domingo, 23 de noviembre de 2025

La larga deriva autoritaria del capitalismo liberal

No es posible establecer una simple oposición entre el orden de libre mercado de principios del siglo XIX y el estado neoliberal, presuntamente más violento, de finales del siglo XX y principios del XXI. Los proyectos coercitivos y las visiones autoritarias están presentes en ambos.

Corey Robin, Jacobin

En dos años se cumplirá el quincuagésimo aniversario de la publicación de Las pasiones y los intereses: argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo, de Albert Hirschman. Algunos de ustedes quizá conozcan a Hirschman por ser uno de los personajes principales de la serie Transatlantic, una producción de Netflix de calidad mediocre que narra los esfuerzos de Hirschman y otros por rescatar a intelectuales judíos europeos de los nazis en Francia. Si eres politólogo o sociólogo, quizá lo conozcas por su libro Salida, voz y lealtad. Si eres teórico, quizá por La retórica de la reacción. Si eres economista o latinoamericanista, tal vez conozcas su trabajo en economía del desarrollo.

Pero, para mí, Hirschman siempre será el autor de Las pasiones y los intereses. Su tesis principal es que los escritores de la Edad Moderna, desde Maquiavelo hasta David Hume, veían en la idea de los intereses —entendidos inicialmente como una forma razonada de pasión, y más tarde como una búsqueda estrictamente económica del dinero y el bienestar material— un contrapunto a las formas peligrosas de pasión política: la gloria, el heroísmo, la virtud y el civismo excesivo. Es un pequeño y maravilloso libro, que en muchos sentidos ha inspirado algunos de los contraargumentos que planteo en mi trabajo King Capital.

Pero hay un elemento poco conocido en el libro de Hirschman, con el que me topé recientemente al releerlo. Teniendo en cuenta cuándo se escribió el libro, en 1977, y dada la amplia implicación de Hirschman en la política y la economía latinoamericanas y sus numerosos esfuerzos por salvar a los marxistas e izquierdistas latinoamericanos que se veían amenazados por el terrorismo de Estado y los gobiernos autoritarios en la década de 1970, parece que vale la pena mencionar esa subtrama.

Si bien el tema central del libro es la dimensión pacificadora y productivamente antipolítica de la actividad del mercado, Hirschman menciona brevemente que tanto los fisiócratas como Adam Ferguson tenían una intuición más sombría sobre el auge de las sociedades de mercado y las actividades comerciales. Desde una posición favorable, los fisiócratas argumentaban que la «economía natural» era un instrumento tan delicado y de infinita complejidad que lo mejor era dejarla en paz. De ahí el laissez-faire: sin alborotos, sin complicaciones.

Pero los fisiócratas eran conscientes de que los actores políticos, las élites y los plebeyos podían inclinarse por los alborotos y las complicaciones, por lo que trataron de crear un gobierno despótico que impidiera a cualquiera interferir o tocar la economía. En otras palabras, una economía de libre mercado, sin intervención del gobierno, requería un líder despótico que hiciera cumplir esa libertad.

Mientras que los fisiócratas temían la efervescente energía política del pueblo y empoderaban al déspota para que la sofocara, Ferguson temía lo contrario: que los deseos de tranquilidad y paz del pueblo, como condiciones para la búsqueda de la riqueza comercial, les llevaran a aceptar, e incluso a desear, un despotismo.

«La libertad nunca corre mayor peligro que cuando medimos la felicidad nacional (…) por la mera tranquilidad que puede acompañar a una administración equitativa», que se supone que proporciona «la menor interrupción posible al comercio y a las artes lucrativas; tal estado (…) se asemeja más al despotismo de lo que somos capaces de imaginar». Alexis de Tocqueville haría famoso este argumento más tarde en el segundo volumen de La democracia en América.

Resumiendo (aunque sin respaldar en lo más mínimo) estas dos posiciones, a tan solo cuatro años del golpe de Estado en Chile y uno año después de que la junta militar hiciera lo propio en Argentina, Hirschman escribió: «Si es cierto que hay que someterse a la economía, entonces no solo hay motivos para limitar las acciones imprudentes del príncipe, sino también para reprimir las del pueblo, para limitar la participación, en definitiva, para aplastar cualquier cosa que pueda ser interpretada por algún rey economista como una amenaza para el buen funcionamiento de este delicado reloj».

En los últimos treinta años se ha convertido en una idea generalizada argumentar que lo que distingue al neoliberalismo del Estado liberal de mercado del siglo XIX es que, mientras que este último se inspiraba genuinamente en los principios del laissez-faire para dejar actuar al mercado, el primero, el Estado neoliberal, es mucho más intervencionista (y violento) en la construcción y creación de la economía.

El Estado neoliberal no es en absoluto antiestatista; simplemente aumenta los elementos coercitivos del Estado (la policía y los tribunales) y los elementos no democráticos del Estado (la Constitución y el derecho supranacional) para crear un orden de mercado que el pueblo no puede tocar. Curiosamente, los críticos liberales y de izquierda tardaron algún tiempo en llegar a esta conclusión; inicialmente habían repetido el dogma de que el neoliberalismo empodera al mercado y disminuye al Estado. No es cierto, comenzaron a argumentar los teóricos de izquierda del neoliberalismo a finales de la década de 1990.

Hirschman no solo muestra que el orden neoliberal podía ser extremadamente autoritario y coercitivo —de nuevo, en 1977, mucho antes de que la mayoría de los observadores se dieran cuenta de ello—, sino también que ese proyecto tenía profundas raíces en el pensamiento económico liberal anterior. No es posible trazar una oposición simple o fácil entre el orden de mercado liberal de principios del siglo XIX y el Estado neoliberal de finales del siglo XX y principios del XXI. Los proyectos coercitivos y las visiones autoritarias están presentes en ambos. Esa idea contradice la narrativa dominante del texto de Hirschman, pero al mismo tiempo lo enriquece y lo hace aún más digno de leer cincuenta años después.


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