Katharina Pistor, Project Syndicate
Cuando la crisis de deuda soberana de Grecia ponía en riesgo la supervivencia del euro, las autoridades estadounidenses llamaban a sus pares europeos para expresar su consternación ante su incapacidad para resolver la cuestión. Ahora, la cosa se dio vuelta y son los líderes norteamericanos los que reciben ese tipo de llamados. La amenaza más reciente de un incumplimiento de pago de la deuda de Estados Unidos pudo evitarse, pero sólo temporariamente. Otra batalla se avecina a comienzos del año próximo, cuando será necesario volver a elevar el tope de endeudamiento del gobierno norteamericano.
En Europa, la opinión generalizada es que la falta de una unión política -considerada una precondición necesaria para compartir las obligaciones de deuda y, así, colocar al euro en una posición sólida- está en la raíz de la crisis del continente. Pero la crisis de Estados Unidos sugiere que la unión política no es ninguna panacea para gestionar la deuda soberana. Durante semanas, los republicanos en la Cámara de Representantes amenazaron con bajarle la persiana al gobierno -impidiendo así que extendiera su autoridad de endeudamiento más allá de la fecha límite del 17 de octubre- para objetar leyes que fueron sancionadas por el Congreso en su totalidad y ratificadas por la Corte Suprema.
En la eurozona, la principal causa de desacuerdo ha sido cómo se incurrió en las deudas que tienen que ser refinanciadas -es decir, si contravinieron límites de deuda acordados-. En Estados Unidos, el eje de la disputa ha sido el objetivo que tendrán los fondos. La diferencia en definitiva es menor y no habría que dejar que opaque lo que realmente está en juego: la autogobernancia democrática en una época de alta deuda pública.
En 1773, los llamados Hijos de la Libertad montaron el Motín del té en Boston bajo el slogan "No a los impuestos sin representación". Y los fundadores de Estados Unidos claramente consideraban que el control legislativo del presupuesto era un pilar esencial de la gobernancia democrática.
Los impuestos siguen siendo la fuente predominante de ingresos del gobierno en la mayoría de los países desarrollados. Pero el papel del financiamiento de la deuda ha venido creciendo -y, con él, la necesidad de refinanciar deuda antigua cuando el gasto total, incluyendo el pago de la deuda, excede el ingreso total.
Un amplio acceso a los mercados de deuda internacionales solventes y líquidos les ha permitido a los responsables de las políticas sortear algunos de los aspectos de la gobernancia democrática que plantean un mayor desafío. En lugar de abordar cuestiones espinosas sobre cómo distribuir recursos limitados, los gobiernos democráticos parecen creer que pueden tenerlo todo: impuestos bajos y un amplio financiamiento de la deuda para solventar guerras o programas que satisfagan al electorado. Las crecientes cargas de deuda sugieren que esta forma de política barata ha llegado a su fin.
Pero el problema es mucho más profundo. La excesiva dependencia del financiamiento de la deuda ha minado los principios básicos de la democracia, y las finanzas del gobierno cada vez más están determinadas por cronogramas de pago y no por los ciclos electorales y la deliberación política. En tiempos de crecimiento económico, el financiamiento de la deuda ofrece una salida fácil frente a opciones difíciles. Cuando la economía está en problemas, en cambio, los acreedores -y aquellos que están dispuestos a contemplar la perspectiva del incumplimiento de pago- pueden imponer su voluntad a cualquiera.
Este poder surge de la naturaleza de la deuda. Un impuesto es una demanda de cuasi-capital del gobierno que afecta las expectativas financieras de sus ciudadanos. Obtener el consentimiento de la mayoría de los ciudadanos para aumentar los impuestos puede ser un reto en términos políticos, y se ha vuelto más difícil a medida que la movilidad de capital ha achicado la base tributaria y desatado una carrera descendente en materia de tasas.
La deuda, por el contrario, es un compromiso contractual para pagarles a los acreedores a quienes, en general, no les importa cómo se gasta el dinero. Al incurrir en deuda, los estados entregan un elemento de soberanía -la flexibilidad para alterar el curso con el tiempo en respuesta a las demandas del electorado- a cambio de la capacidad de financiar gastos sin verse obligados a transitar el campo minado que implica, en términos políticos, un aumento de los impuestos.
Crear instituciones viables para gestionar la deuda pública en una democracia es difícil. Los mecanismos actualmente disponibles son topes de endeudamiento basados en tratados, constitucionales y estatutarios, que funcionan como un ratio del PBI o, como en Estados Unidos, que se establecen en términos nominales.
Los topes de endeudamiento basados en tratados son básicamente ineficaces, como sugiere la experiencia de Europa. Los límites de deuda constitucionales todavía tienen que ser puestos a prueba en tiempos de emergencia, cuando se necesita rápidamente un nuevo financiamiento. Y, como demuestra el reciente impasse en Estados Unidos, las minorías políticas con poder de veto efectivo pueden abusar de los topes estatutarios en una crisis económica, cuando aumenta la dependencia del financiamiento de deuda externo.
De hecho, en la medida que esa dependencia del financiamiento de deuda mina la autogobernancia, el abuso de los topes de endeudamiento para beneficio partidario se torna cada vez más probable. El problema es que las democracias todavía tienen que aprender a manejar la deuda de manera efectiva. Si bien la unión política puede estabilizar el euro, no sostendrá o fortalecerá la democracia a menos que los líderes de Europa se ocupen de esta falencia crítica.
Hasta la democracia continua más antigua del mundo no es inmune a la erosión de la autogobernancia. Los compromisos de nunca aumentar los impuestos hicieron que Estados Unidos dependiera del financiamiento de la deuda -y, más aterrador aún, de aquellos que están dispuestos a vetar su refinanciamiento.
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