Diego Fusaro, Posmodernia
El capital, en su lógica de desarrollo, al final tiende a entrar en conflicto con aquellos límites dentro de los cuales se había desarrollado durante la Era Moderna. 1989 inaugura una época que se autocelebra en tiempo real como marcada por el fin de los muros y las fronteras; y esto se debe a que, parafraseando a Marx, para el capital toda frontera se convierte, tarde o temprano, en un muro que debe ser derribado.
La lógica del capital es aquella según la cual la frontera misma, en cuanto figura espacial de la ontología del límite, es un enemigo al que hay que derrotar; por eso el capital no puede distinguir entre muro y frontera, y debe combatir a ambos como figuras indistinguibles de la resistencia a la invasión del propio capital. Todo límite material (como la frontera) e inmaterial (como la ética de la justa medida) resulta sobrepasado, de modo que se anule toda línea divisoria entre lo que es interno y lo que es externo con respecto al orden capitalista mundializado y al «continente invisible» de la finanza planetaria. Se produce contextualmente una deconstrucción de las fronteras conceptuales y de los límites simbólicos (que se determina, entre otras, en la posmoderna evaporación de la línea divisoria entre viejos y jóvenes) y una aniquilación incluso de las fronteras naturales (como la que existe entre hombres y mujeres y, cada vez más, entre humanos y animales -“antiespecismo”-). El mismo pensamiento binario parece estar en crisis, fundado como está en la distinción irreductible entre diferentes.
Según los parámetros marxianos recogidos en los Grundrisse, «el capital debe luchar para derribar toda barrera espacial para las relaciones, por ejemplo para el intercambio, y conquistar el mundo entero para su comercio». Es decir, debe unificarlo bajo el signo de la forma mercancía y del nexo utilitarista entre mónadas kantianamente «insociablemente sociables» y leibnizianamente «sin ventanas». En el plano simbólico, la práxis de la invasión capitalista se legitima a través de la subcultura de la narrativa hollywoodiense no border y la convergente demonización integral de la idea misma de frontera, de límite y de medida. Esta idea, en todas sus declinaciones posibles, se presenta como inevitablemente autoritaria y excluyente, con la remoción integral de su valor protector de defensa de los derechos frente a la ofensiva de la violencia mundialista.
Según la lógica dual y polemológica de la sociedad alienada, el agresor mundialcapitalista, que se determina a sí mismo mediante la invasión, ve en los límites y en las fronteras otros tantos obstáculos que deben ser derribados de cara a la invasión del territorio elegido para la acción depredadora. Aquellos que se consideran obstáculos para el agresor deberían, en rigor, ser saludados como protecciones por parte del agredido. En otras palabras, la presa debería amar las protecciones que el depredador detesta. Y, en cambio, tiende también a combatirlos como obstáculos, ya que su imaginario ha sido colonizado por los mapas categoriales de su propio enemigo de clase, gracias al celoso trabajo de la clase intelectual de complemento: el secreto está en extender, sin solución de continuidad, y con una operación puramente ideológica, las categorías del muro a las de la frontera, para así poder presentar y promover la lucha contra la segunda como base ineludible para la lucha contra el primero. Evidentemente, este sofisma ideológico nunca especifica que el muro es la perversión de la frontera o, incluso, que la frontera es la única garantía de una relación entre identidades que no degenere en la opresión del muro o -ésta es la cuestión- en la de la invasión. El pensamiento único políticamente correcto y éticamente corrupto nunca explica que: a) muro e invasión son dos modalidades diferentes de opresión; y b) la frontera, como exclusiva garante de la relación entre libres e iguales, es la única base para contrarrestar ambos modos de opresión.
Esto esclarece, además, otra paradoja: si la propiedad, como recuerda el Contrato Social de Rousseau, se basa en la dinámica de la expropiación mediante vallado, la invasión, por su parte, no es el fin de ese cercado y, por tanto, de la propiedad. Por el contrario, es la destrucción del límite que debe cumplir la apropiación para poder expropiar lo que todavía no se ha apropiado, siguiendo la dinámica del limes que avanza y que, de ese modo, incluye lo que no está aún incluido.
Como sabemos, la pista hermenéutica del Contrato Social del ginebrino ya estaba respaldada por el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil de Locke (1690), donde, con el homo oeconomicus, toma forma la idea de la propiedad vallada: el hombre -escribe Locke– » con su trabajo la cerca, por así decirlo, sustituyendo a la propiedad común”. Ha sido Marx, después de Rousseau, quien llamó nuestra atención, en el capítulo vigesimocuarto del primer libro de El Capital, sobre el hecho de que la historia real no sabe nada de la narrativa edulcorante y a ratos mística de los liberales, según la cual el origen del capital sería una pacífica transacción entre libres vendedores (“Libertad, Igualdad, Propiedad y Bentham”); por el contrario, el capital llega al mundo por medio de la inmensa violencia de la “acumulación originaria” y, por tanto, de la apropiación mediante exclusión, siguiendo aquella lógica descrita en contacto directo también por Tomás Moro. La acumulación originaria, al hilo de la urdimbre de El Capital, también podría entenderse con razón como un «cercado originario«, incardinado sobre la praxis brutal de los enclosures y de las expulsiones de las tierras comunales, con arreglo a lo que el propio Marx denominaba con mordaz sarcasmo «forma parlamentaria de robo».
Los Bills for Inclosures of Commons son, en el caso que nos ocupa, los decretos mediante los cuales «los terratenientes se regalan a sí mismos, en propiedad privada, las tierras públicas; decretos de expropiación del pueblo». La moderna propiedad privada nace de un solo parto con los muros y con los cercados que la recababan por exclusión y expulsión, es decir, por despojo irreversible de tierras que, hasta ese momento, tenían la consideración de bonum commune. El propio Marx, profundizando una vía hermenéutica que proseguirá con éxito Foucault, señala cómo el vallado de las tierras comunales y la reclusión forzosa de los excluidos se producen simultáneamente, desde los workhouses hasta el «gran encierro» (grand refermement), como podríamos definirlo con la gramática foucaultiana.
No hay que olvidar, además, que el único muro que experimentó París (le mur murant Paris rend Paris murmurant –el muro que amuralla París vuelve a París murmurante-) fue de carácter económico y de tipo fiscal, el de los fermieres generaux, de los banqueros y de los hombres de las finanzas. Con casi cuatro metros de altura y veinticuatro kilómetros de longitud, el muro levantado en nombre del sistema fiscal de la ciudad, entre 1784 y 1788, era una auténtica barrera de peaje, con el objetivo explícito de impedir la fuga de los evasores de impuestos. Esta referencia impresionista a la génesis del capital nos permite arrojar luz sobre cómo la tendencia actual de la globalización mercadista no abandona la práctica murista, coesencial a la lógica de la propiedad privada, sino que la extiende y la impone al mundo entero, mediante su propia invasión ilimitada: desplazando cada vez más lejos el propio limes, la globalización hiperliberal engloba al mundo entero en el sistema de los nuevos enclosures, activando la doble dinámica de la openness y del confinamiento murista. No parece entonces convincente la tesis de quienes sostienen, de forma unilateral, que «el imperativo de derribar los muros está perdiendo la confrontación dialéctica con la ‘mentalidad de la fortaleza‘». En realidad, las dos tendencias –al confinamiento murista y a la invasión financiera– coexisten como expresiones antitéticas de la misma dinámica de colonización capitalista del planeta.
Podríamos, entonces, aventurarnos a argumentar que la globalización, correctamente entendida, no anula la frontera en cuanto tal: por el contrario, aniquila el finis para imponer la lógica invasiva del limes. Este último, como se ha subrayado, no se opone a la invasión, sino que es más bien una expresión de ella, apareciendo como un límite provisional, tal vez incluso en formas amuralladas, que es preludio de nuevas y cada vez más radicales invasiones. Si el finis preserva los espacios de las identidades y de las soberanías, el limes señala el avance de una única soberanía y de una única identidad que tienden, con movimiento gradual e incesante, a saturar cada espacio disponible. El finis aspira a perdurar, el limes en cambio propende a extinguirse, una vez que todo el espacio disponible haya sido anexionado y, por tanto, nada externo haya sobrevivido al limes mismo.
El capital actúa dividiendo espacios y tiempos y, sucesivamente, superando su propia división (entre Occidente y barbaricum, entre progreso y atraso). A la primera violencia, la del excluir por la fuerza, le sigue la segunda violencia, la del impedir al excluido no ser englobado y asimilado. Y así como el delincuente no interioriza la noción del límite, así el capital tampoco la introyecta y además la combate, basándose en su ley del más fuerte económicamente ennoblecida: poner límites y fronteras equivaldría a obstaculizar su anómica pulsión a la desmesura.
En Glebalizzazione (2019), hemos propuesto llamar «inglobalización» a la dinámica de neutralización inclusiva con la que el capital, desplazando sin cesar su propio limes, obliga a cada pueblo a abandonar las fronteras de su propia identidad y de su propia cultura en nombre de lo que Sloterdijk denomina «el ingreso en el espacio homogeneo” del mundo unificado bajo el signo de la cosificación. El capital, con su propio limes en movimiento, no excluye a los «bárbaros«, sino que “generosamente” los exhorta a superar el umbral de la humanidad, accediendo al «reino de la civilización» mercadoforme.
De esto también se infiere nítidamente el carácter de limes propio de la globalización y de su doble movimiento de invasión mercadista y confinamiento murista. Históricamente, desde la época de los antiguos romanos, el limes ha hecho valer casi siempre la figura de la «frontera como abismo»: el limes, de hecho, se percibía subjetivamente y se justificaba ideológicamente como barrera de separación de la civilización respecto del elemento barbaricum genéricamente entendido; este último, en la era de la globalización de las barras y estrellas, tiende cada vez más obstinadamente a ser presentado como barbaricum de los anacronismos, es decir, de las dictaduras y de la regresión, del fundamentalismo religioso y de los regímenes autoritarios no liberales.
Con esto no sólo se justifica retóricamente el propio limes como frontera infranqueable, muy a menudo materializada y verticalizada en forma de muros, sino también -ésta es la cuestión- la dinámica unidireccional de invasión por parte del área que se autoidentifica con la civilización y con el progreso; y que, eo ipso, ha tenido buen cuidado en presentarse al mundo entero como depositaria de una misión especial de orden civilizador, englobando, mediante el desplazamiento unidireccional del limes, aquello que todavía no ha sido invadido o, mejor aún, anexionado.
Se genera así una lógica descompuesta que, por un lado, es disyuntiva, si se analiza desde el punto de vista de los confinados más allá del limes (barbaricum), y que, por otro lado, aparece como progresivamente omnienvolvente e invasora, si es escrutada desde el lado de aquellos que están más acá del muro (el autoproclamado reino de la Civilización, cuando no directamente del Bien). Desde un diferente ángulo prospectivo, quienes están más allá del limes sólo pueden ser anexionados, sin poder nunca por su espontánea iniciativa traspasar la barrera u oponerse a la anexión. Y quienes están más acá, sin embargo, se presentan como los únicos legitimados para rechazar a cualquiera que osara por voluntaria iniciativa cruzar la barrera y, al mismo tiempo, ir más lejos del limes, englobando a la altera pars hasta hacerla finalmente desaparecer en el one world de lo indiferenciado planetario.
Tampoco se debe pasar por alto que el limes también figura invariablemente como frontera temporal, ya que desencadena una lógica tal que la alteridad del externo esté espacialmente connotada pero también temporalmente definida: coincide siempre, desde el Imperio Romano hasta la invasión globalista, con otro lugar que todavía no es interno, pero que inevitablemente, tarde o temprano, está destinado a serlo. Los tecnócratas de los espacios cosmopolitizados derriban todas las fronteras que podrían, mediante una política soberana, gobernar, limitar y disciplinar la libre circulación y los mecanismos cada vez más despóticos y distópicos del mercado, de modo que nada se sustraiga a las garras abstractamente civilizadoras y concretamente colonizadoras del capital cosmopolita y sin fronteras. La analogía con el limes del Imperio Romano parece heurísticamente fecunda, a partir de una consideración de los Fasti de Ovidio: “gentibus est aliis tellus data limite certo: Romanae spatium est Urbis et orbis ídem”, «a los otros pueblos se les dieron tierras con límites ciertos: mientras que el espacio Romano de la Ciudad y el Orbe es lo mismo».
La globalización, en cuanto americanización del mundo, coincide con el limes móvil que el Imperio de las barras y las estrellas mueve, librando a menudo guerras donde encuentra resistencias y tildando con el epíteto de «canalla» a cualquier gobierno que reivindique sus propias fronteras, su propia soberanía y su propia indisponibilidad a la injerencia occidental. Por eso, el limes de la globalización coincide con la frontera en movimiento de la americanización del mundo. La historia estadounidense es en sí misma, en gran medida, la historia del mito de la frontera móvil, como la cantó Jackson Turner en The Frontier in American History (1920), el creador del mito de la disponibilidad de espacio vacío e infinito para englobar.
El hecho de que, en 2001, el Imperio del dólar apodase con la etiqueta Infinite Justice su propio proyecto de movimiento ilimitado del limes es, de por sí, evocador: no sólo porque la justicia, no por casualidad representada mediante la imagen de la balanza, es por su esencia el arte de la medida y del límite, sino también porque la celebración de una justicia contradictoriamente llamada «infinita» revelaba el engaño de la invasión imperialista festejada como benéfica. El orden mental hoy imperante repite que la frontera favorece las guerras; no obstante, sabemos que, históricamente, la demarcación de una frontera clara es casi siempre el gesto que llevan a cabo dos pueblos que, después de haber combatido, estipulan la paz. Como asimismo hemos aprendido la lección de la historia que nos ha enseñado -también con la globalización- que la demolición de las fronteras habitualmente coincide con el gesto del conquistador, del colonizador, del imperialista.
El mercado único y el modelo monopolista de existencia y de pensamiento son las dos caras del mismo proceso de globalización, como desarticulación del derecho a la diferencia y como simultáneo despliegue global de lo inauténtico y de lo mismo. En ellos se expresa la pulsión globalista hacia lo indiferenciado y lo ilimitado, hacia la aniquilación de todo lo que aún no sea afín al mercado y a su antropología cosificada. La aspiración del sistema de necesidades deseticizado es la creación de a single market without barriers, visible or invisible, «un mercado único abierto y sin barreras, visibles o invisibles» (en palabras de Margaret Thatcher, 18-4-1988): por tanto no sólo sin muros, sino también sin fronteras.
Connatural a la metafísica de lo ilimitado, la invasión real y simbólica del capital, o sea su praxis ininterrumpida de superación de fronteras y destrucción de barreras, se despliega in actu en la desidentificación: la cual es, por su esencia, aniquilación de aquellas barreras simbólicas que, arraigadas en la cultura y en la comunidad, en la historia y la tradición, representan un poderoso dique de resistencia a la propagación de la forma mercancía y del nuevo orden mental. La aversión globalcapitalista por las fronteras es la propia del invasor hacia cada limitación y cada control que encuentra en su camino.
Las formas canónicas del poder frecuentemente han tratado de marcar, por medio de muros, la diferencia con el Otro, excluyéndolo por considerarlo peligroso, inferior, inútil. Con el capital, después de 1989, se registra la primera forma de poder que asume como eje de su propia violencia la demolición progresiva de todos los muros para sí y la creación de cada vez más nuevos muros para los demás. En otros términos, la violencia del capital no radica en la exclusión, sino en la inclusión forzada: no impide acceder, sino no acceder. Según su lógica all inclusive, todo debe ser incluido y la exclusión, por motivos estrictamente económicos, debe tener lugar dentro de los muros del mundo sin fronteras. Es cierto que ni siquiera a Alejandro Magno y, aunque de manera diferente, al Imperio Romano, les resultó ajena la pulsión a la invasión, que llamaríamos imperialista: pero, en verdad, sólo con el imperio del capital post-1989 se hace realidad en su sentido pleno, mediante una lógica indeducible del pasado, la cosmópolis mercadista.
El Otro de sí, que el muro petrifica en extraño con el que no hay más relación que la de la exclusión, se vuelve con la invasión capitalista lo mismo, lo homologado, lo asimilado negándose a Sí mismo. El muro niega la relación del Sí mismo con el Otro excluyendo a este último, la invasión reduciéndolo al grado de duplicación del Sí mismo. En el primer caso, la relación es negada por la inaceptabilidad del Otro; en el segundo, por su ahora consumada indistinción del Sí mismo. Con el muro la relación se da como negada a priori, con la invasión como suprimida a través de la neutralización del Otro.
Como vemos, el capital avanza en conjunto derribando los muros que obstaculizan la omnimercadización y, a su vez, creando otros nuevos funcionales a la misma lógica de autovalorización del valor. En la lucha contra los muros está el corazón del elemento emancipador del capital, en el sentido marxiano; eso hace posible la unificación del globo (aunque sólo sea en forma cosificada), abatiendo los tradicionales muros infranqueables. En la eliminación de las fronteras se halla, sin embargo, el elemento desemancipador del capital que, de esta forma, pervierte la unificación del mundo en su homologación desidentificadora. La demolición del muro como negación de la relación debería, en cambio, ir acompañada de la protección de la frontera como demarcación entre las identidades y las culturas, los modos de vida y de pensamiento.
Incluso en esto, el capital se revela en su esencia como un indisoluble entramado de emancipación y desemancipación, de progreso y barbarie, de humanización y deshumanización: cada una de las dos componentes es inseparable de la otra mientras permanezca dentro del orden de producción capitalista. Y así, el capital derriba los muros -que históricamente ha utilizado- sin poder preservar las fronteras; combate el nacionalismo -que fue también su motor de desarrollo- sin poder mantener con vida a las naciones; lucha contra la xenofobia –que tantas veces ha hecho suya en la historia– sin ser capaz de mantener vivas las identidades. En una palabra, elimina con la patología el cuerpo sano, que siempre parece haber despreciado: destruye la frontera, primero pervirtiéndola en un muro, luego desintegrándola como si ella misma fuera un muro; disuelve las identidades, primero degenerándolas en la xenofobia y luego liquidándolas como si fueran intrínsecamente xenófobas; descompone las naciones, primero transformándolas en nacionalismo beligerante y luego neutralizándolas como si ellas mismas coincidieran enteramente con el nacionalismo.
También en esto reside la fuerza magnética de atracción que la ideología capitalista hoy parece ejercer sobre aquel cuadrante de la política y de la clase intelectual que, durante parte de su aventura histórica, había mantenido respecto al capital relaciones de ostentosa enemistad: la new left liberal y posmoderna, pasada del rojo al arcoíris, se deja seducir por el logo único liberal, hasta el punto de hacer suyas las mismas batallas, porque se engaña pensando que combate el nacionalismo combatiendo a la nación, la xenofobia luchando contra la identidad y, ça va sans dire, los muros declarando la guerra a las fronteras. Una vez más, la nueva izquierda liberal confunde el internacionalismo socialista (que presupone los Estados nacionales) con la cosmopolitización posnacional del capital, la igualdad socialista con la homologación capitalista y, dulcis in fundo, la frontera con el muro, convencida de que la única “cura” posible para ambos reside en la invasión mercadista.
Por esta razón -y el presente ofrece una imagen desoladora de ello- el mundo dentro del capital siempre oscila entre los opuestos igualmente unilaterales de la invasión y el confinamiento mediante la reconstrucción de muros, de la xenofobia y la disolución de las identidades, del nacionalismo y la aniquilación de las naciones. Como se ha vislumbrado, la frontera hace posible lo que, por vía opuesta, neutralizan el muro y la invasión: la identidad, como realidad relacional; la unidad como Totalidad diferenciada; y la relación, no negada por la opresión tanto de la invasión como de la exclusión a causa del muro.
El identitarismo tribal procede con la identidad de manera análoga al muro con la frontera. Es el φάρμακον (fármaco) que pretende «curar» y «proteger» lo que, en cambio, acaba por «envenenar» y «matar». El muro, como el identitarismo regresivo que lo celebra y a veces empuja a construirlo, produce, revitaliza o lleva al extremo una figura identitaria no por medio de la relación con el Otro, sino a través de su exclusión. Si la frontera y la identidad son por esencia una relación, el muro y el identitarismo son una relación negada. O, más precisamente, son una frontera y una identidad petrificadas y rígidas en la forma de la exclusión de la diferencia; pero sin diferencia la identidad no existe, del mismo modo que en ausencia de la relación con la alteridad no puede existir la frontera. Por eso, el muro aparece como productor de una alteridad espacial con connotaciones negativas, a menudo sobre la apriorística base de quienes temen al Otro aún ignorando su identidad. Se trata de la figura del «delirio de contaminación» (Massimo Recalcati), asentado sobre el miedo al Otro como temor a contaminar la propia pureza identitaria. Pero, como ya deberíamos haber aprendido, la identidad muere no por la contaminación que pudiera hacer posible la frontera, sino por la rigidez que genera el muro o por la disolución puesta en marcha por la demolición de las fronteras.
En efecto, incluso la antropología -un nombre sobre todos: Mary Douglas– nos hace tomar conciencia del hecho de que la violación de las fronteras es casi universalmente asociada a la idea de peligro y contaminación. El muro responde entonces de manera paroxística a la necesidad natural de defensa, haciendo valer de forma extrema la idea del extraño como amenaza, según la forma que el mundo post-1989 ha codificado con la sugestión del clash of civilizations (Samuel Huntington). El muro se convierte, así, también en lo que era en la caverna brumosa de Platón, vale decir el trasfondo proyectivo sobre el cual toman forma sombría los miedos y las derivadas construcciones discursivas sustentadas sobre la idea de pureza y de exclusión del Otro.
Sobre todo, concebir al Otro como peligro alimenta una «fantasía de contención«, que encuentra en el muro su representación más sólida en todos los sentidos. El muro de Israel, entre tantos otros, responde al máximo a esta lógica, ya que se justifica autopresentándose como protector para un oasis de civilización y democracia asediado por hordas de bárbaros que presionan las fronteras. Por lo tanto, el muro permite a quienes lo construyen -en el caso específico, Israel- no pensarse como agresivos, violentos y violadores de los derechos humanos, porque proyectan estas prerrogativas sobre quienes están más allá del muro, esto es, sobre los palestinos. Ésta es la peculiaridad del perfil antropológico del homo munitus, el «sujeto fortificado» tematizado por Greg Eghigian. Opuesto y complementario respecto al perfil del homo globalis con apertura ilimitada del imaginario, el homo munitus está aterrorizado, de forma paranoica, por la contaminación, por la seguridad y por la decisión de excluir al Otro.
Pero, ¿puede existir –debemos preguntarnos seriamente– una identidad sin relación con el Otro, sino sólo mediante su exclusión? ¿Puede el Yo ser tal en ausencia de diálogo con el Tú? O, incluso, ¿puede subsistir la identidad cuando se elimina su conexión con la diferencia? En su Identità e Politica (1996), Furio Cerutti ha esbozado la esencia de la identidad recordando el espejo y el muro. Variando sobre el tema, podríamos afirmar que la frontera es un espejo, una relación mediada por la identificación con respecto al Otro y por la conexión con su existencia. La identidad del Yo está ligada a lo que ve frente a Sí en el espejo, o sea el juego incesante de intercambios y de referencias con el Otro de sí.
El muro, sin embargo, niega la dialéctica del espejo: si con el espejo soy aquello que soy en base al intercambio con la imagen de la alteridad, con el muro se presume que Yo sea aquello que soy negando cualquier relación con el Otro de mí. En su ontología básica, el muro impide al Otro no sólo acceder, sino también simplemente ser visto. Es decir, prohíbe cualquier relación, ya sea táctil o visual, con el cuerpo del Otro. Niega, por tanto, aquel proceso de Anerkennung (reconocimiento) que el espejo promueve.
Con el espejo, la diferencia del Otro es a la vez ratio essendi y ratio cognoscendi de mi identidad. Con el muro, la diferencia del Otro existe, pero simplemente como cada vez de nuevo negada. Incluso, con el espejo se parte del presupuesto de que mi identidad está in fieri y deba construirse en la relación con el Otro. Con el muro, sin embargo, se presupone que mi identidad ya ha sido edificada para siempre, es decir, es dada y no construida, y que el Otro, como quiera que se lo entienda (enemigo o agresor, extranjero o inferior), no sólo no aporta nada de nuevo y de positivo, sino que potencialmente también puede constituir un peligro para lo que soy.
El Yo de este lado del muro no debe relacionarse con el Tú nada más que por exclusión: el muro debe, entonces, garantizarle inatacabilidad, protección y seguridad. Para poder Ser necesita del muro y, por tanto, de la exclusión del Otro en cada punto del que se compone la continuidad material del muro mismo. Este último exhibe, en formas ostentosas cuando no espectacularizadas, la dialéctica de una hostil negación del Anerkennung (reconocimiento), que tiene por presupuesto la idea de que la relación no constituye la identidad, sino que la desintegra.
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