La Navidad no es nada más (ni menos) que un llamado a la revolución.
Elizabeth Bruenig, Jacobin
La Navidad, escribió el teólogo suizo Hans Urs Von Balthasar, «no es un acontecimiento dentro de la historia, sino más bien la invasión del tiempo por la eternidad». Con ello quería decir que el «evento Navidad» no se limita a un momento concreto, ni siquiera a una época, sino que señala un desarrollo al margen de las limitaciones del tiempo. La improbabilidad de que la eternidad interrumpa el tiempo mismo es la principal transformación en la larga lista de giros inesperados que caracterizan la historia de la Navidad.
Una serie de acontecimientos sorprendentes ponen en marcha esa historia: una joven mujer sin ningún estatus social especial es visitada por un ángel y, en poco tiempo, la virgen queda embarazada. Su prometido, que según la costumbre y la ley religiosa, tiene todo el derecho de rechazarla o incluso de hacerla ejecutar, decide en su lugar casarse con ella. Bajo una estrella tan brillante que es visible a la luz del día, la pareja viaja a otra ciudad y no encuentra ni una sola habitación disponible para la madre del Hijo de Dios. Así, el Mesías nace y es colocado en un pesebre, un comedero reservado para el alimento de los animales.
Es una historia muy extraña, la verdad, con varias incongruencias. Pero debajo de todas ellas está la idea de que Dios querría tener algo que ver con la humanidad. Esto, escribe Søren Kierkegaard, es la absurda esencia del cristianismo:
El cristianismo enseña que este ser humano individual —y, por lo tanto, cada ser humano individual, sin importar si es hombre, mujer, sirvienta, ministro, comerciante, barbero, estudiante o lo que sea— existe ante Dios, puede hablar con Él cuando quiera, con la seguridad de que será escuchado; en resumen, esta persona está invitada a vivir en la más íntima relación con Dios. Además, por el bien de esta persona, Dios viene al mundo, se deja nacer, sufrir y morir, y este Dios sufriente casi que implora y suplica a esta persona que acepte la ayuda que se le ofrece. Verdaderamente, si hay algo por lo cual perder la cabeza, esto es.Kierkegaard tiene razón: hay una nota de locura en la idea de que, para tantas personas comunes y corrientes y motas de polvo bajo los rayos de sol, Dios —el creador del universo, infinito y omnipotente— se someta a la carne humana y a una vida terrenal. En ese sentido, la Navidad es la introducción a un plan totalmente asombroso.
Y, sin embargo, con demasiada frecuencia, el pensamiento cristiano se esteriliza y se diluye hasta parecerse poco más que a la sabiduría popular o, peor aún, al sentido común. «La suma total de toda la sabiduría humana es este “justo medio dorado” (quizás sea más correcto decir “chapado”)», escribe Kierkegaard. «Nada en exceso. Muy poco y demasiado arruinan todo. Esto se maneja entre los hombres como sabiduría, se honra con admiración… Pero el cristianismo da un enorme paso de gigante más allá de este «nada en exceso» hacia lo absurdo; ahí es donde el cristianismo realmente comienza…».
La Navidad es donde comienza el cristianismo y, como observa Kierkegaard, está plagada de lo extraño e inesperado. Lo ideal, entonces, es que sirva a los cristianos como un momento para explorar la tradición y la práctica no por sus aplicaciones más trilladas, sino por aquellas que son inesperadas y nos conducen en búsqueda de lo inesperado.
Después de todo, hay algo revolucionario en el cristianismo: una tendencia a trastocar, invertir y transformar radicalmente. En el Magnificat, el canto de alabanza que María entona en su encuentro con su prima Isabel, proclama: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque ha mirado con bondad la humildad de su sierva… Él ha derribado a los poderosos de sus tronos y ha exaltado a los humildes; ha colmado de bienes a los hambrientos y ha despedido a los ricos con las manos vacías». Esta lista de reversiones brota de la boca de una campesina que ha sido elevada a un estatus casi inimaginable. El hecho de que las transformaciones radicales de la Navidad nos sean enumeradas por una joven sin ningún estatus social particular es en sí mismo un giro increíble.
El carácter revolucionario del cristianismo suele diluirse y limitarse en su mayor parte a momentos políticos específicos en los que resulta útil referirse a él. Pero esta selectividad también debería ser trastocada. El cristianismo se preocupa en todo momento por los más pobres, los más vulnerables, los más oprimidos; está permanentemente interesado en invertir este orden, en apuntar a lo inesperado y alcanzarlo.
La Navidad, el momento en que el tiempo es invadido por la eternidad, es el momento en que la reversión de toda opresión se vuelve no solamente posible sino necesaria. Las reversiones más improbables del orden se convierten, en el momento de la Navidad, en el comienzo del cristianismo mismo y siguen siendo esenciales para su carácter.
No existe cristianismo, por tanto, que no sea revolucionario. Claro que es posible interpretar la Navidad como otra de esas celebraciones cristianas acogedoras y tranquilas. Pero es más preciso interpretarla como un llamado a la revolución. A partir de este momento, nada del antiguo orden puede permanecer intacto: Cristo ha venido para elevar a los pobres y oprimidos, y su ejemplo es el mandato del cristianismo.

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