Esas máquinas más antiguas al menos podían describirse, aunque fuera de manera incorrecta, como herramientas relativamente estables cuyos usos quedaban en gran medida fijados en el momento del diseño. Con la IA, la herramienta misma sigue cambiando, delante de nuestros ojos. Sus usos se descubren en la práctica. Sus límites se desdibujan hacia la cultura, los medios, la cognición y el afecto. En esas condiciones, un socialismo que trate a la tecnología como un guion terminado y a la política como el arte de dirigirlo siempre llegará tarde.

Un socialismo a la altura de la IA no puede replegarse a una división limpia del trabajo en la que la política decide y la tecnología provee. Tiene que reconocer a la tecnología como un sitio primario de autoformación colectiva. La cuestión no es abandonar la composición democrática de criterios ni romantizar el caos, sino construir instituciones que traten a la existencia colectiva como un campo de lucha y de experimentación, donde nuevos valores, nuevas capacidades y nuevas formas de vida se están formando constantemente.

Eso implica aceptar la impureza no solo como principio de diseño, sino como condición existencial. En lugar de imaginar una economía prolijamente funcional suplementada por un Sector Libre cercado, necesitamos arreglos porosos en los que los experimentos circulen entre esferas, a veces chocando con las métricas oficiales, a veces rehaciéndolas. Las instituciones no solo equilibrarían criterios; dejarían espacio para proyectos indóciles que todavía no encajan en ninguna métrica reconocida y que quizá nunca lo hagan.

La pregunta no resuelta, entonces, no es si el socialismo puede socializar a la IA manteniendo intacta su maquinaria subyacente. Es si el socialismo puede convertirse en un proyecto de fabricación de mundos, preocupado no solo por quién posee las máquinas, sino por lo que le permiten hacer y llegar a ser a las personas. Un socialismo que solo redistribuya los frutos de tecnologías capitalistas siempre correrá detrás de un mundo hecho en otra parte. Uno que tome en serio el poder inquietantemente generativo e inestable de la IA podría ayudar a crear un mundo distinto —y a personas distintas— desde el comienzo.


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