Boaventura De Sousa Santos,
Público
Los exigentes desafíos que el mundo enfrenta en la actualidad (desde la crisis climática hasta la pandemia, desde el agravamiento de la Guerra Fría hasta el peligro de una confrontación nuclear, desde el aumento de las violaciones de los derechos humanos hasta el crecimiento exponencial del número de refugiados y de personas hambrientas) exigen más que nunca una intervención activa de la ONU, cuyo mandato incluye el mantenimiento de la paz y de la seguridad colectivas, así como la defensa y la promoción de los derechos humanos.
Entre las múltiples áreas de actuación en las que la ONU puede intervenir, una de las más importantes es la paz y la seguridad, concretamente en lo que atañe al recrudecimiento de la Guerra Fría. Iniciada por Donald Trump y proseguida con entusiasmo por Joe Biden, está en marcha una nueva Guerra Fría que aparentemente tiene dos objetivos, China y Rusia, y dos frentes, Taiwán y Ucrania. En principio, parece imprudente que una potencia en declive, como Estados Unidos, se involucre simultáneamente en una confrontación en dos frentes. Además, a diferencia de lo ocurrido con la anterior Guerra Fría, con la Unión Soviética en el punto de mira, China es una potencia de gran poder económico y un importante acreedor de la deuda pública estadounidense. Está a punto de superar a Estados Unidos como la mayor economía del mundo y, según la
National Science Foundation de Estados Unidos, en 2018 tuvo por primera vez una producción científica superior a la de Estados Unidos. Asimismo, la lógica aconsejaría a Estados Unidos tener a Rusia como aliada y no como enemiga, no solo para separarla de China, sino también para preservar las necesidades energéticas y geoestratégicas de su aliada histórica, Europa. La misma lógica aconsejaría a la UE tener en cuenta las relaciones históricas y económicas de Europa Central con Rusia (hasta la
Ostpolitik de Willy Brandt).