El espectáculo performativo de la asunción de Donald Trump enmascara un cambio más profundo: la consolidación de un sistema en el que el control sobre la verdad, la percepción y la agencia está en manos de quienes dominan el paisaje digital, capaces de modelar la realidad a su antojo.
Jorge González Arocha, Jacobin
«El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos»
—Antonio Gramsci
Existe una famosa historia, atribuida a Hegel, que ha sido ampliamente utilizada para ilustrar su filosofía y su relevancia para el pensamiento moderno. En una carta a Friedrich Immanuel Niethammer fechada el 13 de octubre de 1806, el filósofo alemán relata haber visto a Napoleón, a quien se refiere como «el alma del mundo», montando a caballo. Más allá de los detalles históricos y filosóficos del suceso, esta frase ha pasado a formar parte de la leyenda romántica que rodea a La fenomenología del espíritu, porque ocurrió justo dos días antes de que el emperador pusiera fin al Sacro Imperio Romano Germánico y Hegel terminara esa obra monumental, marcando un punto de inflexión en la historia del pensamiento europeo.
Algo más de doscientos años después, Donald Trump vuelve a la Casa Blanca generando conmoción a nivel global. No solo por la controversia inherente a sus políticas, sino también por lo que su victoria representa en términos históricos y sociales. Un análisis superficial podría comparar al nuevo presidente con un Napoleón moderno que, al igual que aquella figura histórica, reúne las principales características de este tiempo. Su coronación, el pasado 20 de enero, consolidó su posición histórica como símbolo de los tiempos que corren.
Sin embargo, tanto la ceremonia de investidura como su victoria en noviembre trascienden lo estrictamente personal. No se trata solo de lo que Trump representa individualmente, sino de cómo expone las nuevas dinámicas del poder en el siglo XXI. Estas no solo tienen que ver con los impuestos, el proteccionismo económico, la diplomacia fuerte y su política migratoria. El 20 de enero marcó la legitimación definitiva, también, del tecnofeudalismo, no como una simple construcción simbólica sino como una forma de poder ya consolidada.
Símbolos de poder
Como se ha sugerido, la ceremonia de investidura de Trump, cargada de un simbolismo extravagante, ofreció varios indicios interesantes de este cambio de dinámica. Uno de los elementos más comentados fue el sombrero de Melania Trump, un accesorio anacrónico en un mar de gorras rojas y cabezas canosas de senadores y millonarios. Sus contornos afilados evocaban imágenes de una secta religiosa. Más que un sombrero, se convirtió en un punto focal, amplificando el aura de misterio que rodea a Melania, quien parecía retirarse a las sombras evitando el contacto humano y reforzando la atmósfera de distanciamiento. Incluso Trump, intentando besarla, cayó víctima del poder alienante del sombrero: su acercamiento terminó en un beso al aire, incapaz de cerrar la brecha simbólica y literal.
Más allá de estas anécdotas, el gesto que realmente capturó la atención y dio la vuelta al mundo fue el del multimillonario Elon Musk, quien durante las celebraciones posteriores a la investidura presidencial hizo un saludo de inquietante semejanza con el sieg heil, el saludo nazi. Un gesto evidente y escandaloso por parte de quien realmente se ve a sí mismo como el artífice de la victoria republicana.
Toda esta mise en scène quedó evocada en la portada de la revista Time. La genialidad de la publicación radica en su capacidad para sintetizar el momento en una imagen única que captura elementos universales de nuestra era: el papel central de los hombres más ricos del planeta, el abrumador poder de la tecnología, la transición de un antiguo orden político a uno nuevo y, por supuesto, el sombrero de Melania.
La imagen se divide en dos partes. En la sección superior, sutilmente escondido detrás del título, aparece un fragmento del cuadro Rendición de Burgoyne, de John Trumbull, que cuelga hoy en la Rotonda del Capitolio en Washington, D.C. La obra representa un momento crucial de la Revolución Americana durante la Batalla de Saratoga, el 17 de octubre de 1777. Simboliza el triunfo de las colonias y la humillación de los británicos, al tiempo que representa unidad y legitimidad a través de las poses ceremoniales y teatrales de sus figuras principales. El cuadro, completado en 1821, es un ícono de la revolución americana, y en la foto de la portada aparece detrás de los invitados y figuras clave de este teatro político moderno.
En el primer plano de la portada se encuentra la familia Trump junto con el vicepresidente JD Vance a la izquierda, casi por fuera del encuadre, pero aún así manifestando su apoyo a Donald Trump. También se puede ver a Joe Biden, ligeramente desplazado a la derecha, desvaneciéndose de forma antinatural y mirando hacia abajo con una expresión sombría, quizás en una sutil referencia a su derrota.
Lo realmente perturbador de la foto, sin embargo, está en otra parte. Es la presencia del hombre más rico del mundo ocupando el centro de la escena, mirando directamente a cámara, casi como rompiendo la cuarta pared. Es la única persona en la foto que desafía nuestra mirada de manera clara. Musk, por lo tanto, se convierte en el verdadero sujeto de la imagen, uniendo todas las capas de la composición y equilibrando la tensión dramática entre Trump y Biden mediante una estructura triangular perfectamente cerrada que lo sitúa en su vértice.
Detrás del simbolismo
Los últimos comicios en Estados Unidos no significaron solo el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca. Fueron el reflejo también del fracaso más amplio del Partido Demócrata y sus aliados políticos y en los medios de comunicación para reconocer y abordar el ascenso de un poder tecnológico emergente. Biden y la élite del Partido Demócrata fueron incapaces de contener la «ola roja», alejándose de la clase trabajadora y los sectores populares cuyo apoyo era crucial para la victoria. No obstante —y esto es lo que considero más importante— tampoco lograron comprender la inmensa influencia que las grandes tecnológicas han acumulado en las últimas décadas.
Esta versión 2.0 de Trump representa una victoria para el electorado conservador estadounidense y la consolidación de una narrativa global. Evidencia de ello es el respaldo que mostraron líderes como la primera ministra italiana Giorgia Meloni, el primer ministro húngaro Viktor Orbán y el presidente argentino Javier Milei. La consolidación de este apoyo global y su transformación en símbolo de la ideología contemporánea de derecha adquiere relevancia en un mundo hiperconectado como el nuestro, resonando incluso en los lugares más alejados de la política de Washington.
Esta dinámica «monstruosa», en sentido gramsciano, revela la alineación entre el poder económico, el dominio tecnológico y la ideología política en un frente unificado. Ya no se trata solo de Estados-nación o multimillonarios individuales; estamos ante una concentración de influencia sin precedentes que trasciende fronteras y redefine la política global, llegando incluso a coquetear con la idea de replicar este sistema de influencias en la Luna y en Marte. Este poder, no regulado y a menudo opaco, dicta no solo políticas económicas, sino también narrativas culturales, moldeando lo que consideramos aceptable, deseable o incluso posible.
La clave para entender este proceso es la emergencia del tecnofeudalismo. La premisa filosófica de este movimiento es que, en el mundo actual, la objetividad tiene poca relevancia en nuestras vidas. Incluso cuando sabemos que algo es de cierta manera, simultáneamente postulamos su transformación virtual como legítima. Como resultado, la verdad ha quedado relegada frente a la satisfacción de nuestra agencia performativa. Trump entiende esto, y Musk también.
Farhad Omar caracteriza el tecnofeudalismo como «la centralización del poder económico y el control en manos de unos pocos gigantes tecnológicos que, a través de su dominio sobre vastos recursos de datos y plataformas digitales, se han convertido en los nuevos señores de la economía global». De manera similar, en su libro Technofeudalism: What Killed Capitalism, Yanis Varoufakis argumenta que los mercados modernos han sido «reemplazados por plataformas de comercio digital que parecen mercados, pero no lo son». Según él, ingresar a amazon.com significa abandonar el capitalismo y adentrarse en algo similar a un «feudo digital», un reino controlado por una sola entidad y su algoritmo.
No obstante, más allá de las definiciones, el nuevo orden tecnofeudal trae consigo resultados poco prometedores. El magnate Bernie Madoff desvió 65 mil millones de dólares de Wall Street mediante un esquema Ponzi. Sam Bankman-Fried, con intenciones aparentemente éticas y toda una filosofía de la buena vida basada en el utilitarismo y el altruismo efectivo, recibió una condena de 25 años de prisión por robar 8 mil millones de dólares a sus clientes. A esto se suman las crecientes apuestas en inteligencia artificial, robótica y criptomonedas que se vienen implementando sin los protocolos de seguridad necesarios ni un debate adecuado sobre sus implicancias.
En consecuencia, más allá de los gestos de Musk o la teatralidad populista de la investidura, el verdadero peligro radica en la lógica subyacente. Este nuevo orden es particularmente insidioso porque no requiere coerción para legitimarse: surge del control de los datos que moldean nuestra percepción del mundo. Controlar la narrativa significa que Musk puede hacer un saludo fascista y, al día siguiente, no ofrecer ninguna explicación, disculpa o declaración coherente al respecto. Significa que el hombre más rico del mundo puede literalmente hacer lo que le plazca, incluso con el presidente de la nación más poderosa del planeta, sin rendir cuentas ante ninguna ley porque está por encima de ella.
Controlar la narrativa también significa desviar nuestra atención hacia debates interminables sobre detalles en buena medida insignificantes —si el gesto fue realmente fascista, si el ángulo del brazo fue tal o cual, si su expresión facial reflejaba esto o lo otro, etcétera— resguardando en un segundo plano el panorama más amplio y la dialéctica de las relaciones sociales que enmarcan todas aquellas cuestiones. Controlar la narrativa es tener el poder de silenciar en las redes sociales a quienes lo critican o etiquetarlos como «marxistas», como si ser marxista fuera una ofensa mayor que ejercer el control total sobre el discurso político sin rendir cuentas a nadie.
De eso se trata: controlar incluso los valores con los que juzgamos la realidad mientras vivimos atrapados en un mundo que cada vez se parece más a una mezcla entre El Juego del Calamar, South Park e Idiocracy. Es bajo esta lente que debemos analizar la investidura de Trump (Musk) o la firma de órdenes ejecutivas escenificadas como un reality show. El espectáculo performativo enmascara un cambio más profundo: la consolidación de un sistema en el que el control sobre la verdad, la percepción y la agencia está en manos de quienes dominan el paisaje digital, capaces de moldear la realidad a su antojo.
Bienvenidos, pues, al desierto del metaverso político.
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