Paul Mason, Sin Permiso
Llegó y pasó el primero de octubre sin apocalipsis financiero. El veterano analista de pronósticos Martin Armstrong, que predijo con exactitude el crac de 1987, hizo uso del mismo modelo para sugerir que el primero de octubre sería un punto de inflexión para los mercados globales. Algunos inversores hasta hicieron apuestas sobre ello. Pero que pasara sin más el crac global pronosticado son buenas noticias hasta cierto punto. Muchos indicadores de las finanzas globales apuntan a la baja y hay quienes creen incluso que el crac ha empezado.
Juntemos las evidencias. En primer lugar, la deuda insostenible. Desde 2007, la acumulación de deuda en el mundo ha crecido en 57 billones de dólares (37 billones de libras esterlinas). Esa es una tasa de crecimiento anual compuesta del 5,3%, que bate de modo significativo al PIB. Las deudas se han duplicado en los llamados mercados emergentes, mientras que suben algo por encima de un tercio en el mundo desarrollado.
John Maynard Keynes escribió en cierta ocasión que el dinero es un “vínculo con el futuro”, queriendo dar a entender que lo que hacemos con el dinero es una señal de lo que creemos que va a pasar en el futuro. Lo que hemos hecho con el crédito desde la crisis global de 2008 es expandirlo más rápidamente que la economía, lo que sólo se puede hacer de modo racional si creemos que el futuro va a ser mucho más rico que el presente.
Este verano, el Banco de Pagos Internacionales (BPI) apuntaba que ciertas economías importantes estaban registrando un brusco aumento de la proporción entre deuda y PIB, lo cual quedaba bien lejos de lo que ha sido la norma históricamente. En China, el resto de Asia y Brasil, la petición de préstamos del sector privado ha aumentado tan rápidamente que el cuadro de mandos del BPI está lleno de destellos rojos. En dos tercios de los casos, a los avisos de luces rojas como estos les siguen crisis bancarias de envergadura en el curso de tres años.
La causa subyacente de esta saturación de deuda son los 12 billones de dinero gratuito o barato creado por los bancos centrales desde 2009, combinado con tipos de interés casi a cero. Cuando el precio real del dinero está cerca de cero, la gente pide préstamos y se preocupa luego de las consecuencias.
Y a continuación, echémosle un vistazo al precio de las cosas de verdad. Se derrumbó el petróleo primero, a mediados de 2014, y cayó de 110 dólares el barril a 49, pese a una ligera recuperación en el ínterin. Luego llegaron las materias primas. El cobre costaba 4,50 dólares la libra en 2011, pero estaba ya a la mitad en septiembre. La inflación de todo el G7 está apenas por encima de cero, y la deflación acosa al sur de la eurozona. Los volúmenes de comercio mundial se han contraído de modo tangible desde diciembre de 2014, de acuerdo con el índice del gobierno holandés, mientras que el valor del comercio global en materias primas, que registraba 150 en ese mismo índice hace un año, ahora está a 114.
En estas circunstancias, la única forma en que la montaña de crédito en expansion puede ser una señal precisa acerca del futuro es que estemos a punto de pasar por un auge espectacular de la productividad. La tecnología está ahí para hacer eso, pero los acuerdos sociales, no. El mercado recompensa a las empresas que crean bolsas de trabajo para los conductores que quieren hacer de taxistas con valoraciones multimillonarias en dólares [como Uber]. El dinero caliente va en pos de los licenciados informáticos con buenas ideas, pero eso es – en esta fase del ciclo– tanto un indicador de la estupidez del dinero como de la brillantez de las ideas.
China – motor de la recuperación global posterior a 2009 – se está ralentizando de modo notable. Japón acaba de revisar a la baja sus proyecciones de crecimiento, pese a estar en medio de un ingente programa de emisión de moneda. La eurozona se encuentra estancada. En los EE.UU. el crecimiento, que se recuperó bien con la facilitación cuantitativa, se ha tambaleado tras la retirada de la facilitación cuantitativa.
En resumen, tal como dicen los economistas del BPI, es este “un mundo en el que los niveles de deuda son demasiado elevados, el crecimiento de la productividad demasiado débil y los riesgos financieros demasiado amenazadores”. Resulta imposible extrapolar de todo esto la fecha en que acontecerá el crac o la forma que adoptará. Todo lo que sabemos es que existe un desajuste entre el crédito en ascenso, la caída del crecimiento, el comercio y los precios, y un febril mercado financiero que, en la actualidad, sigue un rumbo en zigzag a medida que el dinero fluye de un sector, o una región geográfica, a otro.
Mejor ejercicio supone imaginar qué arquetipos podría utilizar un dramaturgo si tratara de escribir una farsa que describiera el estado de la sociedad en vísperas de un nuevo desastre. Habría un personaje obsesionado con la propiedad: Londres bulle de jóvenes profesionales que tratan de agarrarse ahora mismo a acuerdos de negocios de propiedades. Los márgenes del Támesis están poblados de grúas, muestran apartamentos y promociones especulativas de vivienda medio vacías que, después del crac, pueden convertirse en estupendas viviendas
sociales.
Luego debería haber un desventurado banquero central, que “mirase al través” de modo optimista las cifras de bajo crecimiento, precios estancados y un comercio que se derrumba con el fin de justificar que no se hiciera nada.
Pero el protagonista tendría que ser un politico. Steve Keen, economista de la Universidad de Kingston, señala que en el periodo previo a 2008 la fallida ideología de la economía neoliberal empeoró una situación peligrosa. Los economistas dieron su visto bueno profesional a la idea de que las inversiones arriesgadas eran seguras. Hoy en día, las puertas del establo de la economía están firmemente cerradas. Hasta los economistas de los bancos convencionales apelan a medidas radicales para que se reanime el crecimiento: Nick Kounis, jefe de macroeconomía de ABN Amro, pidió a los bancos centrales que elevaran sus objetivos de inflación hasta un 4% e inundar el mundo de dinero en una estrategia coordinada de supervivencia.
Por el contrario, en el mundo de la geopolítica es donde está más claro el pensamiento de grupo de la élite. El peligro económico queda claro si se comprende que imprimir 12 billones de dólares incentiva a todos los países a pasarle a algún otro el coste final de las medidas anti-crisis. Pero ahora existe un claro riesgo geopolítico.
El precio del petróleo se derrumbó porque los saudíes querían poner obstáculos al sector de la fracturación hidráulica. Ahora mismo, aunque los diplomáticos rusos y norteamericanos sean capaces de sentarse juntos, sus pilotos de combate no están en comunicación cuando atacan en Siria a su variada selección de enemigos sobre el terreno. Europa, debilitada por la crisis griega, con sus instituciones transfronterizas en situación caótica a causa de la crisis de los refugiados, parece incapaz de hacer algo con alguien.
De modo que el mayor riesgo para el mundo, pese a que es cada vez más grave, no lo representa la deflación de una burbuja sino el riesgo de que se entrecruce con la geopolítica. Cualquier político que minimice o ignore este riesgo esta haciendo lo que los cegatos economistas hicieron en el periodo previo a 2008.
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